Dr. Rafael Loyola Díaz, Director General del CIESAS, 1996-2004

Jesús Ruvalcaba Mercado
CIESAS Ciudad de México


Dr. Henri Poupon, Dr. Rafael Loyola Díaz y la maestra Aleksandra A. Iciek.
Fotografía de Jesús Ruvalcaba Mercado.

Hace alrededor de dos meses coincidí con el Dr. Rafael Loyola en el velorio de Juan Manuel Pérez Zevallos. Como casi siempre, tal cual yo lo traté y prefiero recordarlo: sonriente, con planes al futuro, interesado por lo que pasa en el Centro y con empatía por los miembros que lo conformamos. Me llamó la atención que acudiera, porque yo lo hacía radicado en Tabasco y porque se juntaron tres personas que en algún momento tuvieron ese alto cargo: él, la Dra. Teresa Rojas Rabiela y la Dra. América Molina del Villar. Sí, tres en ese alto cargo en un velorio que, incluso en condiciones normales, no es algo común.

Sin ser amigos cercanos, puedo decir que gozaba de su amistad y que ese día hicimos planes para vernos y comer, como solíamos hacer en varias ocasiones mientras estuvo al frente del CIESAS y después. Ese día comentó que ya radicaba en la gran ciudad y que, por lo tanto, podríamos reunirnos tan pronto acordáramos la fecha. No hubo tiempo por desgracia.

Su gestión como director la evaluaron en su momento la comunidad y el Conacyt; no es mi papel. Así que mi memoria me dirige a una experiencia que vivimos junto con otras personas y que me hace pensar en aquel dicho, más que cierto, de que “cuando te toca aunque te quites y cuando no te toca aunque te pongas”. ¡Qué gran verdad!, creamos o no en el destino.

Mientras duró su cargo, el Dr. Loyola y quien firma tuvimos diferencias de diversa índole, pues en algún periodo fui parte de la CAV del SUTCIESAS. Por lo mismo, en ciertas ocasiones tuve que asistir a juntas del sindicato con la Dirección General y, no era raro que se suscitaran discusiones fuertes, a menudo acaloradas aunque debo añadir, igualmente respetuosas. Una vez zanjadas las diferencias nunca hubo resentimiento.

En 2003 o 2004 hicimos un recorrido por la Huasteca. Una mañana, temprano, de forma inesperada, en un encuentro de pasillo me soltó luego del saludo: “Doctor, ¿cuándo me invita a la Huasteca?”. La verdad es que me sorprendió aunque yo lo tomé como un simple comentario sin mayor intención como había pasado con otras autoridades previamente. “Póngale fecha”, contesté por no dejar y ¡ah caray!, luego de consultar su agenda con Tere Roano, ella me habló esa misma mañana para acordar fechas, duración, itinerario, cuestiones de logística pues. Salimos el día acordado e, invitado por él, nos acompañó el Dr. Henri Poupon a quien ya conocía porque como Director del ORSTOM nos había apoyado sin remilgos en varias ocasiones para la celebración de los encuentros de investigadores de la Huasteca, o con publicaciones sobre la misma región. Así que para mí fue otra grata sorpresa. Recuerdo también que el Dr. Loyola designó al operador, quien casi al final del recorrido comentó que nunca imaginó que el viaje sería tan pesado, tanto por la intensidad de las actividades como por lo dificultoso de las carreteras y caminos rurales por los que transitamos (dijo algo así como “Cuando solicitaban los vehículos, yo imaginaba que venían de vacaciones”). Ni el Dr. Loyola ni el Dr. Poupon expresaron alguna queja sobre caminos, comidas o alojamientos. Por el contrario, me parece que lo disfrutaron por las razones que haya sido.

En la región se incorporaron personas del Colegio de San Luis, en su propio transporte. Recuerdo a la maestra Lydia Torre, entonces Secretaria Académica del ColSan, con quien también ya habíamos colaborado en diversas ocasiones. Al segundo o tercer día de trabajo, luego de visitar Tancoco, su fosa y cascada entonces no contaminadas, se despidieron aduciendo cargas de trabajo. Nosotros tres más el operador continuamos con el itinerario. Fuimos a la comunidad de Tecomate, en donde producen, comercian y venden la “cerámica chorreada”, típica y exclusiva de los teenek. Además, tiene un gran significado, desde su elaboración hasta el decorado, pues todo tiene que ver con el maíz. Para nuestra gran fortuna, justo ese día una señora iba a quemar las piezas porque hacía buen sol, no soplaba viento fuerte y la humedad era relativamente baja, condiciones ideales para quemar. Fue toda una experiencia porque esa loza se moldea a mano sin torno, y se cuece al aire libre sin horno. Según indicios de manera muy parecida a como se elaboraba en la época prehispánica (esta actividad la estudió luego Fátima Caballero Rincón, en cuya tesis se profundiza sobre este tipo de artesanía ). Tanto el Dr. Loyola como el Dr. Poupon quedaron impresionados, y este último exclamó: “Estas piezas, esta cerámica es de las más hermosas que he visto” y ambos compraron varios objetos que esa familia había elaborado para su venta en el tianguis semanal.

