Henry Moncrieff Zabaleta
Candidato a Doctor en Sociología, UNAM
Correo: henrymoncrieff@gmail.com | Instagram: @henrymoncrieff
–“Güey, tu cámara está muy perrona…”
–“Gracias. ¿Te la presto? Es una Fuji. ¿Quieres ver cómo funciona?”
–“¡Ah! Mejor no… Tú verás que todo está feo, yo quiero ver lo chido, con mis ojos”
Una sociología para ver con “otros-ojos”
Me hablaron mucho de las zonas marginadas del oriente de la Ciudad de México, todo las degradaba en el imaginario urbano, eran “lo peor”, también “lo más peligroso” o simplemente “están feas”. Cuando entré al terreno, en el año 2018, puedo confesar que en las primeras visitas me causaba cierto temor este lugar, asimismo yo tenía una estética ingenua, poco rigurosa y contemplativa. Quizás era algo romántico o de plano clasista, en resumen, venía de otro país para adentrarme en un México desconocido y yo mismo reproducía aquel “exotismo”, típico de un hombre de clase media que había estudiado fotografía en el extranjero. Por supuesto, dicha mirada exterior fue haciéndose más cauta y crítica en el tiempo, lo cual debo a los jóvenes de “La Desarrollo”, con los que compartí dos años de experiencias y anécdotas, ellos así llamaban y reconocían su vecindario, la colonia popular donde viven en Iztapalapa[1].
El presente ensayo plantea la sociología visual (Harper, 2012) como herramienta para desclasificar la violencia simbólica que había en mi mirada, a través de la crítica de los “ojos del otro”, es decir, los jóvenes que discutieron la documentación fotográfica que les presenté y que lograron resignificarla con contra-miradas alternativas y reflexivas. Esto me permitió romper mi prejuicio visual, sin duda lo tenía aun siendo antropólogo con cámara. En concreto, los varones jóvenes del oriente han sido injustamente demonizados en los discursos públicos. Por su dirección postal, son la “otredad urbana”: temida, expelida y peligrosa. En ellos recaen estereotipos y difamaciones que traslucen narrativas clasistas y racistas, de hecho, en la visualización hegemónica propia de las clases medias, son “rateros”, son “drogadictos”, son “narcomenudistas”, son “sicarios”, son “reguetoneros”, son “chakas”. Representan todo lo malo que hay en esta ciudad.
Estas imágenes eran constituyentes de la identidad de los jóvenes que iba conociendo, ya que a veces las naturalizan, internalizan y reproducen, al mismo tiempo, que las contestan y desafían, configurando así políticas de pertenencia en el barrio que pasan visualmente por lo moral y lo emocional[2]. Yuval-Davis (2010) señala la posibilidad de ir reconstruyendo y politizando la pertenencia cuando se movilizan los límites entre “nosotros” y “los otros” en el terreno cotidiano e identitario. Esto acontece en el marco de geografías imaginarias sobre la exclusión que caracterizan las áreas desfavorecidas del oriente como sinónimos de infierno social, de calamidades morales y violencias urbanas, en general, de zonas evitadas o donde no ir. Sin embargo, varias investigaciones empíricas han señalado que la estigmatización territorial involucra la activación y radicalización de diferencias sociales a lo interno del vecindario y entre sus habitantes (Wacquant, Slater, y Borges, 2014). En este caso, erosiona la imagen positiva que tienen los jóvenes de sí mismos y de sus prácticas, espacios, cuerpos, recorridos cotidianos y estilos de vida. Por lo cual, en el presente ensayo doy prioridad a una sociología con otros-ojos, evitando legitimar el discurso de control y la injusticia visual de aquellos estereotipos que presentan a los jóvenes del oriente como “otredad urbana”. Y en su lugar, pretendo hacer notar una política cotidiana donde desmienten el régimen de visualidad[3] que busca reducirlos y encapsularlos, así como dar cuenta de las demandas de respeto que inscriben en un vivo slang callejero y los modos de pertenencia de estos jóvenes, para ello utilizo mis propias fotografías como ilustración de sus espacios y señalo cómo me iban reorientando la mirada en el transcurso del trabajo etnográfico.
