El goce migratorio como una fuga del duelo: breves apuntes para la construcción de un concepto

Kellvin Aponte Muñoz
CIESAS Ciudad de México


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A modo de entrada: las emociones en los estudios migratorios

La migración es una experiencia compleja que no puede simplificarse en un mero desplazamiento físico de un lugar a otro, pues es también un proceso que implica un desplazamiento simbólico en términos culturales, temporales y emocionales. De ahí que Macarena Williamson (2017) señale que “la migración transnacional implica una serie de intercambios. Éstos no se reducen a una serie de capitales ‒económicos, sociales y culturales‒ sino que también es una experiencia que moviliza fuertemente las subjetividades y las emociones de las y los sujetos” (2017: 22).

Entonces, si incluso partiéramos de la idea (quizás un tanto reduccionista) de entender la emigración e inmigración como el hecho de cambiar de espacio, Abdelmalek Sayad sostiene que este acto es, al mismo tiempo, “descubrir y aprender que el espacio es, por definición, un espacio nostálgico, un lugar abierto a todas las nostalgias, cargado de afectividad. Así pues, […] es un espacio vivo, un espacio concreto cualitativa, emocional, incluso pasionalmente hablando” (1998: 16-17). Por esta razón, el mismo Sayad agrega que el acto de emigrar se realiza y se vive necesariamente con dolor, el cual es compartido igualmente entre quienes se van y quienes se quedan en el lugar de origen (ibíd.: 20).

Sin embargo, más allá de lo expuesto inicialmente, no pretendo ahondar en la importancia y pertinencia de la dimensión afectiva (Calderón, 2012) en los estudios de migración, pero para sintetizar y subrayar la necesidad de abordar y comprender la experiencia migratoria a través de las emociones, podemos reparar en las palabras de Maruška Svašek (2010), quien nos advierte que “si queremos desentrañar y comprender las complejidades sociales, económicas, políticas y experienciales de la movilidad y pertenencia humanas, es necesario incluir un enfoque en las emociones” (2010: 867), porque, a fin de cuentas, “lejos de ser una dimensión secundaria o sin importancia de la movilidad […] el afecto y la emoción son aspectos centrales de la migración” (ídem).

Pero nótese que hablo de emociones y no de afectos,[1] y lo hago justamente porque “partiendo de la etimología de la palabra, me interesé en las emociones en tanto nos mueven, así como en la relación implícita entre movimiento y vinculación, ser movido por como una conexión con” (Ahmed, 2015: 314).[2] Y esta idea de entender las emociones desde su capacidad de mover ‒y conmover(nos) y remover(nos)‒ permite articular los estudios de migración con el de las emociones.

Entonces, al comenzar a tender este puente entre ambos campos de investigación, parto de la premisa de que “las emociones no son productos meramente psíquicos ni fisiológicos; más bien se trata de una construcción social cuya comprensión debe basarse en el análisis de la relación que se entabla entre los sujetos y su contexto situado: es un análisis de la dimensión emocional de la experiencia vivida por cada individuo” (Asakura, 2016: 71).

Una aproximación y distanciamiento del “duelo migratorio”

Habiendo reconocido que los estudios que articulan el campo de las migraciones con el de las emociones son una veta de análisis que ha sido objeto de interés en nuestra disciplina, es preciso señalar que sigue siendo una línea de investigación incipiente y todavía en construcción.

Uno de los aportes más significativos lo encontramos en el trabajo realizado hace casi dos décadas por Joseba Achotegui (2000, 2004), quien se preocupó por estudiar las implicaciones emocionales de la experiencia migratoria, vista como una experiencia compleja caracterizada por múltiples cambios “que no tan solo da lugar a ganancias y beneficios sino también comporta toda una serie de tensiones y pérdidas a las que se denomina ‘duelo’“ (2000: 14). De esta manera, el autor nos habla del “duelo migratorio“, entendiendo el duelo como un proceso de reorganización de la personalidad que se produce cuando alguien pierde algo significativo, y que “en el caso de la emigración tendría que ver con la reelaboración de los vínculos que la persona ha establecido con el país de origen” (ídem).

