Disgresiones sobre un campo de estudio en desarrollo.
Los estudios sobre poblaciones de origen asiático. Una mirada como exalumna del CIESAS.

Dahil M. Melgar Tísoc[1]
Museo Nacional de las Culturas del Mundo-INAH

Entre 2011 y 2013 estudié la Maestría en Antropología Social en el CIESAS Unidad Ciudad de México, en la línea de investigación Etnicidad, Diversidad cultural y poder, y tuve como director de tesis al doctor Shinji Hirai y como asesor al doctor Santiago Bastos. En el CIESAS encontré inspiración y cobijo para desarrollar una investigación multilocal en Japón y Perú sobre la migración de peruanos con y sin ascendencia japonesa a Japón. Un tema un poco alejado de las poblaciones y escenarios de estudio habituales de la antropología mexicana. Afortunadamente como este número especial del Ichan lo trasluce, los estudios antropológicos sobre poblaciones de origen asiático, hechos desde México, es un campo creciente de investigación y el CIESAS ha formado parte activa de esto través de sus docentes y estudiantes.

A modo de situar un punto de partida, comenzaré por señalar cuatro características generales presentes en el campo de los estudios sobre poblaciones de origen asiático en México y América Latina. Posteriormente, abordaré cómo se insertó mi investigación frente a estas características y las maneras en que se vio influenciada por mi formación en el CIESAS. Finalmente, cerraré el texto con uno de los puntos que abordé en mi investigación de campo desarrollada en el CIESAS. Sea este un ensayo sobre algunos elementos de provocación en el sentido de diálogo disciplinar, más que un artículo con respuestas. 

Cuatro aristas de los estudios sobre poblaciones de origen asiático

A grandes rasgos, los estudios sobre poblaciones de origen asiático en América Latina hechos en la región comparten cuatro características generales que permiten situar el horizonte de partida en este campo de estudios.

Primera. El predominio de los abordajes históricos. No obstante que han crecido las investigaciones antropológicas, la mayoría de los estudios aún son de corte histórico centrado en el origen y desarrollo de estas migraciones, la inserción económica de los migrantes y la movilidad socioeconómica intergeneracional, o bien, la historia de vida de algunos de sus miembros (en su mayoría de varones con perfiles protagónicos: grandes empresarios, líderes comunitarios, representantes institucionales o sujetos con poder). Sin embargo, un desafío que enfrentan este tipo de estudios es trascender de la narración histórica –enunciado como conjunto de acontecimientos– que prescinde de un tamiz interpretativo o problematizador.

Segundo. En contraparte, también hay investigaciones antropológicas en las que el presentensimo etnográfico  también entendido como “el aquí y el ahora de la descripción empírica” (Vázquez, 2016) pierde dimensión interpretativa al no dialogar con las raíces históricas que explican e interpelan diversos sucesos o dinámicas observados en el presente. De allí la importancia de no desestimar los aportes que el enfoque diacrónico “propio” de nuestra “mirada disciplinar” puede ofrecer.

Tercero. La mirada orientalista, en el sentido de Edward Said. Entre los estudios basados en las narrativas subjetivas –no exclusivamente antropológicos ya que, como algunos autores han señalado (Shore, 2006), desde hace décadas la antropología social perdió la especificidad de su método como principio de identidad disciplinaria– con facilidad se encuentran abordajes idealizados, exotizantes u orientalizadores sobre estas comunidades. Ya sea que sobredimensionen las relaciones afectivas que los descendientes tienen con el país de origen de sus ancestros o que presenten sucesos y prácticas culturales ancladas a tiempos de ritualidad específicos como prácticas habituales o cotidianas. Este tipo de estudios, a su vez, prescinden de la premisa constructivista de la tradición siempre en transformación como si la performatividad y los contenidos de las tradiciones (japonesas, chinas, coreanas, etcétera) de los migrantes y sus descendientes en México y otros países de América Latina no hubiera cambiado en el curso de la historia o de las vivencias personales y colectivas de sus miembros. O que éstas se hubieran remodelado también a partir de los recursos, las culturas, los signos y prácticas del entorno local y nacional o incluso emergido como nuevas prácticas culturales. Sobre este punto, en los últimos años, en Perú se ha posicionado la idea de una cultura nikkei,[2] con influencia japonesa, pero independiente y sobre todo distinta de ella, y, por lo tanto, con un lugar propio como producción cultural.

