Ailsa Winton y Martha Rojas
El Colegio de la Frontera Sur
Aunque sea sin precedente en cuanto a la cantidad de personas que han escogido cruzar fronteras de manera colectiva, el éxodo actual de personas y familias en su mayoría de Honduras, y también de El Salvador, no es algo extraordinario o excepcional. Al contrario, es parte de una movilidad forzada ya bien establecida en el pasado reciente. Sin embargo, esta movilidad había sido poco visible fuera de momentos de “crisis”, como también fue novedosa la llegada y contención de un número significativo de niños y niñas de origen centroamericano en la frontera de Estados Unidos en 2014-2015. Que la gente se mueva ahora de esta manera colectiva no es menos que una clara demostración del grado de deterioro en seguridad humana y gobernanza en Honduras y El Salvador, y también de las condiciones inhóspitas y realmente peligrosas que se encuentran al cruzar la frontera de México. Entonces cabe preguntarse, cuando hablamos de una “crisis” migratoria, ¿de qué estamos hablando?
Pareciera lógico que un éxodo de esta escala difícilmente puede entenderse desde el imaginario tradicional o hasta romántico de la migración en esta región, del anhelado sueño americano. Sin embargo, en su respuesta el gobierno mexicano se aferra a una categorización cada vez menos viable, de personas migrantes y refugiadas, distinguiendo así entre quienes merecen y no merecen protección. Esta categorización está relacionada con el papel de la frontera misma. Puede parecer contradictorio que las fronteras tengan la doble función: humanitaria, por un lado, y de promulgación de seguridad nacional por el otro, pero en realidad son dos funciones inseparables. Como ha observado Walters (2011), el hecho de que algunas fronteras se conviertan en espacios de compromiso humanitario, es porque el acto de cruzar estas fronteras se ha transformado en una cuestión de vida y muerte para algunas personas.
Estas tensiones se reproducen claramente en México, pero no sólo en sus fronteras, sino también hacia adentro; México podría, de hecho, verse como un país que actúa como una gran frontera, un país-frontera. Lo primordial para México, por la fuerte presión ejercida por sus vecinos del norte, aún es poder controlar la migración de personas centroamericanas a lo largo de su territorio. Justificar políticamente estos controles migratorios en medio de una migración forzada que es histórica pero ya de gran escala, requiere indiferencia de parte del gobierno ante el nivel y el impacto del deterioro en la seguridad en estos países centroamericanos. La política de asilo en México es un mínimo simbólico, que permite que el gobierno cumpla con sus compromisos “humanitarios” internacionales, pero que de ninguna manera se ajusta a la necesidad de protección en la región. El sistema es altamente discrecional, y el número de solicitudes de asilo otorgadas son poco significativas al lado de las cifras de deportación.
Estas cuestiones políticas afectan el contexto en que las personas se mueven, sus decisiones, pero más allá, afectan su experiencia física y emocional, y el daño asociado; esta binaria política-personal, gira en torno a quién se mueve, y dónde. En nuestro propio trabajo sobre movilidad y migración en la región, hemos visto que lo que subyace en la dinámica político-personal es la marginalidad: en el ámbito personal, la crisis se experimenta como marginalidad, es decir, la crisis es la marginalidad (por su inextricable relación con la movilidad forzada y la migración irregular), mientras que en el ámbito político funciona al revés: la marginalidad es la crisis, una lógica que se materializa en la contención y la repulsión de los no deseados (sea por ejemplo, por clase o raza). De esta manera, la movilidad se convierte en un problema, tanto político como personal, cuando se le asocia con la marginalidad.
Es importante recordar que las experiencias personales de movilidad y marginación no comienzan ni terminan en las fronteras, ni surgen repentinamente como una crisis política. La vida sucede a través del movimiento; el hecho de migrar no es notable, lo que preocupa es cómo los regímenes de movilidad personales y políticos se relacionan con la precariedad y el daño. Visto desde la experiencia vivida, las “crisis” más bien pueden verse como luchas prolongadas de supervivencia. La movilidad que se vive es un proceso profundamente histórico, personal y condicionado, y la movilidad precaria está salpicada de momentos de crisis o ruptura: puntos de inflexión en los que se toman decisiones cruciales. Estas rupturas, que son económicas, personales y políticas, se viven como experiencias emocionales, de frustración, incertidumbre, desesperación y resolución.
La vida adulta de Teresa, una mujer salvadoreña de 40 años, ha sido desde cierta mirada una historia de migración: de migrar a sus 22 años a Estados Unidos, de ser deportada después de varios años al intentar llegar a Canadá, de salir de nuevo dos años después sólo para ser detenida en México y deportada, y finalmente de migrar otra vez en 2012, rumbo a Estados Unidos. Pero realmente su historia no es esto. Su historia es de la violencia de pareja que llevó a su hermano a traerla a vivir con él a Miami; es de la “desesperación, la depresión” para ella y su hijo al haber sido deportados a un país que les era hostil y desconocido; es la de la decepción que sintió al llegar a El Salvador y que su familia no la dejaba ocupar la casa cuya construcción ella había pagado desde Estados Unidos; es la impotencia y rabia de sentirse “una pordiosera” obligada a rogar a su familia que le ayudara (“nunca decía yo no, y cuando yo vine, me da la espalda todo mundo… yo sentía odio, yo sentía coraje, sentía todo contra mi familia”), y por eso ella y sus hijos tenían que moverse de casa en casa; es de miedo y frustración cuando las pandillas empiezan a extorsionarles, primero a su hijo y luego a ella, después de poner un puesto de venta de comida; es la de sentirse acorralada, y la de no poder estar quieta (“no sé cómo le voy a hacer hijo, pero uno de nosotros dos tiene que salir a ver qué hay ahí afuera, le digo, a ver si podemos sobrevivir de algo, porque aquí, vas a acabar muerto tú, voy a acabar muerta yo”).
Visto así, la esencia de la historia de Teresa no es la migración, tampoco es el refugio. Su historia es de incertidumbre, desesperación, inquietud; y de una creciente marginalidad e inseguridad. Es de sentirse atrapada por las circunstancias que la rodean (circunstancias afectadas sobremanera por el intervencionismo regional histórico de Estados Unidos), de enfrentar una fuerte ausencia de opciones de vida, y de tener que arriesgarse mucho en busca de un poco de seguridad y estabilidad. Entonces, Teresa ha vivido la movilidad como parte de complejas “crisis” personales, y muchas veces como una respuesta de último recurso.
Historias de supervivencia como la de Teresa pasan en generalmente desapercibidas, a medida que ganan terreno las crisis políticas, creadas para contener y repeler las “amenazas” percibidas. En contextos hostiles, la gente suele tratar de pasar inadvertida; moverse colectivamente en este contexto ¾como lo han hecho quienes integran este éxodo humano¾ es hacerse visible, y por lo mismo, exponerse. Desde el imaginario político, esta acción entonces se tuerce y se construye como crisis para un país, como algo amenazante e invasivo, cuando de fondo, es un grito de auxilio desde un colectivo marginado y expulsado. La supervivencia desde los márgenes se logra a pesar de los gobiernos de la región, y esto es un hecho digno de una profunda reflexión.
[*] El texto se basa en el capítulo de las mismas autoras: Rojas, M. y Winton, A. (2018) “Precarious Mobility in Central America and Southern Mexico: Crises and the Struggle to Survive”, en C. Menjivar, M. Ruiz, e I. Ness (eds.), The Oxford Handbook of Migration Crises, Oxford, Nueva York, disponible en <DOI: 10.1093/oxfordhb/9780190856908.001.0001>.