Defender el territorio cuerpo-tierra de las mujeres. Propuestas de (contra)cartografías desde la geografía feminista

Giulia Marchese
Doctorante Estudios Latinoamericanos UNAM | giulia.marchese11@gmail.com


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“Contracartografías” Créditos: GeoBrujas – Comunidad de Geógrafas

Introducción

Lo que no se puede medir, no existe. Lo que no existe, no aparece en los mapas. Si bien los estudios críticos se han enfocado en poner en duda los marcos de medición, y de visibilización, oficiales y legitimados desde el Estado, es preciso hilar desde los distintos métodos puestos en campo, por un lado, para la producción de datos sobre violencia, en específico violencia contra las mujeres, y por el otro, las categorías analíticas propuestas para registrar, sistematizar y analizar estos datos. La recolección de datos sobre violencia contra las mujeres ha sido impulsada por el movimiento feminista a través de herramientas multimetódicas, a partir de las cuales la medición del fenómeno ha sido clave para entenderlo e impulsar acciones para erradicarlo. A través de la medición estadística, tanto el Estado mexicano como organizaciones de mujeres y la academia, han presentado datos que permiten representaciones cartográficas de las distintas manifestaciones de violencia contra las mujeres para entender su prevalencia, tendencia y distribución espacial. Sin embargo, se evidencia que los datos carecen de perspectiva interseccional, lo que impide entender a profundidad el contexto de violencia, así como las distintas formas de agravio y afectación. Es preciso cuestionar la cartografía oficial a través de contracartografías críticas desde contextos locales, por los cuales la propuesta de poner al centro el territorio cuerpo-tierra de las mujeres se vuelve imprescindible para analizar el despliegue de la violencia entre escalas geográficas, a partir de la experiencia de las mujeres en el contexto de talleres participativos.

La violencia en México ha tomado un papel central en la vida de las mujeres durante los últimos años, y por eso nuestras estrategias para enfrentarla. Las prácticas espaciales para luchar contra la violencia de género van desde lo más visible, como protestas callejeras, marchas y graffiti, a lo más invisible y subterráneo, como el trabajo psicoemocional colectivo e individual a través de diferentes técnicas y prácticas. En este marco, los académicos críticos ubican las temporalidades de la violencia durante la llamada «guerra contra las drogas» en lugares específicos marcados e individualizados como violentos pero militares. Situar la percepción de las mujeres y la experiencia de la violencia significa expandir las temporalidades y los espacios de guerra a nuestros lugares más íntimos y comunitarios, ubicuos. Para ello, para hacer frente a este fenómeno estructural e histórico, los movimientos sociales feministas se han centrado en proponer creativa y críticamente desde América Latina prácticas para entender, analizar y erradicar todas las formas de violencia como el acoso sexual, la violencia emocional, abuso sexual, secuestro, trata de personas, violación y feminicidio. Entre estas prácticas podemos localizar prácticas de mapeo, sea a través de tecnologías espaciales y talleres de (contra)cartografía participativos, en los cuales las mujeres generan diferentes tipos de mapas para mostrar la distribución espacial de todas las manifestaciones de la violencia en diferentes escalas, desde el cuerpo hasta el escenario internacional.

¿Cuáles son los objetos geográficos esenciales para analizar la violencia de género? ¿Qué objetos geográficos pueden convertirse en elementos cartográficos? Hablando cartográficamente, la violencia no puede reducirse a un punto flotando en un mapa, correspondiente al espacio de una acción, pero necesitamos reflexionar críticamente sobre nuevas formas de recopilación de datos, análisis y visualización de lo que sentimos y vivimos colectiva y personalmente. Llamo a la acumulación y el ensamblaje de la violencia como una «cadena de valor» en los cuerpos femeninos, nombrando la distribución de la violencia en el espacio como una «geopolítica de la violencia» (Marchese, 2020).[1]

Si la violencia sexual es permeada de una razón geopolítica, íntimamente conectada con la razón cartográfica, a través de un proceso de documentación no oficial y mapeo participativo detectamos cómo el daño se entierra en los territorios de las mujeres como un continuum entre cuerpos y tierras que ellas habitan; que somos.