Cuarto. Ciertos grados de nacionalismo metodológico.[3] Si bien todo estudio de migraciones internacionales o de comunidades de origen extranjero parte de una noción de deslocalización geográfica de los sujetos y las culturas, el estudio de los vínculos entre poblaciones que atraviesan espacios nacionales suele restringirse a la relación país receptor-país de acogida. Atendiendo pocas veces las formas de conexión transnacional entre los coétnicos que no necesariamente se conectan de manera activa ni directa con el país de origen. Un ejemplo es la “conciencia diaspórica” que articula de manera transversal a descendientes de japoneses (nikkei) y chinos (tusan)[4] situados en las múltiples geografías de las comunidades chinas y japonesas de ultramar. La pertenencia a la diáspora se sustenta en las narrativas de un pasado común de desplazamiento y de vivencias colectivas de agravios icónicos o tensiones con las comunidades locales en el pasado (por ejemplo, las campañas anti-japonesas de la Segunda Guerra Mundial o la sinofobia de principios del siglo XX); pero también de historias de éxito y progreso colectivo forjado a través de los valores heredados y las costumbres adquiridas en el nuevo entorno. Este cúmulo de elementos y vivencias sustenta narrativas pan-identitarias que construyen afinidad y mutuo reconocimiento entre descendientes nacidos en el extranjero. Estas pan-identidades no desestiman las singularidades culturales e identitarias nacionales, regionales o locales entre los nikkei y los tusan de diversas geografías, pero enfatizan que, más allá de estas diferencias, hay un entramado de hilos compartidos que permiten tejer identificaciones étnicas que trascienden las fronteras nacionales.

Descrito lo anterior, ¿Podían pensarse las migraciones japonesas a México, en Perú o cualquier otro país en América Latina sin considerar la escala continental de estos flujos? O ¿Podían estudiarse las relaciones interétnicas que atraviesan estas comunidades sin considerar la construcción discursiva de la idea de diáspora o las narrativas pan-identitarias entre los nipo-descendientes?

Mi mirada sobre estas problemáticas estaba (y continúa) fuertemente influenciada por un acercamiento con las discusiones del pensamiento latinoamericano las cuales me hacían sentir afinidad hacia los abordajes desde una mirada continental. De allí que en el curso tanto de mi investigación de licenciatura (Melgar, 2009) como en la de maestría (Melgar, 2015) me interesó analizar cómo los migrantes japoneses y sus descendientes eran interpelados, pero también interpelaban, los proyectos de Estado-nación y los idearios estatales de población nacional (mexicana, peruana y japonesa). Asimismo, la relación cambiante que los Estados ya mencionados habían tenido sobre los desplazamientos transpacíficos de japoneses y las formas y dispositivos de gobierno que se han promovido sobre estas poblaciones. Todas ellas políticas modeladas por diversos contextos geopolíticos más allá del Estado-nación; por ejemplo, la conformación de Japón como imperio en disputa con Occidente, la hegemonía estadounidense sobre la política continental en América Latina o el impacto de la Segunda Guerra Mundial en la conformación de narrativas panamericanas en contra del Eje y sus connacionales.[5] A su vez, la reproducción global del capital japonés de la década de los sesenta en adelante impactó sobre la conectividad simbólica y tangible entre las comunidades de nipo-descendientes en el continente americano. El desarrollo de los corredores industriales japoneses en América Latina y los entramados institucionales que se generaron alrededor de éstos permitieron agilizar y abaratar los contactos y la circulación de personas y mercancías con matrices, tanto en Japón como en otras plantas o subsidiarias ubicadas en la región. Las empresas multinacionales y transnacionales japonesas, además de fomentar la circulación de personal japonés, abrieron bolsas de trabajo para nipo-descendientes en puestos administrativos, de traducción o mediación entre las cúpulas japonesas y las bases de trabajadores locales. Esta conectividad permitió que las comunidades de origen japonés, antes desarticuladas por las fronteras nacionales, se vincularan y visibilizaran entre sí.