Siguiendo esta propuesta y enfoque analítico, Valentín González Calvo retoma a Achotegui y otros autores para caracterizar este tipo de duelo y señalar que se trata de un duelo “parcial”, al estar siempre la posibilidad del reencuentro; “recurrente”, pues se reactiva con facilidad, a través del contacto telefónico, internet, viajes esporádicos y cuando la situación migratoria no marcha bien; y además es “múltiple”, pues el migrar implica varias pérdidas simultáneas (González, 2005: 84)

En este sentido, se han enumerado siete tipos de duelos para señalar esas múltiples pérdidas: la familia y los amigos, la lengua, la cultura, la tierra, el nivel social, el contacto con el grupo étnico y los riesgos físicos (Achotegui, 2000; González 2005). Cada duelo, por supuesto, no está presente en todas las experiencias migratorias, pues no hablamos de “un tipo de duelo único, sino que cada persona lo vive de manera distinta, influyen muchos factores: los recursos personales de cada cual, las redes sociales de apoyo, el nivel de integración social, las condiciones de vida, las condiciones dejadas atrás” (González, 2005: 80).

Sin embargo, a pesar de que este sería el punto de partida para hablar de emociones y migración, he procurado desanclar el análisis a esta propuesta: primero, porque es una aproximación más cercana a disciplinas como la psicología o la psiquiatría, que tienden a poner más énfasis en la experiencia subjetiva y no tanto en la dimensión social de la migración; segundo, porque muchas veces, desde estos estudios, se tiende a patologizar la experiencia emocional (reconvirtiendo migrantes en “pacientes”) como “cuadro clínicos” que afectan su “salud mental” y deben ser atendidos;[3] y en tercer lugar, porque es un enfoque que, a mi parecer, pretende “explicar” las emociones dentro de una lógica moderna positivista a través del binarismo razón-emoción (entendiendo las emociones como procesos “mentales”, jerarquizando “lo racional” sobre “lo emocional”, y separando ambas dimensiones) (Aponte, 2021: 225).

Por ello, a medida que me alejo de esa mirada del duelo como un “cuadro clínico”, me acerco más entonces a la antropología de las emociones, reconociendo cómo éstas se insertan en dinámicas sociales y políticas, tanto individuales como subjetivas. Y en sintonía con esto último, sugiero ver la dimensión emocional de la experiencia migratoria mucho más allá del “duelo migratorio”.

En este punto, resulta imprescindible aclarar que, de ninguna manera, pretendo soslayar, ignorar o ni siquiera minimizar la experiencia del duelo que, en efecto y como señalan Achotegui y González, se hace presente de múltiples formas. De la misma manera, la intención tampoco es ignorar que las dificultades, violencias, injusticias e incontables problemáticas que afrontan las personas migrantes también tienen implicaciones emocionales que, de alguna u otra forma, condicionan y van reconfigurando permanentemente sus propias experiencias migratorias.

Sin embargo, recuperando las reflexiones de Silvia Rivera Cusicanqui, “la memoria del oprobio, la injusticia y la violencia no pueden quedarse como la única inspiración de los movimientos que se alzan contra la dominación colonial y patriarcal” (2019: 22). En este sentido, aunque la cita corresponde a su prólogo del Calibán y la bruja, para referirse a la histórica opresión de las mujeres dentro del sistema capitalista, sustentado en una lógica patriarcal y colonial, sus palabras me permiten subrayar la necesidad de trascender (o fugarnos de) las narrativas centradas en las opresiones, y en el rol de víctimas de quienes las encarnan. A fin de cuentas, “no se puede defender ni hacer florecer la vida sobre un suelo tan envenenado” (ibíd.: 23).

En esta línea, suscribo el pensamiento de Sandro Mezzadra cuando habla de la migración desde el “derecho de fuga”, enfatizando en las subjetividades migrantes para afrontar y contradecir la imagen con la que suelen (re)presentarse: un “sujeto débil, marcado por el castigo del hambre y de la miseria y necesitado más que nada de cuidados y asistencia” (Mezzadra, 2005: 46), pues se trata de una idea que, en el campo teórico, “se presta a reproducir lógicas “paternalistas” […] que relegan a los migrantes a una posición subalterna, negándoles toda oportunidad (chance) de subjetivación” (ídem).