Metodología feminista en acción

La metodología de investigación feminista busca analizar críticamente los procesos de producción y reproducción política de la violencia en los cuales los cuerpos femeninos son involucrados no sólo como “víctimas directas” sino también como víctimas indirectas, sobrevivientes, defensoras y ciudadanas en su conjunto. Éstas exigen justicia por la violencia extrema sufrida por sus seres queridos, las integrantes de sus comunidades u otras personas con quienes se solidarizan. Pero también son víctimas o sobrevivientes de otros tipos de violencias menos visibles o más ordinarias, o bien por organizarse para exigir justicia, o por el hecho de ser mujeres, mujeres indígenas, afro o campesinas, mujeres sobrevivientes y defensoras en contextos en los cuales tal situación las hace blanco privilegiado de violencia. Desde la producción estadística oficial, se establecen categorías analíticas –prevalentemente desde el derecho penal– que buscan clasificar las violencias en escalas desde las “menos graves” hasta las “más graves”, como son el homicidio y el feminicidio. La metodología feminista, implementada a través de talleres, busca que sean las propias mujeres participantes quienes identifican tanto las violencias que sufren –individual y colectivamente– como los actores responsables de su perpetuación. Además de buscar con ello construir conocimientos localizados basados en sus experiencias, los talleres buscan ofrecer bases para fortalecer las luchas políticas y jurídicas de las mujeres involucradas. Es en ese entender que los talleres se conciben como un proyecto de co-labor (Leyva et al., 2018).[2] La producción colectiva de conocimientos situados sobre las violencias y sus afectaciones y la construcción de categorías para nombrarlas y analizarlas críticamente permitiría a las mujeres participantes, tanto crear o fortalecer sus vínculos organizativos, como precisar y robustecer la agenda de sus reclamos, en particular comprendiendo la violencia no sólo a partir de casos de violencias extremas, sino como parte de un sistema de violencia y de generación de (in)justicia, fundamentado en y reproducido por relaciones estructurales de poder de carácter desigual.

En el espacio de los talleres, nos preocupamos por construir un espacio lo más libre y seguro posible para la expresión individual y la construcción colectiva de conocimiento. La herramienta fundamental que permitió construir un espacio tal fueron los mapas participativos concebidos desde la escala tanto local territorial como corporal colectiva,[3] que hicieron posible que las participantes mismas ilustraran, localizaran, clasificaran, e interpretaran sus experiencias “resonantes” de violencia y de búsqueda de justicia a través de trabajos grupales en el cual yo estuve involucrada. En estos contextos, intentamos seguir las pistas sugeridas por Gladys Tzul Tzul, en diálogo con Francesca Gargallo, en cuyas palabras: “‘entre escuchar decir y hacer decir’ estriba la diferencia entre aprender con respeto del conocimiento de una mujer y explotar su saber; en el primer caso se recibe una información espontánea, de atención a la persona que habla, en el segundo se le induce una respuesta”.[4]

Los mapas participativos concebidos desde la escala del cuerpo tienen como fundamento, en primer lugar, la crítica geográfica a la cartografía en perspectiva histórica, según la cual los mapas, en palabras de Denis Wood, “funcionan al servicio de intereses […] encarnados en el mapa como presencias y ausencias”, lo cual ilustra una “selectividad interesada” de aquello que queda o no incluido en el espacio y que luego el mapa naturaliza a través del “sistema de signos en el cual se inscribe”.[5] Históricamente, los mapas, en especial aquellos producidos o avalados oficialmente por el Estado, han ostentado un monopolio sobre el territorio, codificado en un plano bidimensional comprensible y apropiable para pocos. De ese modo, se puede decir que han despojado a la gente común de la posibilidad de construir referencias espaciales fuera de la cuadrícula cartográfica, y que al hacerlo pueden haber servido de instrumento de negación o invisibilización de ciertas presencias y luchas, generando con ello exclusiones, conflictos y violencias.