En las investigaciones que he llevado a cabo sobre estos temas, me ha interesado documentar –en la medida de lo posible– una aproximación menos romantizada sobre la comunidad como construcción ideal. Por esta razón, estudiar qué contiendas y desigualdades había en estas comunidades debido a las imbricaciones entre clase social, generación, género y mestizaje ha sido un punto central de mis trabajos.

Huellas del CIESAS en mi investigación

Puedo decir que en el CIESAS encontré mucho aliento, impulso e ideas que me ofrecían mis profesores para realizar el estudio que me proponía. Si bien mi investigación se nutrió de distintas huellas y cursos, comentaré solo algunos.

De mi línea de investigación, mis profesoras (Aída Hernández, Rachel Sieder, Mariana Mora, Teresa Sierra y María Bertely) y mi asesor (Santiago Bastos) me brindaron diversos elementos para repensar las relaciones del Estado con la etnicidad (desde distintos ámbitos: desde la clásica formación estatal de la alteridad o el papel del Estado y las leyes en la “creación”, “negación” o “reconocimiento” de etnicidades y, en contraparte, las contiendas que actores y comunidades emprenden por su reconocimiento y derecho a la diferencia, así como el acceso a derechos y a la justicia. Mientras que mi director de tesis (Shinji Hirai) con quien ya venía trabajando desde la tesis de licenciatura me ofreció herramientas conceptuales e interpretativas para pensar mi investigación desde la migración de retorno transgeneracional y el papel de la nostalgia entre las generaciones de descendientes. Sobra decir que también alimentó mis observaciones de campo a través de su mirada como nativo y antropólogo y me brindó apoyos logísticos y materiales para hacer viable mi trabajo de campo.[6]

A su vez, la clase de Antropologías del mundo, impartida por Roberto Melville, situó algunas discusiones beneficiosas –como la dicotomía norte-sur en la producción antropológica de fronteras locales o internacionales de los trabajos de campo– para quienes en mi generación (2011-2013) planeábamos realizar trabajo de campo en el exterior (España, Panamá, Jamaica y Japón-Perú).

A muy grandes rasgos, la dicotomía norte-sur en el ejercicio de la antropología (Lins y Escobar, 2009) considera que entre los países del Norte Global y los del Sur Global se han desarrollado “territorios” de estudio de distinto alcance. Mientras que las primeras han tenido una mirada global en la que no hay una (aparente) frontera o límite territorial para realizar una investigación; las segundas, han tenido un desarrollo local (por no utilizar el adjetivo “provincial” que los autores usan y que puede tener otras connotaciones) centrado en el estudio de sus propias poblaciones nacionales y generalmente vinculado a la agenda pública estatal sobre éstas.

Aunque esa aparente globalidad de las antropologías del Norte tampoco es inocente y está fuertemente vinculada al desarrollo y ejercicio de poder y formas de gobierno en el orden mundial. Desde el estudio de poblaciones o países sujetos a una relación de dominio colonial o postcolonial hasta su relación con las agendas de contrainsurgencia en el marco de la Guerra Fría, los intereses geopolíticos u otras formas de ordenamiento contemporáneo del mundo.

Sin embargo, si partimos de pensar que en las antropologías del Sur Global hay un “constreñimiento nacional” en las fronteras de los territorios (reales o ficticios) a indagar ¿también habrá actores o sujetos de estudio “típicos”, “propios” o “ideales” de la disciplina modelados por el cascarón de la nación? En el entendimiento disciplinar clásico de la antropología mexicana se menciona coloquialmente que hay tres actores ideales de estudio: las poblaciones indígenas, el campesinado y las clases populares. Claro está que el espectro de actores que la antropología mexicana ha estudiado es mucho más amplio y heterogéneo. No obstante de esto, aún prevalecen ciertas construcciones (aún entre colegas) sobre qué poblaciones de estudio son las propias (en el sentido de “nuestras”) o las indicadas para “la profesión”.

