El levantamiento de los indios de Jegua el viernes santo de 1804, Nuevo Reino de Granada

Hugues R. Sánchez Mejía[1]
Universidad del Valle (Colombia)

En el virreinato de Nueva Granada, durante la segunda mitad del siglo XVIII, se desarrollaron un significativo número de levantamientos —alrededor de 12— contra las medidas impositivas que implementó Carlos III. Si bien la historiografía se ha concentrado en la llamada revolución de los Comuneros del año de 1781 (por ejemplo, Phelan, 2009), observamos que se dieron en territorio virreinal más levantamientos (ver también Restrepo, 2028), aunque ya no por cuestiones fiscales. Uno de ellos se dio en el pueblo de indios de Jegua,[2] ubicado a orillas del río Magdalena en la jurisdicción de la villa de San Benito de Abad en la gobernación de Cartagena, en 1804.

Todo inició la mañana del día 25 de marzo, viernes santo, cuando el cura vicario del pueblo de indios de Jegua, don Rafael Lorenzo Gómez, se dispuso a la entrega de 100 de las 500 reses propiedad de la cofradía de la virgen María de los dichos indios, las cuales fueron vendidas a un hacendado de nombre Josef Salazar. La transacción se había pactado dos semanas atrás por una suma de 800 pesos y buscaba el recaudo de fondos para “tratar de levantar la iglesia que estaba en ruina”, muy a pesar de la falta del visto bueno del cacique del pueblo, Silvestre Rivera, sobre este negocio. Sucedió entonces que, tanto al comprador como al sacerdote, quienes se encontraban en un corral ubicado en los alrededores del lugar, se le acercaron intimidantes 20 mujeres y 10 hombres, todos “indios a repulsar la entrega del ganado…”.

Temiendo por su vida, el clérigo canceló la operación de compraventa y junto con seis de sus acompañantes, entre ellos dos alcaldes pedáneos, huyeron al poblado, donde los esperaban más indígenas armados con flechas, machetes y garrotes. Ante esta situación, el cura buscó refugio en su casa. No obstante, hasta allí fue perseguido por los amotinados, los cuales intentaron entrar, dándose una gran “rebelión” que duraría media hora, tiempo en que los allí presentes resistieron los ataques hechos con lanzas y macanas. Al respecto, se señala en el sumario contra los levantados que “no había yndio, yndia, ni chino en el pueblo, que no hubiese concurrido, entre lo que había, tal alboroto, que no se entendían en cuyo tiempo”.

Imagen 1. Localización de Jegua en el Virreinato de la Nueva Granada.

Mapa de la región. El pueblo de Jegua se encuentra cerca de la esquina sudoccidental.
Fuente: elaboración propia a partir de fuentes de la época.


Además del religioso, en su vivienda buscaron protección los seis acompañantes. Juntos repelieron la ofensiva de los agresores muy a pesar de la orden del cura respecto a solo defenderse de los insultos y no lastimar a los indios. Al respecto Antonio Salcedo, uno de los alcaldes agredidos, en su declaración señaló que un indio logró entrar por el traspatio y con su lanza intentó herir al cura, ignorando el llamado del señor alcalde para que “rindiese el arma”. En su lugar, el atacante respondió diciendo “que en aquel día ni a Dios se le obedecía” e insistió en lancear al cura, por lo que Salcedo le dio un golpe en la cabeza y enseguida procedió a amarrarlo. Según el mismo testigo, dicha situación enardeció a los más de 80 indígenas —hombres y mujeres— que estaban fuera de la casa, que arremetieron a la ofensiva bajo el liderazgo de Hipólito Polo Montero. Ante ello y ante los gritos de “que aquel día se acababa el mundo”, según las mismas palabras del declarante, les fue “necesario escaparse de ellos corriendo y su hermano que todavía estaba batallando con el otro, le soltó ambas lanzas y echó correr junto con ellos”.

Los acontecimientos alrededor del tumulto implicaron varias acciones de parte de los indígenas. Las descripciones de los asediados mencionan que la “indiada” se apostó “en pelotón de hombres y mujeres, se plantaron y desde la calle desafiaban a los alcaldes”. También dan cuenta de las amenazas de incendio de la casa, “para que ardieran dentro de ella”, y de la liberación del indio atado al interior de la residencia del cura por sus compañeros, quienes lo “habían soltado diciendo mil insolencias y tirándoles con un chuzo o lanza que traía y tirándole un bofetón al exponente por sobre el mismo señor alcalde”, aunque, igualmente, advierten que “quiso la suerte no le dañase”. Además, narran la manera en que la hermana del cacique Silvestre Rivera “fue tan atrevida que les tiraba de palos y manotones y aun al propio señor alcalde llegó a cogerlo por un brazo para sacarlo de entre ellos para darle con un garrote que tenía en las manos pues entre todos ellos no lo podía conseguir”.