Provocando miedos, desatando certezas
Mediado por un ejercicio de foto-provocación, que realicé en un centro comunitario, pude evocar algunas narrativas, palabras y respuestas de siete jóvenes frente a las imágenes que yo les presentaba sobre el barrio donde viven. En principio, buscaba cualquier huella de resistencia, un discurso contra-estigma, y encontré, más bien, el funcionamiento estético de los miedos que organizan los sentidos del lugar. Paradójicamente, los sentimientos sobre “lo feo” les permiten abrir paso a la diferencia respecto a “los otros”, construyendo sentidos de pertenencia en el territorio que habitan. Ellos encontraban su barrio como tranquilo y pacífico[4] en la medida en que las fotografías eran acotadas sobre sus espacios, cuerpos, familiares, las cuales he decidido censurar por ética.[5] Pero cuando sentían mi mirada “exterior” reproducían la denegación simbólica de la zona, “el barrio está muy feo, es peligroso mi güero. Mira ahí ni se entiende que pedo”. (fotografía abajo)
Paisaje de Iztapalapa. Fuente: 2018/Archivo visual del trabajo de campo.
El crecimiento irregular del predio y la autoconstrucción progresiva de viviendas son un “sin sentido”, no se entiende y no es legible a nivel visual. Esta imagen, realizada por mí, alguien foráneo, representa para los jóvenes un plano estético “de turista”, simboliza cómo se ven a sí mismos y el barrio desde “afuera”. Considerando este punto de vista, ellos y su territorio son imprevisibles, temidos, aquello que no se divisa como punto de referencia positivo y que además no tiene orden claro y manifiesto. La narrativa asociada a la fotografía, por ende, es muy vulnerable a los discursos públicos, reproducen el estigma de los que son objeto. “Tierra de chakas” uno de ellos proclamó. Palabras más, palabras menos, el chacal es el personaje social que inspira el animal carroñero y depredador, al acecho entre las calles y listo para hacer daño. “Son narcomenudistas, ¿somos? [duda, ríe]” otro me dijo con vehemencia, intentando explicarme o dar coherencia simbólica a un paisaje repleto de traficantes de drogas. Lo chaka también es “lo feo” y “lo ñero” del territorio. La fealdad que hace “peligroso” el lugar donde se reside, por ende es performativa, genera miedos, más cuando son densos e indescifrables como la fotografía que les presenté. Por otro lado, mi clasificación güero (blanco) provocaba desconfianza y resquemor al hacer estas tomas panorámicas. “Te digo que ni sé, si andas de perro arrabalero ¿Yo qué, flaco? No sé, tus mamadas [tonterías], ¿Andas de turista? Pos’ órale que sí, que está pinche culero y feo donde vivo”. Yo provocaba miedo, mi presencia con cámara generaba sospecha e inseguridad, yo portaba desconfianza y lo empeoraba mi manera “exterior” de ver el mundo. Pero me advirtieron “Si lo miras desde afuera, está todo mal aquí, mi buen”. Me solicitaban acercarme con mejor voluntad al barrio. Entonces empecé por mostrarles mis recorridos en motocicleta fotografía abajo.
Recorrido en moto. Fuente: 2019/Archivo visual del trabajo de campo
Esta foto me hacía ver menos extraño, ya estaba “dentro”, podía ser ridiculizado al menos. “¡Al chile! Por esa calle matan, es pura tierra güero, al menos te subes en moto y te aprietas a otro güey”. En este contexto, se inscribe una reflexión popular sobre los sentidos de lugar, los jóvenes entrecruzan y hacen localizable una narrativa entre el miedo, el reconocimiento y el espacio. Estos discursos se mezclan hasta crear “un lugar” y maneras de transitarlo y vivirlo. Me explicaron que hay calles que, por sus condiciones de infraestructura (problemas de alumbrado, pavimentación…), deben ser evitadas por trasmitir sensaciones de peligro, y cuando no, al menos “apretarse”, pero esto sólo es para un tipo de personas, quienes “no pertenecen”. Quienes no tienen reconocimiento, viven con miedo, solo transitan las avenidas “seguras” y ello es especifico del cuerpo feminizado según el argumento de estos jóvenes. Me figuraban como güero, alguien falta de barrio, sin capacidad de movimiento y relegado a la parrilla de una moto, posición de la mujer en el imaginario machista, yo necesitaba protección. La calles se actúan e incorporan (se hacen cuerpo) con la separación moral entre quienes son débiles y fuertes, signo de masculinidad, de dominio sexista, de hacerse reconocido en el espacio público por el cuerpo y las posesiones materiales (la moto). Esto se aprecia en la capacidad de saludar valedores (amistades) que trasmiten la fortaleza física y social del reconocimiento. Consecuentemente, esta fotografía reporta certezas en los códigos callejeros, invitaba a los jóvenes a reflexionar sobre una realidad afectiva y moral que lo circunda, sobre los cuerpos fuera de lugar, sobre las motos como medio de transporte y las apropiaciones de las rutas para movilizarse. Para estos jóvenes, “su lugar”, el que se siente propio, acotado a donde se siente reconocimiento, viene acompañado de estas emociones masculinizantes, que evocan la seguridad necesaria para transitarlo, dejando “sin lugar” a los cuerpos “débiles” (debilitados en sus narrativas).