En el curso de mi formación de grado (licenciatura) como antropóloga tomé como tema de estudio las migraciones japonesas a México, el impacto de los flujos globales japoneses sobre las comunidades o enclaves históricas, y las narrativas pan-identitarias a las que se adscribían los nikkei mexicanos. En las retroalimentaciones continuamente surgía la idea de algunos de mis profesores de que las poblaciones de origen extranjero eran para la historia o la sociología. No para la antropología. En el trasfondo, de alguna manera subyacía la idea de que se trataba de poblaciones entendidas como ajenas al espectro de lo “nacional” (mexicano); lo que además implicaba sugerir que los nipo-mexicanos no son mexicanos, y que heredan un estatus de permanente extranjería. Estas ideas me causaban desconcierto en mi proceso de convertirme en antropóloga, pues pareciera que la población de estudio que uno elegía pesaba más para determinar si una investigación tenía cariz antropológico que la conjunción del uso de temáticas, herramientas y categorías de indagación antropológicas.

En el CIESAS no encontré reparo sobre las poblaciones de mi interés o las que mis compañeros deseaban estudiar en el extranjero. Siempre hubo mucha apertura y aliento al respecto. Aun frente a la ansiedad que algunos profesores sintieron durante el primer coloquio del posgrado (antes de salir a trabajo de campo) cuando escucharon varias propuestas de trabajo de campo internacional.  ¿Sería prudente “soltarnos” como alumnos en países en los que habría poca comunicación con nosotros o seguimiento de nuestros pasos, y en los que nuestros profesores no iban a poder viajar a “echarnos un ojo”? ¿Eran viables estas investigaciones frente al presupuesto limitado que podía brindarnos la institución a través de su sistema de becas y complementos?

Si bien se generaron varias inquietudes entre los profesores durante ese primer coloquio recibimos un voto de confianza y la rienda necesaria para realizar los trabajos de campo –nacionales e internacionales– que nos habíamos propuesto. Esa confianza fue retribuida en los resultados de cada una de las investigaciones.

Las anteriores dos secciones que al momento he introducido en parte explican y sitúan el mirador general desde el cual articulé la investigación que realicé en el CIESAS. Ahora comentaré sólo un punto introductorio sobre las contiendas étnicas que desarrollé en mi investigación en el CIESAS. Sirva esta introducción como una provocación de una discusión más amplia que puede consultarse en extenso en el libro de mi autoría Entre el centro y los márgenes del sol naciente. Los peruanos en Japón (Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Pacarina del Sur, 2015), con base en mi tesis de maestría.[7]

El retorno a la tierra ancestral

Se calcula que actualmente hay 2.3 millones de nipo-latinoamericanos que descienden de las migraciones japonesas de finales del siglo XIX a la fecha y que son denominados bajo el etnónimo nikkei(jin). Esta categoría, impulsada por el Estado japonés después de la Segunda Guerra Mundial, tenía únicamente una función denominativa de lazo étnico para denominar a los descendientes de japoneses nacidos en el extranjero. Si bien nació como categoría estatal, posteriormente sería reapropiada por los nipo-descendientes como forma de autoadscripción étnica y transformada en el apócope nikkei. Sin embargo, en 1990 adquiriría una connotación legal cuando se vinculó a la reforma migratoria impulsada ese año y la cual perfiló el ingreso y estancia legal de hijos y nietos de japoneses nacidos en el extranjero para desempeñar trabajos de cuello azul.

Hasta entonces, la migración legal de extranjeros a Japón se restringía a migrantes que desempeñaban servicios profesionales o científicos especializados, visas de entretenimiento (fuertemente vinculadas al comercio sexual), visas nupciales (especialmente enfocadas en la migración de mujeres asiáticas para contraer matrimonio con campesinos japoneses y contener “el despoblación del campo”) y visas de entrenamiento técnico a través de las cuales han migrado trabajadores internacionales de cuello azul.[8] Es así que estos  más 90 años después de iniciadas las migraciones japonesas hacia América Latina[9] inició un flujo inverso de retorno transgeneracional, en el cual no eran los migrantes japoneses los que retornaban a la “patria”, sino de sus descendientes quienes se encaminaban al país de origen ancestral.