Por esta razón, sugiero comenzar a trazar un horizonte (y no tanto un camino) a seguir, que nos invita a dirigir la mirada hacia otras formas de abordar y sentipensar la migración, que no redunden en discursos victimistas, y así entonces referirnos a ella como una experiencia donde también puede haber lugar para la materialización de deseos, satisfacciones, reparaciones, placeres, alegrías y todo aquello que, en definitiva, aquí propongo concebir como el “goce migratorio” (Aponte, 2021).

El “goce migratorio”: una fuga (contra)narrativa del duelo

Antes de hablar del goce migratorio, es necesario hablar primeramente del goce a secas, y en esa dirección Audre Lorde (1984) nos ayuda a definir el goce, a través de la conceptualización del placer, como algo “más allá de la alcoba, el que encontramos en nuestro hacer cotidiano” (García, 2019: 14). Aquí Lorde es el punto de partida, pues ella entiende el placer como una experiencia que va más allá de lo sexual, y lo concibe como “una sensación interna de satisfacción a la que […] sabemos que podemos aspirar. Por haber experimentado la plenitud de esta profundidad de sentimiento y haber reconocido su poder, en honor y respeto propio no podemos exigir menos de nosotros mismos” (1984: 54). Es decir, para ella, “lo erótico” no sería únicamente “una cuestión de lo que hacemos; es una cuestión de cuán aguda y plenamente podemos sentir al hacer” (ídem).

Por lo tanto, identificar entre lo que nos llena de goce (entiéndase por esto felicidad, satisfacción, seguridad, orgullo, simpatía, tranquilidad, bienestar, alegría, estabilidad, placer, o cualquier otra sensación similar), implica transitar por un proceso de mirar a nuestro interior para re-descubrirnos y re-conocernos, “y ese [re]conocimiento profundo e irreemplazable de mi capacidad de gozo viene a exigir que toda mi vida que sea vivida sabiendo que tal satisfacción es posible” (1984: 57).

Sin embargo, Lorde advierte que, comúnmente, se tiende a reducir el placer y lo erótico al ámbito sexual, a la intimidad, e incluso a la pornografía, y se nos enseña a separarlo “de la mayoría de las áreas vitales de nuestras vidas distintas al sexo” (1984: 55-56). Entonces, partiendo de esta premisa, quizá resulte extraño hablar de migración a la par del goce.

En esta línea, si nos remitimos a Federico Besserer (2000) y la noción de “régimen de sentimientos imperante”, se puede afirmar que hay ciertas emociones dominantes en la migración; de manera que aquellas otras emociones que no se enmarcan dentro de ese régimen, son de alguna manera “inapropiadas” (Besserer, 2000). Entonces, si nos enfocamos en el contexto de migración y los regímenes migratorios, encontramos que mientras emociones como el dolor, el miedo, la vergüenza, la nostalgia o la tristeza son visibilizadas y atendidas al hablar de la movilidad humana, hay otras que quedan relegadas para que las primeras puedan ocupar un lugar preponderante.

Por ello, si concebimos el “régimen migratorio” también como “régimen de sentimientos”[4] entonces la voz de Audre Lorde vuelve a resonar con fuerza al señalar que, “para perpetuarse, toda opresión debe corromper o distorsionar las diversas fuentes de poder dentro de la cultura de los oprimidos que pueden proporcionar energía para el cambio” (Lorde, 1984: 53). Y esa energía para el cambio, parafraseando y reinterpretando a la autora, sostengo con plena convicción que podemos encontrarla en la noción del goce migratorio (Aponte, 2021).