El proceso de cartografía participativa tiene el propósito de desafiar ese monopolio de visualización, clasificación y apropiación del territorio, haciendo asequibles los mapas como herramienta de documentación no oficial que permite hacer visibles o dar mayor importancia a los temas o características excluidos o minimizados por los mapas. Pero, como todo proceso de mapeo, éste conlleva el riesgo tanto de fijar y naturalizar esas características y restarles su carácter dinámico o mutante, como de exponerlas y, por ende, hacerlas vulnerables en contextos de violencia, discriminación u opresión.

Contracartografías

Dar visibilidad a algo no es suficiente, hay que cuidar lo que se ve y organizar estrategias para revertirlo. La geografía es un conocimiento sintético que necesita ser alimentado por diferentes disciplinas para generar un punto de vista sobre la espacialidad de un fenómeno social o los fenómenos sociales que producen el espacio. Un punto de vista es un aspecto estructurado que ya trae consigo un esquema de traducción y codificación de la realidad. Contracartografía significa construcción colectiva de un punto de vista propio, situado y crítico para el registro de la afectación por determinados fenómenos sociales, como es la violencia contra las mujeres.

Los mapas que proponemos se basan, en segundo lugar, en el concepto de interseccionalidad procesual y escala sintética que explicamos a continuación. Para comenzar, con el concepto de interseccionalidad (Crenshaw, 1989)[6] buscamos enriquecer y complejizar la perspectiva feminista. Proveniente de la crítica jurídica que busca desenmascarar las exclusiones, discriminaciones y jerarquías que el derecho con frecuencia alienta, la interseccionalidad se usa para entender las múltiples discriminaciones simultáneas a las cuales pueden estar sujetas las personas, dependiendo de sus condiciones estructurales e identitarias, pero también contextuales. Proponemos una lectura de la interseccionalidad como ensamblaje de condiciones experienciales,[7] como un proceso que muta al paso de la experiencia vivida y del contexto social e histórico.

En efecto, existe un riesgo de leer la interseccionalidad como si estuviera en un plano cartesiano, que dibuja un mapa de nuestras identidades como el mero resultado de un cruce vectorial entre las variables “x” y “y” y que, como todo mapa, naturaliza las producciones sociales, políticas e históricas y las convierte en representaciones fijas del mundo. Desde otra disciplina, la filosofía, Siobhan F. G. Mc Manus alerta sobre “el fallo teórico que […] se genera al reducir la posición de cada ser humano, su trayectoria e historia de vida, sus identidades, sus corporalidades y su posición de sujeto en una suerte de vector”.[8] En contraste, desde la geografía crítica feminista y antirracista, proponemos pensar la interseccionalidad en términos procesuales, como una maquinaria en movimiento que fabrica cuerpos con identidades contextuales, históricas y situadas.[9] Esto nos conduce a colocar el cuerpo como escala fundamental de análisis, siendo el cuerpo nosotras mismas, nuestra experiencia vital, nuestro territorio político -siguiendo a Gómez Grijalba.[10]

Recorrer el espacio analítico de la investigación en términos de un itinerario corporal -como lo pone Esteban-[11] hace posible no sólo desenterrar las historias de vida, sino localizarlas y politizarlas y, con ello, analizar críticamente las relaciones intra e intergrupales, institucionales y estructurales que producen o facilitan las violencias, obstaculizan las luchas por la justicia y la verdad, y, por ende, fomentan la impunidad. Pensar y sentir el cuerpo como ensamblaje significa no solamente pensarlo como una construcción discursiva sino también material, ya que, en palabras de McDowell: “el mismo cuerpo está construido a través del discurso público y prácticas que ocurren en diferentes escalas espaciales”.[12] Adicionalmente, desde las prácticas políticas feministas latinoamericanas y su crítica a la geografía feminista anglosajona, proponemos que el cuerpo sea tomado como una escala de análisis sintética,[13] lo cual significa que a través suyo pueden abordarse no sólo las problemáticas individuales sino también las colectivas. De hecho, los colectivos son también cuerpos, que se relacionan estrechamente con los territorios que habitan, y que materializan o encarnan la organización y las luchas políticas y jurídicas que llevan sus integrantes.