Sin embargo, la reforma migratoria japonesa de 1990 impactó de diversas maneras en la comunidad de origen japonés en Perú, la segunda más grande en la región. Por un lado, porque la reforma coincidió con el tránsito del cierre del primer mandato de Alan García (1985-1990) y el inicio del decenio de Alberto Fujimori (1990-2000) en medio de una continua sucesión de crisis económicas e hiperinflaciones y de la turbulencia del conflicto armado interno entre el Estado peruano, el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru y Sendero Luminoso.

Bajo ese escenario convulso –prolongado durante veinte años– fue atractivo migrar a Japón, un país que ofrecía una migración legal y una remuneración más alta que la de los otros destinos migratorios a los que se dirigían los peruanos (Estados Unidos, España, Italia y Chile). Pero también sobre el que se habían construido imaginarios y romantizaciones personales y colectivos sobre la tierra de origen de los ancestros, su orden, modernidad y etiqueta.

Dado que para migrar legalmente a Japón era suficiente con demostrar de manera documental ser hijo o nieto de un japonés a través del registro familiar japonés de ascendencia y descendencia (koseki) diversos nipo-peruanos que habían permanecido al margen de la comunidad podían ser reconocidos legalmente como nikkei por una instancia mayor, el Estado japonés prescindiendo de la construcción social y cultural de la etnicidad y su reconocimiento comunitario.

Esto generó que las fronteras de la etnicidad en la comunidad de nipo-peruanos se volvieron tensas entre quienes se consideraron nipo-descendientes “verdaderos” y, como tales, con derecho legítimo de retornar a Japón y quienes fueron considerados por ellos personas ajenas a la comunidad que se “beneficiaron” de la ley migratoria. A los que se sumaron los casos de “falsos nipo-descendientes”.

El primer grupo estaba compuesto por nipo-peruanos que participaban de manera activa y visible de la colectividad japonesa en el Perú y de sus instituciones sociales o educativas; por lo que ellos y sus familias eran socialmente identificables por el colectivo. La idea de “legitimidad étnica” también implicaba la conservación (en distintas escalas) de los diácritos primordialistas de la etnicidad: apellidos japoneses u okinawenses, la cartografía corporal esencializadora de la etnicidad: ojos rasgados, cabello lacio, cierta estructura corporal y pigmentación de la piel, así como la autopercepción de clase media como un atributo socioeconómico de grupo.[10]

En oposición, los nipo-peruanos retornantes que no habían participado de los entramados sociales del colectivo habían desarrollado su vida en un contexto más peruano que japonés y, por lo mismo, no sintieron la necesidad de acercarse a las asociaciones nipo-comunitarias. Otros se distanciaron de ellas al sufrir actos de discriminación por factores económicos o debido a su grado de mestizaje. Al respecto Milton Yinger señala que el énfasis de los lazos étnicos puede variar de acuerdo con las experiencias individuales, llevando a que alguien abrace fervientemente su identidad étnica mientras que otra persona la retoma de forma más tenue (Yinger, 1986, pág. 27). Los nipo-peruanos alejados de los entramados institucionales no compartían los habitus sociales y culturales de la comunidad, pero también, en su mayoría eran mestizos, por lo que no conservaban o tenían desdibujados los diácritos primordialistas o esencializados de la etnicidad ya mencionados. Por lo tanto, eran vistos con recelo por los sectores más conservadores de nipo-descendientes reluctantes al mestizaje.

A este flujo migratorio también se sumaron peruanos sin ascendencia japonesa que migraron como cónyuges de nipo-peruanos; otros ingresaron mediante visas de entrenamiento técnico o como turistas y tras vencerse sus visas permanecieron indocumentados. Mientras que otros más compraron o robaron apellidos japoneses u okinawenses. La venta de apellidos implicaba que una familia nipo-peruana incorporara a alguien a su registro familiar japonés (koseki) en calidad de nuevo miembro o en suplantación de algún familiar vivo o muerto. Esta operación también incluía las adopciones contractuales de adultos (yoshiengumi) basadas en una antigua tradición japonesa de incorporar un adulto varón (mukoyoshi) a un linaje familiar y mediante la cual el adoptado era registrado con el apellido de los adoptantes.[11]