A modo de cierre (y apertura): el goce migratorio como práctica emancipadora

Llegado a este punto, me propongo entonces esbozar un concepto que, a mi entender y sentipensar, nos invita a reconocer, a través del propio goce, una práctica política de emancipación, como una fuerza liberadora de la movilidad humana capaz de reivindicarla, que (nos) mueve con ímpetu para ir en contra de las políticas y discursos que restringen, segregan, contienen, discriminan y rechazan; una fuerza para desafiar los muros que se levantan y son defendidos con la excusa de “protegerse” de las/os migrantes, reconvertidos en amenaza (Aponte, 2021: 261)

De esta forma, la noción emancipadora del goce también se convierte en un espacio compartido como trinchera, pues en la cotidianidad, nos dice Macarena Williamson inspirada en Veena Das, “las emociones y los afectos son centrales en las prácticas de resistencia ‒y sobrevivencia‒ para afrontar el contexto de transitoriedad” (Williamson, 2017: 49). Entonces, siguiendo a Williamson, podemos decir que la resistencia es capaz de traducirse en una posibilidad de agencia, desde el momento en que las personas son capaces de poner en práctica respuestas creativas ante aquellos sistemas de opresión que desencadenan diferentes niveles de violencia (2017: 51).

Así, tras reconocer la importancia del goce, es oportuno ahondar en este aspecto como un espacio de agencia y resistencia. Esto no significa que, reitero, se pretenda atenuar los duelos y las dificultades que muchas veces se experimentan en la migración: la precarización y explotación laboral, las distintas formas de exclusión y discriminación, el desamparo e inseguridad que implica la condición migratoria “irregular”, la separación de la familia y el terruño, en fin, todo ello es ineludible.

Pero tal como nos advierte Florence Rosemberg, tras esas sensaciones puede haber lugar para el alivio, y este alivio “nos reinstala en el mundo, nos permite reapropiarnos plenamente de una vida que provisionalmente estuvo mutilada. El alejamiento del dolor nos vuelve al mundo con una sensación de tranquilidad después de un episodio de dolor más o menos largo. Ante el dolor surge la conciencia de vivir con mayor intensidad” (Rosemberg, 2018: 182).

Por ello, encuentro en el goce esa posibilidad de “vivir más intensamente” la experiencia migratoria, de ver a través del disfrute otras formas de sentipensar la migración; pues así como no podemos dejar de reconocer el duelo, sería inadmisible desconocer el goce y la energía política que contiene. En este sentido, Sarah Ahmed dice que “los placeres abren los cuerpos a otros mundos a través de la apertura del cuerpo a otras personas. Así, los placeres pueden permitir que los cuerpos ocupen más espacio” (Ahmed, 2015: 253). Y una declaración como esta, no puede pasar inadvertida.

El hecho de experimentar una migración “placentera” sería, a fin de cuentas, acceder a una movilidad humana que, de alguna forma, le ha sido negada a las/os migrantes a través de trabas burocráticas, políticas más restrictivas y fronteras más custodiadas. Pero además de negarse el goce por la manera en que se concibe el placer mismo, tal como nos decía Audre Lorde (1984), también se niega porque eso significaría permitirles a las personas migrantes “ocupar” más espacio del que ya (medianamente) ocupan en la sociedad de inmigración (Aponte, 2021: 263).

Entonces, si seguimos el pensamiento de Ahmed, encontramos que “el placer no sólo implica la capacidad de entrar en el espacio social o habitarlo con comodidad, sino que también funciona como una forma de derecho y permanencia. Los espacios se reclaman a través del goce” (Ahmed, 2015: 253). Y aquí radica, a mi parecer, la fuerza del goce para revestirlo como una práctica de lucha, agencia, resistencia y emancipación política de las/os migrantes.

Pero aquí quiero hacer una aclaratoria: cuando hablo del goce y el placer no lo hago en términos del consumo, ni me refiero a ello como una aspiración de acceso a ciertos productos para satisfacer (falsas) “necesidades”, que han sido inventadas siguiendo las pautas del mercado y la lógica capitalista-neoliberal. Yo hablo de otra cosa.