Por último, pero no menos importante, revelan la postura del cacique Silvestre Rivera, quien reiteradamente expresó su inconformidad frente al “atrevimiento de levantar vara en mi pueblo, sin pedirme licencia o permiso”; situación que consideraba un insulto a sus competencias. En tono desafiante instaba al vicario Gómez para que este cogiera su vara y, proseguía su intervención, señalando “envuélvasela en la cintura”. Así, en medio de “otros ultrajes” y “repitiendo por muchas veces las palabras antes dichas”, el cacique hizo caso omiso de la invitación del alcalde para que abandonaran “el yerro que cometían en no obedecerle”. En su lugar, respondió que no le obedecía ni le reconocía como su juez, posición que también adoptaron los demás participantes del levantamiento. Señalemos que el cacique se unió a los levantados ya cuando estos tenían rodeada la casa del cura Gómez.

Ya en horas de la tarde, hacia las 3:00 pm, los indios se calmaron y pactaron la posible salida del cura y los demás que le acompañaban, siempre y cuando se fueran del pueblo; cuestión que fue aceptada por el funcionario católico. Fue así como los llevaron a orillas del río Magdalena en donde los embarcaron en una canoa. Durante su viaje, aguas abajo, los siete “blancos” se encontraron con un contingente de treinta vecinos de Magangue, bajo el mando de Andrés Ferreira, provenientes del sitio de El Caimito, quienes fueron avisados del levantamiento y, al mismo tiempo, fueron convencidos por el cura de no entrar al poblado ese día a fin de evitar una “matazón”.

Paralelamente, el mismo cura informó al alcalde de la villa de San Benito de Abad, jurisdicción a la que pertenecía el pueblo de indios, sobre el levantamiento, e hizo dos solicitudes: el envío de tropas y que se procediera en justicia a castigar a los levantados. En consecuencia, el alcalde de la villa puso en conocimiento de lo sucedido al gobernador de la provincia de Cartagena y le pidió la designación de hombres armados para sitiar el pueblo. Este, por su parte, bastante cauteloso, recomendó esperar unos días para entrar a Jegua y capturar a quienes participaron en la revuelta, entre ellos al cacique Silvestre Rivera. Así ocurrió el día 6 de abril, cuando llegaron 100 milicianos, armados de fusil y dirigidos por el propio cura don Rafael Lorenzo Gómez, en compañía del señor juez don Gabriel Gonzales y del capitán Blas Cáliz, quienes rodearon el pueblo y capturaron al cacique y a cerca de 24 indígenas, 5 mujeres y 19 hombres, acusados de ser el motor del movimiento.

Esta empresa de captura no fue fácil. Por ejemplo, estando en la captura de Hipólito Polo Moreno llegaron más de 15 mujeres, lideradas por Jacinta Petrona Montero, familiar de este, quien intercedió por él de manera violenta, dándole a uno de los milicianos un bofetón “en el cogote que a no haberse contenido con las demás gentes que había, sin duda lo hubiera tendido en el suelo de boca”. A pesar de la refriega, los indios —hombres y mujeres— fueron capturados. Los detenidos fueron llevados a la villa de San Benito de Abad, donde estuvieron presos durante tres meses, mientras se hacía el juicio e indagaba sobre los hechos, y se les embargaron sus bienes:

Tabla 1

Personas, bienes embargados y castigos a los indios de Jegua capturados, 1804

El veredicto se dio el 24 de mayo, cuando fueron condenados a 16 latigazos 11 indios, absueltas las mujeres y se ordenó, como castigo, el traslado de los prisioneros restantes a las galeras de la ciudad de Cartagena, en total 8 indios. El cacique recibió una amonestación por haber permitido la asonada, argumentando este que su apoyo se dio por la obstinación del cura de vender sus ganados: “Señor alcalde, estoy aquí por defender nosotros el ganado de María Santísima, si al señor alcalde le vienen a quitar la camisa, ¿se la dejará quitar? No es esa palabra que el señor alcalde nos tenía dada de no consentir se hiciesen chinchorros en el caño de Jegua”.

Sin embargos

Los acusados enviados a trabajos forzados a Cartagena nunca llegaron al puerto neogranadino pues cuando eran conducidos el día 6 de junio se fugaron y volvieron clandestinamente a Jegua, contando con el amparo de la comunidad. El ya mencionado alcalde ordinario don Andrés Josef Molina recibió la noticia de la fuga y reconoció tener “infinitos temores”, por las amenazas que había recibido, especialmente de que querían expatriarlo y quemar la villa de San Benito de Abad, por lo que designó a quince hombres cuya misión era ubicarlos y apresarlos nuevamente. Así pues, se recogió información sobre su escondite en rancherías cercanas al pueblo de indios. Haciendo uso de la fuerza se supo sobre el paradero y los planes de Hipólito Moreno, su líder, y sus seguidores. Según la comunicación de Cáliz, uno de los líderes de los milicianos, con fecha del 28 de junio, dos días antes entraron a una ranchería localizada en proximidades de un playón llamado los Pájaros en donde se encontraba un indio llamado Antonio, quien en principio negó saber sobre los fugitivos. Sólo después de ser sometido a tortura, brindó noticias respecto a Hipólito y los otros que lo acompañaban: este planeaba la conformación de un “ejército” y la quema de San Benito de Abad.