A veces te duele, porque uno llega con tanto sacrificio a este país y de repente encuentras en el periódico [que] este señor robó el apellido, nos afecta no solamente como persona, también el apellido utilizado de mala forma. Si la persona fuera trabajadora y nadie nunca se entera de que utilizó el apellido tuyo para trabajar, pero si utiliza tu apellido para robar hay bastantes problemas […]. Hay gente que ha llegado con el apellido que han comprado y han hecho su árbol genealógico dentro de la rama de su familia y lo han registrado, retirando a los verdaderos nikkei, sin tener ellos sangre japonesa, y han dejado en la calle a los verdaderos descendientes

(Fragmento de entrevista a mujer, peruana, nipo-descendiente mestiza con experiencia migratoria en Japón, Ciudad de México, 2012).

De acuerdo con Álvaro del Castillo, en la década de 1990 la venta de apellidos rondaba entre los 500 y 2 000 dólares; pero algunos compradores revendían los apellidos adquiridos para recuperar su inversión. A su vez hubo quienes robaron apellidos buscando en las actas de defunción municipales, en los archivos del Museo de Inmigración Japonesa de Lima o sacando genealogías completas a partir de las lápidas de las tumbas familiares (Del Castillo, 1999, pág. 124).

A quienes accedieron al reconocimiento de la etnicidad legal sin ser descendientes de japoneses se les llamó peyorativamente nikkei chicha, bamba, truchos o falsei.[12]

Conforme las prácticas de fabricación legal de la etnicidad incrementaron los filtros migratorios también reprodujeron (informalmente pues no era una norma establecida) la verificación de diacríticos corporales como elemento de autenticidad étnica. Esto llevó a poner en duda la autenticidad de nipo-descendientes mestizos –entre ellos, afro-nipo-peruanos– así como incrementó la práctica de rasgar los ojos en quirófano y obtener así una apariencia más “oriental”.

Cuando fui a sacar la visa para Japón no quisieron dármela. “No hay ningún descendiente negro”, me dijeron (fragmento de entrevista, hombre, peruano, descendiente nipo-mestizo, ciudad de Toyokawa, prefectura de Aichi, Japón, 2012).

La reforma de 1990 edificó un perfil étnico de idoneidad migratoria a fin de conciliar las necesidades de fuerza de trabajo en nichos concretos de producción con déficit de trabajadores con el ingreso de una población considerada étnicamente afín a la japonesa. Los nikkei a quienes esta reforma migratoria invitaba a migrar al país de sus ancestros fueron idealizados como agentes migratorios que no generarían “choques culturales” ni se erosionaría la estructura social de Japón como una nación homogénea, a diferencia de otros flujos internacionales. Sin embargo, como diversos autores han anotado (Roth, 2002; Tsuda, 2003; Takenaka, 2009; Melgar, 2015) los nipo-latinoamericanos que migraron a Japón en el marco de esta ley resultaron no ser “tan japoneses” como las autoridades migratorias hubieran esperado. Al contrario, más allá de tener apellidos japoneses, un registro familiar japonés o atributos esencializados de la etnicidad, predominaban las huellas culturales de sus respectivos países de nacimiento y crianza en América Latina. A su vez, que se generó un proceso de reafirmación de la identidad nacional como reacción a diversas experiencias de exclusión o discriminación laboral, y de la desilusión de no haber recibido el reconocimiento y aceptación de la sociedad japonesa debido a los lazos étnicos comunes.

A su retorno a Japón los nikkei que se acogieron a la política migratoria serían denominados dekasegi. Una categoría que tiempo atrás había sido utilizada para denominar a los japoneses que en siglo XIX migraron del campo a la ciudad, y posteriormente se utilizó para nombrar a quienes se encaminaron hacia las Américas. No obstante, estas migraciones lejos de ser temporales, se convirtieron en migraciones permanentes por lo que hay que subrayar el hilo histórico y la recursividad de una categoría que conecta a los dekasegi del siglo XIX con los dekasegi que, casi un siglo después, emprendieron un trayecto inverso, de América Latina hacia Japón.