Para poner en práctica la noción de cuerpo colectivo, uso las herramientas analíticas del feminismo comunitario producido desde Guatemala y Bolivia, y en especial de la defensora comunitaria y pensadora maya-xinca Lorena Cabnal.[14] Más allá de considerar el territorio como mera superficie de inscripción del daño psico-social individual, rescatamos las cosmovisiones indígenas latinoamericanas, al considerar el territorio como cuerpo y tierra colectivos, objeto de despojo tanto histórico como actual. Desde este planteamiento, cuerpos y tierras deben ser entendidas como parte de un universo local no fragmentado, capturado por la categoría de territorio cuerpo-tierra, que abarca las categorías tanto de territorio-cuerpo como de territorio-tierra.[15] A la hora de (re)pensar las violencias y sus impactos, esto implica concentrarse no solo en casos aislados de violencias extremas contra cuerpos o de despojos de tierras, sino comprender esos casos como parte de violencias estructurales más amplias contra los territorios de las comunidades en los que se inscriben.

Conclusiones

La violencia de género contra las mujeres es una violencia estructural fundamentada en el sexo y en el cuerpo sexuado de las víctimas y sobrevivientes. Una violencia que históricamente se ha mantenido constante y en coyunturas específicas se ha recrudecido y transformado. Lejos de ser una violencia aleatoria, la violencia sexual contra las mujeres y contra otros grupos subordinados se inserta en una economía política de las diferencias de sexo-género, raza-etnia, clase-estatus social, que ubica a esos grupos en una posición de precariedad o discriminación estructural, y que tiene implicaciones como la relegación de las mujeres al trabajo doméstico y su no remuneración, la restricción del acceso a ciertas actividades productivas, espacios públicos o de ciudadanía de grupos indígenas o afro, o de clases subalternas, etc.[16] En lugar de fragmentar el análisis espacial, la comprensión cabal de la situación de estos grupos -de las violencias que experimentan y los daños que sufren- exige incluir los espacios privados o privatizados -apolíticos- a los que se ven relegados, así como los espacios públicos o comunitarios de los que se ven excluidos, e interpretarlos en conjunto con aquellos afectados por las violencias más visibles o extremas.

En el marco de esta lectura de la violencia en términos de continuidad espacial, la violencia de género no se despliega como una violencia individual que “se acaba” en el cuerpo de la víctima, sino que se caracteriza por ser un tipo de violencia que multiplica sus efectos, estrategias y fines políticos más allá del cuerpo violentado. La violencia contra las mujeres tiene el efecto -y en muchos casos el objetivo explícito o implícito- de aniquilar a toda la comunidad, desarticulando el tejido organizativo y los lazos vitales, e impidiendo su (re)constitución.

Si tomamos el cuerpo colectivo como clave analítica para repensar la violencia y sus impactos, ello puede y debe tener también implicaciones en el modo en el cual comprendemos la recolección de datos. La lucha colectiva de las mujeres pasa por el autocuidado, la justicia comunitaria, el fortalecimiento y la resiliencia de sus organizaciones. Y también en muchos casos tienen como paradigma de justicia oficial uno mucho más robusto y exigente que la producción de resultados judiciales, que comprende que las violencias continuarán pasando siempre y cuando no se generen condiciones transformadoras de las estructuras que las hacen posible y las facilitan. Tanto para las posturas feministas que defienden el uso del derecho oficial como para aquellas que enfatizan las justicias comunitarias o autónomas, hacer justicia desde el cuerpo colectivo significa abordar la “continuidad entre territorio-cuerpo y territorio-tierra” (Marchese, 2019)[17] para construir una memoria comunitaria, así como para proponer formas colectivas y transformadoras de reparación y de reforma institucional y social que pongan fin a la violencia.