Recolocando miedos, haciendo chakas
“¡Cámara! Tú no eres castroso [fastidioso], acompáñame” me dijo aquel joven comerciante en el centro comunitario, “esos con los que hablas, son malandros, güey” me advirtió para apartarme de ellos. En este caso, la foto-provocación terminó provocando otra perspectiva, otra foto, otra mirada encadenada a la anterior. Terminé yendo al puesto ambulante donde mi nuevo amigo vendía anteojos, quería ver cómo él veía o desde dónde miraba (fotografía abajo). Hablábamos sobre su contemplación de “los chakas” que diario transitan frente a su puesto. Desde esta perspectiva, un chaka es un personaje socialmente construido como inferior y abyecto, es decir, que carece de valor. Puede ser un “vago”, alguien en estado “erizo” (sin dinero o en síndrome de abstinencia), con “mal gusto” (reguetonero) o un agente del “desmadre” o el caos urbano (escuchar música a alto volumen). Los chakas son personajes siniestros, depósitos simbólicos del mal. En tanto, los jóvenes trabajadores en nombre del bien y la dignidad (no robar), como mi amigo comerciante, pueden distinguirse, incluso pueden hacerse superiores y honestos frente a los demás.
Vista desde el puesto. Fuente: 2019/Archivo visual del trabajo de campo
De vuelta al centro comunitario, esta fotografía representa un punto de vista, habla de cómo y desde dónde se ve un “chaka-cualquiera”, los jóvenes se referían jocosamente al moto-taxista en la imagen. Me explicaban que el peligro puede venir de cualquier parte, les genera ansiedad. Ser víctima de un delito es ser víctima de un chaka cualquiera. El dispositivo de distinción que implica tal fantasma, permite a los jóvenes sentirse seguros, domesticar la inseguridad con imaginación. El proceso depende de ir recolocando miedos, sobre todo, en las personas que consideran inferiores. No quiero decir con esto que no exista violencia real en la colonia. Tristemente y de modo cobarde, días después de la foto-provocación, un cartel del narcotráfico asesinó a tiros a uno de los participantes de esta investigación. Un “ajuste de cuentas” me dijeron sus amigos para no darme más detalles. El temor al chakal es un régimen de verdad, realmente existe, se apersona y en cualquier momento. Ciertamente, el miedo se necesita como sutura a estos eventos traumáticos, para digerir emocionalmente y darle coherencia simbólica a estas violencias desmedidas.
Dispersando estigmas, “Los otros” de la otredad
Estos siete jóvenes estaban hastiados de que los fotografiaran, muy conscientes, sabían que cargaban el peso de una identidad sobre-representada y exagerada. Entre las anécdotas, comentaban que en el pasado habían sido fotografiados, encuestados y controlados por medios internacionales, turistas extranjeros, estudiantes universitarios, académicos, policías, trabajadores sociales y otros “curiosos”. En la visión exterior, son portadores de la “Iztapalapa violenta”, una imagen devaluada que la clase acomodada quiere inscribir en los jóvenes que residen en el oriente de la ciudad. Aun así, no se dejan amilanar por este régimen visual, incluso han monetizado del mismo, de hecho pueden ganar dinero de la pornografía de la violencia (Bourgois, 2005). Por lo pronto, algunas políticas de pertenencia y resistencia traslucen en este ejercicio de foto-provocación un respiro para ellos, algo inusual, ya que no aparecen sus rostros, pero sí sus voces y clasificaciones sobre mi mirada “fuera de lugar”. El método visual permitió indagar y conocer de qué maneras el espacio local es apropiado a través de fronteras morales y emocionales, proceso correlativo a la revaloración del lugar. En efecto, querían una transformación de mi mirada “de turista” y habían desmentido gran parte de mis privilegios y violencias para producir fotografías con carácter de verdad, a través del sentido que le dan a sus espacios y contexto cotidianos.
Bajo el símil poscolonial de Bhabha (1983), es necesario romper con la visualidad fija que hace de la “otredad urbana” un fetiche en sí mismo. El estereotipamiento es homogeneizar, reducir y negar la diferencia de los jóvenes de sectores populares porque son precisamente “diferentes” y deben entenderse a su manera, resaltando subjetividades, emociones e identidades con la cualidad de ser profundamente escurridizas, ambiguas y ambivalentes ante los estigmas de los que son objeto. Desde fuera, estos jóvenes y sus territorios son “el Otro”, desde adentro, ellos construyen “Otra-otredad”, diseminando estereotipos, pero también reproduciendo la mirada clasista y racista por medio de la abyección social. Queda pendiente discutir más esta figura juvenil del chaka y sus efectos en la legitimación moral que tienen las desigualdades en la Ciudad de México.