Bibliografía

Del Castillo, Álvaro. (1999), Los peruanos en Japón. Tokio: Gendai Kikakushitsu.

Iwamoto, Hiromitsu.  (1999), “Nanshin. Japanese Settlers in Papua and New Guinea. 1890-1949”, en The Journal of Pacific History. Canberra: Australian National University.

Lins Ribeiro, Gustavo y Arturo Escobar. (2009), Antropologías del mundo: transformaciones disciplinarias dentro de sistemas de poder (pp. 25-56). Ciudad de México: Wenner-Gren Foundation for Anthropological Research, Universidad Iberoamericana, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.

Melgar Tísoc, Dahil. (2009), “El Japón transnacional y la diáspora nikkei. Desplegado de identidades migrantes en la Ciudad de México”, tesis de licenciatura. Ciudad de México: Escuela Nacional de Antropología e Historia.

——————– (2015), Entre el Centro y los Márgenes del Sol naciente. Los peruanos en Japón. Lima: Fondo Editorial de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y Pacarina del Sur.

Roth, Hothaka Joshua. (2002), Brokered Homeland. Japanese Brazilian Migrants in Japan. Ithaca: Cornell University Press.

Takenaka, Ayumi. (2009), “Ethnic Hierarchy and its Impact in Ethnic Identities: A Comparative Analysis of Peruvian and Brazilian Return Migrants in Japan”, En T. Takeyuki (ed.), Diasporic Homecomings: Ethnic Return Migration in Comparative Perspective (pp. 260-280). Standford: Stanford University Press.

Tsuda, Takeyuki. (2003), Strangers in the Ethnic Homeland. Japanese Brazilian Return Migration in Transnational Perspective. Nueva York: Columbia University Press.

Shin, Sumi. (2001), Global Migration: The Impact of Newcomers on Japanese Immigration and Labor Systems, en Berkeley Journal of International Law (Berkeley) vol. 19, núm.2, pp. 265-327.

Shore, Chris. (2006), “La crisis de identidad de la antropología: la política de la imagen pública”. Bricolage (Ciudad de México), núm. 6, pp. 58-65.

Vázquez Leon, Luis. (2016), “La historiografía de la antropología como historia: entre la pluralidad y ortodoxia extremas”, en Iztapalapa. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, vol. 37, núm. 81, https://revistaiztapalapa.izt.uam.mx/index.php/izt/article/view/52/116

Yinger, Milton. (1986), “Intersecting Strands in the Theorisation of Race and Ethnic Relations”, en J. Rex y D. Mason (eds.), Theories of Race and Ethnic Relations. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 20-41.

[1] Egresada de la Maestría en Antropología Social, CIESAS, Ciudad de México. Curadora e investigadora titular en el Museo Nacional de las Culturas del Mundo-INAH. dahil.melgar@gmail.com

[2] Nikkei es un etnónimo de autodenominación usado por los descendientes de japoneses nacidos en el extranjero.

[3] A principios del año 2000, Levitt y Glick Schiller promovieron la crítica a lo que denominaron el nacionalismo metodológico en los estudios migratorios, pues las dinámicas migratorias se estudiaban de manera localizada ya fuera como un fenómeno del país de origen (emigración) o del país receptor (inmigración). En contraparte, los estudios transnacionales permitían abordar los diversos vínculos que unían ambos espacios a través de la circulación de sujetos, bienes, capitales y contiendas de poder.

[4] Tusan es un etnónimo de autodenominación usado por los descendientes de chinos nacidos en el extranjero.

[5] En el contexto bélico de la Segunda Guerra Mundial y la adhesión de doce países de América Latina a la agenda Aliada en contra de los países del Eje –Bolivia, Colombia, Costa Rica, República Dominicana, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Haití, Honduras, Nicaragua, Panamá y Perú– se decretaron diversas medidas en contra de los japoneses y sus descendientes.

[6] Pude complementar gastos de mi trabajo de campo a través del proyecto “Construcción y efectos del miedo en la migración indocumentada: un estudio comparativo sobre fronteras, vulnerabilidades y subjetividades” (SEP-Conacyt) que el doctor Hirai dirigía, así como me facilitó el enlace con un profesor de la Universidad Metropolitana de Tokio para cubrir los requisitos de la beca mixta de movilidad internacional de Conacyt. Entre otros apoyos y respaldos más cotidianos.