Con esta pista, el 5 de julio se logró acorralar a Hipólito, pero este huyó con tres de sus hombres —4 fueron recapturados— y, posteriormente, se fugó a una zona llamada Guamal, sitio de “forajidos”. Al respecto, el indio llamado Caimito denunció también que junto con Hipólito los indios tributarios Francisco Antonio y Andrés Sierra, hermanos, se habían fugado de él llevándose hurtada a Jacoba Manjarrez, china de doctrina, con quien tenía trato ilícito, y también se les unió Juan Antonio y la india Manuela Candelaria, junto con dos chinas también doctrineras, la una hija nombrada Damiana y la otra agregada nombrada Antonia Martínez. Se supuso que todos se fueron para el mencionado sitio de Guamal. Así las cosas, no sabemos qué fue de los huidos, aunque sí conocemos lo afrontado por los indios habitantes del pueblo de Jegua, que, con todo, al final lograron impedir la venta del ganado de su cofradía.

La lectura de este evento nos lleva a plantearnos varias cuestiones sobre los levantamientos ocurridos en el virreinato de la Nueva Granada durante el siglo XVIII. Por un lado, que fueron muy comunes. Junto con el caso de Jegua hemos identificado más de siete levantamientos de indígenas, que, aunque no alcanzaron las dimensiones de la revolución de los comuneros, si generaron malestar y movilización de tropas para reprimirlos. Por otro, el lenguaje usado por los indígenas contra el cura dice mucho de su cultura política; en primera instancia, el cacique Silvestre Rivera creía que su autoridad había sido menoscabada y, en segundo lugar, muestra la manera en que se defendía el patrimonio ligado a las cofradías de indios. Estas últimas, poco estudiadas aún en Colombia (ver Restrepo, 2018), pueden llevarnos a la comprensión de las fidelidades religiosas creadas alrededor de santos y vírgenes; un asunto en donde muy seguramente encontraremos semejanzas con México. Igualmente, los improperios donde se amenazaba con que el “mundo se iba a acabar”, deben relacionarse con la idea cristiana de que el viernes de semana santa podría ocurrir el fin del mundo. Los indígenas, con sus voces, señalaban el poco temor que sentían a tal creencia católica.

Además, es importante señalar la participación de las mujeres en la asonada, todas ellas del entorno del cacique Silvestre Rivera y de Hipólito Polo Moreno. Quizás por condescendencia no fueron castigadas, aunque sus maridos o familiares sí. Esta colaboración femenina, ya vista en otros levantamientos, debe inducirnos a estudiar más a fondo su rol y, sobre todo, dejar a un lado la idea popularizada de que la mujer en tiempos virreinales estaba sujeta y poco activa en términos de agencia.

Por último, se constata de qué manera la Corona cambió su postura sobre la envergadura de los castigos después del movimiento de los comuneros. Los indígenas no contaban con el endurecimiento de estos. En adelante los tumultos se insertarían en un concepto mayor. Esto es, las afrentas no serían sólo contra Dios y el rey, sino contra el Estado. Esto lo dejó claro en los informes el alcalde, donde justificaba los castigos por ser una “traición al estado”. Eran los tiempos de la emergencia del llamado Estado moderno.

Bibliografía

Phelan, John Ledy
2009    El pueblo y el rey. La revolución comunera en Colombia, 1781, Bogotá, Universidad del Rosario.

Restrepo Olano, Margarita (ed.)
2018    Efectos del reformismo borbónico en el virreinato del Nuevo Reino de Granada, Bogotá, Universidad del Rosario/Universidad Pontificia Bolivariana.

Archivos

 Archivo General de la Nación (AGN), Colombia.


[1]  Correo: hugues.sanchez@correounivalle.edu.co

[2] El caso aquí narrado se encuentra en el siguiente expediente: Archivo General de la Nación (AGN), Colombia, “Levantamiento de los indios del pueblo de Jegua, 1804”, Colonia, Cabildos, ff. 422-498, y todas las citas son de allí. Unos 11 levantamientos tuvieron una causa diferente al tema fiscal.

[3] “No se embargan las casas por ser de ningún valor. Molina. Rodríguez. Caballero.”