Por otro lado, en una sociedad cada vez más visual, somos testigos de una circulación vertiginosa de imágenes en redes sociales. Hay urgencia de hacerse selfies, imágenes propias y sin intervención del fotógrafo, agente externo de una visión del sí mismo. Estos cambios societales inauguran la era de post-fotografía, en la que las fotos dejen de tener la magia de un recuerdo; cambiado su función, son ahora simples mensajes para intercambiar (Fontcuberta, 2010). Precisamente, en la arena virtual, los jóvenes de barrios populares aún tienen mucho que decir, la irrupción del internet en la vida cotidiana ha democratizado, hasta cierto punto, la circulación de sus imágenes y producciones culturales. Esto es una oportunidad de replantearse como personas de respeto y con igualdad moral. En videollamada vía WhatsApp, en medio de la contingencia por el Covid-19, uno de los jóvenes me solicitó mostrar una última foto en este artículo. Conclusión: “Esa me gusta, la del tatuaje está chida, déjales ese mensajito carnal. Creen que nosotros ‘tamos tristes. ¿No tenemos derecho a ser felices?”
Tatuaje chido. Fuente: 2019/Archivo visual del trabajo de campo
Bibliografía
Bayón, M. C., y Saraví, G. A. (2018), “Place, Class Interaction, and Urban Segregation: Experiencing Inequality in Mexico City” en Space and Culture, vol.21, núm. 3, pp. 291-305. https://doi.org/10.1177/1206331217734540
Bhabha, H. (1983), “The Other Question: The Stereotype and Colonial Discourse”, Screen, vol. 24, núm. 6.
Bourgois, P. (2005), “Más allá de una pornografía de la violencia. Lecciones desde El Salvador”, en F. Ferrándiz y C. Feixa (eds.), Jóvenes sin tregua. Cultura y política de la violencia, Barcelona, Anthropos, pp. 11-34.
Fontcuberta, J. (2010), La cámara de Pandora: La fotografí@ después de la fotografía. Barcelona, Gustavo Gili.
Harper, D. (2012), Visual Sociology, Nueva York, Routledge.
Sayer, A. (2005), “Class, Moral Worth and Recognition”, en Sociology, vol. 39, núm. 5, pp. 947-963. https://doi.org/10.1177/0038038505058376
Tagg, J. (1993), Burden of Representation: Essays on Photographies and Histories. Minneapolis, University of Minnesota Press.
Ticineto, P., y Halley, J. (eds.) (2007), The Affective Turn, Durham/Londres, Duke University Press.
Wacquant, L., Slater, T., y Borges, V. (2014), “Territorial Stigmatization in Action”, en Environment and Planning A: Economy and Space, vol. 46, núm. 6, pp. 1270-1280. https://doi.org/10.1068/a4606ge
Yuval-Davis, N. (2010), “Theorizing Identity: Beyond the «us» and «them» Dichotomy”, en Patterns of Prejudice, vol. 44, núm. 3, pp. 261-280. https://doi.org/10.1080/0031322X.2010.48973
- Hablo de “los jóvenes” haciendo referencia a los varones entre 15 y 23 años que entrevisté en el trabajo de campo, entre mayo 2018 y abril 2020 (interrumpido por la contingencia sanitaria del Covid-19) en una colonia popular del oriente. Esta investigación forma parte del proyecto de investigación doctoral “¡Yo soy de aquí, no sale de mí!”. Jóvenes y pertenencia en un barrio estigmatizado. Ciudad de México” dirigido por la Dra. María Cristina Bayón (Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM). ↑
- Para la dimensión moral fue consultado el trabajo de Sayer (2005) y en la dimensión emocional fue revisada la compilación de Ticineto y Halley (2007) ↑
- Entiendo por régimen de visualidad, todo el contexto discursivo e institucional donde se presentan imágenes fotográficas como “evidencias” que permiten legitimar desigualdades y divisiones sociales. Esto describe el montaje de una visualización “fija” de la otredad, que soporta todo el peso de un régimen indiscutido de verdad (Tagg, 1993: 6) ↑
- Bayón y Saraví (2018) describen esta ambivalencia social en los sentidos del lugar que construyen los jóvenes de las colonias populares, en la periferia oriente de la Ciudad de México. ↑
- Para mantener reservada la identidad de los jóvenes y sus rostros, me reservo de no incluir estos materiales visuales tan personales. Tampoco se utilizan nombres propios o seudónimos. ↑