Y para remitirnos a hechos concretos, desde la experiencia de quienes participaron en y protagonizaron mi investigación (Aponte, 2021), cuando digo goce me refiero, por ejemplo, al momento en que Renzo confiesa que fue “feliz” en Chile cuando recibió a su amiga que llegaba de Venezuela; me refiero a lo que experimentó Lorena al romper con la relación violenta que mantenía con su (ex)pareja chilena y que “no le hacía bien”; hablo de la tranquilidad y la satisfacción que sintió Gabriela al poder ayudar económicamente, desde Chile, a su mamá en Venezuela; o del amor de Edgar cuando nació su hijo en Santiago; y también de la emoción de Cleo cuando se mudó “a una casa más bonita”. De eso se trata acercarnos a la migración desde otros sentipensares y reconocer en esas actos de goce verdaderas resistencias cotidianas (ibíd.: 264).

Entonces, cuando reconocemos esos espacios para la resistencia cotidiana en la migración, no solamente es posible reivindicar el derecho de la movilidad humana, sino también, y más concretamente, de una movilidad que pueda ser vivida de una forma que desafíe las narrativas dominantes. Por esta razón, no hablo sólo de la posibilidad de desplazarse y migrar libremente, sino también de hacerlo en condiciones más específicas. Como antropólogo pero también como persona migrante, quiero apostar por una movilidad que pueda experimentarse sin miedo, sin precarización laboral, sin trabas ni sanciones burocráticas, sin estigmatización ni clasismo, racismo, sexismo o cualquier otro tipo de violencia y discriminación (ibíd.: 284).

Hablo, a través del goce migratorio, del derecho a una movilidad humana desde una mirada que no revictimice a las/os migrantes ni las/os etiquete dentro de categorías herméticas y homogeneizantes (migración forzada, asilo, refugio, u otra similar), sino que, por el contrario, reconozca sus diversidades, demandas, necesidades y sentipensares. Y en este sentido, cuando nos acercamos así a las subjetividades migrantes, también nos abrimos a la posibilidad de conectar con ellas de una manera empática, respetuosa, solidaria e, inclusive, afectuosa.

Entonces, ya para concluir estos breves apuntes para la construcción de un concepto, es posible afirmar que engrandecer el goce es, justamente, mi apuesta política, personal y académica, pues así como desde las emociones es posible señalar (como sinónimo de acusar, apuntando con el dedo) las múltiples opresiones y violencias que las/os migrantes pueden encarnar, también desde las emociones es posible levantarse con firmeza y desafiar ese mismo régimen de opresiones. De esta manera no solamente es posible reconocer y asumir que la movilidad humana es un derecho, sino que sobre todo es posible reclamar el derecho a una movilidad distinta, concebida desde el goce, para que los cuerpos migrantes puedan ocupar más espacio del que se les ha permitido ocupar, históricamente y en todo momento (Aponte, 2021: 267).

Bibliografía


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——– 2004 “Emigrar en situación extrema: el Síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple (Síndrome de Ulises)”, en Norte de Salud Mental, núm. 21, pp. 39-52.

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  1. Para profundizar en la distinción entre emoción, sentimiento, pasión y afecto, sugiero la obra de Calderón (2012), quien ofrece algunas claves para entender los usos que les han dado a estos conceptos.
  2. Ahmed sostiene que “separar afecto de emoción puede entenderse más bien como romper un huevo para separar la yema de la clara” (2015: 316). Y agrega que “el que podamos separarlos no significa que estén separados” (ibíd.: 317).
  3. Señalan que entre las distintas manera de experimentar el duelo migratorio, éste puede tratarse de un duelo “simple”, “complicado” e incluso “extremo”, y advierten que las personas son propensas “a padecer Síndrome del Inmigrante con Estrés Crónico y Múltiple o Síndrome de Ulises […]. Un cuadro clínico que constituye hoy un problema en los países de acogida” (Achotegui, 2004: 39).
  4. Maruška Svašek, al estudiar las emociones durante la movilidad, señala que “los oficiales que trabajan en el control de pasaportes, por ejemplo, escudriñan a los recién llegados como “posibles tramposos“ que deben ser expuestos […]. Como objetos de miradas inquisitivas, exploraciones corporales y posiblemente búsquedas invasivas, los migrantes pueden experimentar miedo, ira o simplemente sentimientos de molestia” (ídem)