Discurso del doctor Ángel Palerm con motivo de la creación del Centro de Investigaciones Superiores del INAH, y su nombramiento como primer director, en septiembre de 1973

Angel PalermÁngel Palerm en la Casa Chata, 1973. Cátedra Ángel Palerm, sección Galería 1

No faltaré ni a la costumbre ni a la verdad si digo que me siento profundamente honrado por este nombramiento. Me conmueve, en particular, la responsabilidad que se coloca ahora sobre mis colegas y sobre mí.

Como yo lo interpreto, y no creo equivocarme, se nos pide a los antropólogos un trabajo mucho más activo en el estudio de los problemas del país; una actitud más comprometida en los cambios que el país requiere; una vigorosa puesta al día de la voluntad de intervenir como actores críticos en la tarea de construir un país mejor.

Quisiera colocar estas responsabilidades, que tomo con alegría en nombre propio y en el de mis compañeros, en el contexto de algunos problemas actuales de la antropología y de México.

Una serie de violentas polémicas ha perturbado la antropología de todos los países durante los últimos años. Se afirma que es un producto inevitable de la estructura colonial. Se acusa a los antropólogos de servir, aun involuntariamente, a los intereses de los países metropolitanos y de las clases dominantes. Se llega a afirmar que todo estudio resulta en detrimento final de los pueblos y grupos dependientes, y que por ello la responsabilidad del antropólogo se resuelve mejor en la inactividad profesional y en la actividad puramente política.

Las causas de esta crisis son tan profundas, graves y complejas que nada se gana con atribuirlas ligeramente al desasosiego general de los tiempos y a la demagogia enajenante.

En efecto, son causas que llegan a los orígenes de la antropología, cuando los antropólogos sirvieron designios imperiales, enmascarados a menudo de mediadores amistosos y de protectores paternalistas. Son causas graves, porque a la reiterada complicidad en los esquemas de agresión imperialista, en el sureste de Asia tanto como en África y en América Latina, se contesta con vagas promesas de mejor conducta. Son causas complejas, porque los antropólogos estamos sumergidos, como todos, en nuestras propias culturas, y no somos, más que en limitada medida, agentes libres.

Ángel Palerm y Patricia de Leonardo en Casa Chata, 1973. Cátedra Ángel Palerm, sección Galería 1

El ojo de la tormenta en el vaso antropológico está, desde luego, donde debería estar: en Estados Unidos. No podría ser de otra manera, ya que ahí está el más poderoso de los estados imperiales. Los profesionales que se convirtieron en burócratas de la supervisión y control de los grupos dominados han estado por largo tiempo bajo el fuego de sus colegas y estudiantes. Mucho más lo están aquellos que, ingenua o perversamente, se dejaron envolver en proyectos como el Camelot, que acaba de dar sus frutos venenosos en Chile.

En México no estamos ausentes de estas crisis, ni somos inmunes a ellas. Por fortuna tampoco somos metrópoli imperial, ni colonia, ni campo abierto de batalla de los poderes mundiales. Somos un país todavía dependiente en su economía, en su ciencia y en su tecnología, y por ello extremadamente vulnerable. Somos un país que ha hecho y seguirá efectuando enormes esfuerzos para asegurar la paz, la justicia y la abundancia en una tierra violenta y pobre que ha sufrido y sufre opresiones y tiranías de propios y extraños.

Pero exactamente por todo esto, los ataques a la antropología, que en otros países se apoyan en realidades peculiares, en México deben buscar también los fundamentos y motivos propios. La crítica debe apuntar contra los verdaderos blancos y buscar los objetivos reales, sin dejarse alienar. Lo que afirmo, en definitiva, es que nuestra antropología debe ser condenada por sus errores y pecados propios, y no por los de otros. Hemos de aplicar con rigor la norma cardinal del método científico, usando para la crítica los instrumentos adecuados a cada realidad concreta.

Sería, seguramente, el colmo del absurdo repudiar los logros objetivos de la antropología extranjera, como se propone a menudo, y al mismo tiempo incorporar como válida una crítica que se ha desarrollado en otros países con características muy diferentes a las de México. La crítica alienada nunca despierta temores. Es la crítica realista y concreta la que resulta intolerable. Algunos de nosotros lo experimentamos en años de infortunado recuerdo, cuando se procuró callarnos y expulsarnos de los organismos académicos.

Digamos con claridad, por otra parte, que toda actividad científica verdadera es ya, en sí, una actividad crítica de carácter profundamente radical. El temor oscurantista y reaccionario a la antropología, como se presenta, por ejemplo, en los proyectos de desarrollo y en la resistencia opuesta a la labor indigenista, tiene su causa en el contenido objetivamente revolucionario de las ciencias sociales.

Lo que muchos de nosotros, estudiantes y maestros, hemos criticado con rigor en México, no es la actividad científica de los antropólogos, sino exactamente su falta de actividad en el campo de los problemas sociales del país; su alejamiento de las cuestiones candentes que afectan la vida de los mexicanos de hoy y el futuro del país; su escapismo, como colectividad profesional, de las luchas que alimentan la dinámica de cambios tan urgentes como inevitables. Las excepciones personales a esta huida en busca de refugios de indiferencia y de comodidad han sido tan escasas como notables y honrosas. Me alegra verlas bien representadas en este acto.

Yo no puedo ver en la ciencia y en la actividad profesional sino un aspecto de la división del trabajo en las comunidades humanas. No debe haber en el cultivo de la ciencia mayor privilegio que el de la inteligencia educada al servicio de fines sociales. Ésta es, creo yo, una postura radicalmente distinta de la vulgar contradicción entre ciencia pura y aplicada, y de la aún más burda entre ciencia burguesa y proletaria. La ciencia verdadera sirve siempre. Lo que evidentemente no sirve es esa parodia de ciencia social que se enmascara con retórica demagógica o se constituye en entretenimiento del ocio opulento.

El doctor Aguirre Beltrán recordaba los proyectos de muchos años, cuando estábamos seguros, como hoy, de que el camino en busca de la independencia científica y técnica no está en el repudio de lo que existe más allá de las fronteras de México. Esto sería insensato y autodestructivo. Nuestro camino es el del desarrollo de organismos propios, dedicados seriamente a la investigación y a la enseñanza superior, que pongan en las manos de los estudiantes y profesionales jóvenes los instrumentos del estudio y del conocimiento. Éstas son, a fin de cuentas, las únicas bases posibles de cualquier acción racional.

Los antropólogos hemos sido llamados a colaborar como científicos en una tarea de estudio de los problemas sociales del país. Se nos da amplísima y suficiente libertad académica para desempeñar la parte que nos toca en esta labor, dentro de normas de absoluta integridad científica y profesional. Lo demás nos corresponde a nosotros.

Hay raros momentos en la vida en que puede sentirse el pulso al ritmo acelerado de una extraordinaria coyuntura histórica. Creo que vivimos en México, ahora, uno de estos momentos afortunados. El Centro de Investigaciones Superiores del Instituto Nacional de Antropología e Historia nace bajo este espléndido augurio.

Nota: Las imágenes se reproducen con el permiso de la Dra. Patricia Torres Mejía, autora del libro Vida y obra de Ángel Palerm Vich (1917-1980).