[7]https://www.academia.edu/27823942/ 

[8] Desde finales de 1960 Japón impulsó una serie de programas de entrenamiento técnico (kenshusei), formalizados en el Acta de Inmigración de 1981, a través de los cuales jóvenes de países del Sur global (principalmente asiáticos) obtenían permiso legal para realizar una estancia de capacitación técnica en Japón, que contribuiría al desarrollo en sus contextos locales. Sin embargo, existen distintas críticas respecto a que el propósito real de este programa sea la tecnificación, pues las labores que suelen desempeñar no son especializadas. De allí que se sugiere que se trata de un eufemismo para no conceder la categoría de migrante laboral a trabajadores extranjeros de cuello azul. Los distintos ajustes que ha experimentado este programa han reforzado éstas percepciones; por ejemplo, en 1990, se redujo el número de horas de estudio en aula para incrementar las horas de trabajo productivo (Shin, 2001, pp. 315-316).

[9] Por orden de llegada: México en 1897, Perú en 1899, Bolivia en 1899, Chile en 1903, Panamá en 1904, Brasil en 1908, Cuba en 1916, Colombia en 1929 y Paraguay en 1936.  Si bien se señala que 1886 fue la fecha de ingreso de los primeros japoneses a Argentina, no se trató de un destino migratorio de ingreso colectivo ni directo desde Japón, sino de flujos translocales.

[10] En el mundo hay un arraigado imaginario social sobre las comunidades de origen japonés como un grupo étnico situado en una condición social y económica privilegiada (clases medias o altas), aunque su composición socioeconómica sea heterogénea. Tanto hay nipo-descendientes concentrados en sectores empresariales y políticos (algunos incluso en posiciones prominentes como el expresidente peruano Alberto Fujimori –hoy preso por delitos de lesa humanidad–), profesionales en todas las disciplinas como hay amplios sectores de nipo-descendientes quienes se ocupan en el pequeño comercio, la prestación de servicios no profesionales, la agricultura familiar y otras fuentes de autoempleo y trabajo informal. Si bien la heterogeneidad socioeconómica de cualquier comunidad podría parecernos obvia, sin embargo, el llamado milagro japonés de la postguerra (Segunda Guerra Mundial) en Japón y en el mundo edificó un imaginario social sobre la sociedad japonesa como una sociedad de clase media, con distancias socioeconómicas muy estrechas entre los percentiles de ingresos de la población. No obstante, este imaginario de un país de clase media es una ficción que ha tenido una gran eficacia como forma de poder suave de una nación proyectado hacia sus connacionales dentro de Japón y a su diáspora en ultramar, pues se asume como real y una característica “propia” de la sociedad japonesa. De allí que se haya vinculado etnicidad y clase social.

[11] Esta práctica, aún vigente en Japón, está relacionada con la importancia de la progenitura masculina en el manejo de la herencia, las tierras y los negocios familiares. Esto sobre todo ocurre en familias en las que únicamente hay herederas mujeres o en las que los hijos biológicos (ya sean hombres o mujeres) no son considerados por el padre aptos o con capacidades (de personalidad o aptitud, intelectuales o morales) para manejar el negocio familiar. En la actualidad incluso hay empresas encargadas de encontrar adultos adoptables de acuerdo con las necesidades de manejo patrimonial de una familia, entre las cuales incluye contraer nupcias con la heredera. Sin embargo, también hay casos de adopciones de adultos (sin fines matrimoniales) de personas vinculadas a una familia por lazos afectivo, ya sea de familias sin hijos o con hijos ausentes.

[12] Chicha, bamba y trucho son palabras que en Perú se utilizan para referir que algo es una falsificación o que no es legítimo, mientras que la palabra falsei, entrecruza las de falso y sei (generación), aludiendo a que a los nipo-descendientes se les nombra como nisei (segunda generación), sansei (tercera generación), yonsei (cuarta generación) y gosei (quinta generación); por lo tanto, los falsei son la generación falsa (Melgar, 2015).