Seguimos el viaje hacia la Huasteca hidalguense y veracruzana: Huejutla, Chicontepec y Hueycuatitla, comunidad en donde residía entonces la maestra Aleksandra A. Iciek, becaria de intercambio originaria de Polonia adscrita al CIESAS. Ahí fue tomada la foto que acompaña el texto. Lo que quiero resaltar es la actitud de ellos dos. Es obvio que ambos contaban con mucha más experiencia profesional y altos cargos en instituciones de gran prestigio académico. Con esas credenciales, que duda cabe, otras personas se habrían conducido con presunción o altanería ante una extranjera mucho más joven que ellos, becaria por añadidura. Por el contrario, véase en la foto su actitud: como alumnos aplicados, muy atentos, que escuchan, aprenden de alguien con mayor conocimiento. ¡Qué lección de sencillez! ¡Y qué reunión al aire libre! Duró casi tres horas, lapso en que la acosaron con preguntas y más preguntas hasta que todos, cansados, fuimos luego a comer bocoles y agua de fruta que habían preparado Aleksandra y doña Antonia, una curandera tradicional de la localidad. Además, ella cultivaba su milpa, de la cual cosechó el maíz, frijol, chile y tomatillo con lo que nos brindaron ese banquete sencillo y suculento.

A la mañana siguiente, regresamos por la carretera de Poza Rica a Tulancingo y ciudad de México: además de nosotros tres y el operador nos acompañó Aleksandra que venía a la ciudad para los trámites que le pedía la SRE. A media sierra, en una parte muy fragosa, ocurrió el percance por el que relaciono el adagio anterior. En una curva cerrada, de frente venía una pipa cargada de combustible cuyo chofer perdió el control al tomar esa curva y sólo de último momento logró evitar caer al precipicio, aunque las ruedas delanteras quedaron volando. Adelante nuestro había un carro con una familia con rostros pálidos. Rápidamente, coincidimos en que dada la pendiente y lo estrecho de las curvas antes del percance, había que alertar a los que bajaban para así impedir o tratar de impedir que chocaran contra la pipa con riesgo de causar una enorme explosión. Era el caso. Corrí carretera arriba con un trapo rojo en la mano y vaya coincidencia: justo el siguiente vehículo que bajaba era otra pipa con material inflamable, que a duras penas pudo disminuir la velocidad y quedar a escaso par de metros de la pipa que tenía media caseta volando en el barranco. Una vez colocadas las apropiadas señales de peligro, los demás conductores frenaron con precaución, hicieron fila y comenzó el atasco. Yo regresé con el grupo para ver qué pasaba allí.

Pasados unos instantes, de alguna manera el Dr. Loyola logró que se moviera el vehículo al frente nuestro para dejar apenas el espacio entre el risco y la pipa accidentada para sortear el nudo que taponaba la carretera. Al librar el paso, les dije que esperasen un poco para regresar el trapo rojo que el ayudante del pipero me había facilitado para avisar del peligro mientras él sacaba los señalamientos preventivos adecuados. “¡Qué trapito ni qué trapito! –dijeron casi al unísono- Vámonos a la de ya”. Así que salimos lo más rápido posible, todos callados hasta que pasados sus buenos veinte minutos comenzaron las bromas para despejar la tensión… y el susto. Es verdad: todos los presentes nos atemorizamos pero por fortuna no nos pasmamos.

El resto del camino ya entre comentarios y chascarrillos nos percatamos de cuán cerca estuvimos de un desastre, quizá de la muerte, lo cual no nos impidió parar a comer y tomar algo, pues como también dicen “Las penas con pan son menos”. Lo último del viaje que no se puede olvidar fue que al arribar a la caseta de Pirámides, desde allí hasta Indios Verdes nos tomó casi 3 horas debido a un accidente y también al embotellamiento cotidiano de esa entrada. No sé cómo recordó cada quien el asunto. Para mí representa un momento memorable con el Dr. Loyola, quizá por el peligro acaecido, por su ecuanimidad ante incomodidades, percances y su disposición abierta al aprendizaje. Igualmente por la acción emprendida y la parte jocosa del asunto.

Descanse en paz, querido Dr. Rafael Loyola Díaz.