Bibliografía

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Marchese, Giulia (2020), “Subvertir la geopolítica de la violencia sexual: una propuesta de (contra)mapeo de nuestros cuerpos-territorios”, en Delmy Tania Cruz Hernández y Manuel Bayón Jiménez del Colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo (coords.), Cuerpos, Territorios y Feminismos. Compilación latinoamericana de teorías, metodologías y prácticas políticas, Abya Yala, Instituto de Estudios Ecológicos del Tercer Mundo, Libertad bajo palabra, Misereor, Bajo Tierra Ediciones.

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  1. Marchese, Giulia (2020), “Subvertir la geopolítica de la violencia sexual: una propuesta de (contra)mapeo de nuestros cuerpos-territorios”, en Delmy Tania Cruz Hernández y Manuel Bayón Jiménez del Colectivo Miradas Críticas del Territorio desde el Feminismo (coord.), Cuerpos, territorios y feminismos. Compilación latinoamericana de teorías, metodologías y prácticas políticas, Abya Yala, Instituto de Estudios Ecológicos del Tercer Mundo, Libertad bajo palabra, Misereor, Bajo Tierra Ediciones.

  2. Leyva, Xochitl, et al. (2018), Prácticas otras de conocimiento(s): entre crisis, entre guerras, tomos I y II, Clacso.
  3. Debo la propuesta de trabajar con mapas participativos a distintas escalas geográficas, y especialmente en la escala corporal, al trabajo activista desarrollado desde hace años en conjunto con otras integrantes de GeoBrujas –Comunidad de Geógrafas, entre las cuales se rescatan los diálogos y el trabajo conjunto con Karla Helena Guzmán, Esperanza González, Gabriela Fenner, Valeria Ysunza, Nadia Matamoros, Frida Rivera, Karina Flores y Adriana Cantarell–. Como lo veremos con mayor detalle en el último capítulo, en el análisis comparativo de los talleres con enfoque territorial participó Gabriela Fenner Sánchez, coautora de una cartilla que estamos preparando para resumir y difundir los resultados de los talleres diseñados y puestos en práctica en el marco del proyecto Documenta desde abajo, coordinado por María Paula Saffon, Mariana Mora, Mayra Ortíz y Giulia Marchese.
  4. Diálogo personal entre Francesca Gargallo y Gladys Tzul Tzul sostenido el 3 de diciembre de 2011 y referenciado en Gargallo, Francesca, Feminismos desde Abya Yala. Ideas y proposiciones de las mujeres de 607 pueblos en nuestra América, Medellín, Desde abajo, 2012), p. 51.
  5. Wood, Denis (1992), The Power of Maps, Nueva York, The Guildford Press, pp. 1-2.
  6. Crenshaw, Kimberlé (1989), “Demarginalizing the Intersection of Race and Sex: A Black Feminist Critique of Antidiscrimination Doctrine, Feminist Theory and Antiracist Politics”, en University of Chigago Legal Forum, vol. 8, núm. 1.
  7. Marchese, Giulia (2019), “Del cuerpo en el territorio al cuerpo-territorio. Elementos para una genealogía feminista latinoamericana de la crítica a la violencia”, en Entre Diversidades, vol. 2, núm. 13, julio-diciembre.
  8. Guerrero Mc Manus, Siobhan (2019), “Transgeneridad y transracialidad: contrastes ontológicos entre género y raza”, en Diánoia, vol. 64, núm. 82, pp. 3–30, mayo-octubre.
  9. Como se sugiere también desde la crítica decolonial o el feminismo negro, pensando en términos de la sexualización de la raza y la racialización del sexo (Viveros Vigoya, 2009: 8). Ver Viveros Vigoya, Mara, 2009, «La sexualización de la raza y la racialización de la sexualidad en el contexto latinoamericano actual”, en Revista Latinoamericana de Estudios de Familia, Centro Editorial de la Universidad de Caldas, v. I, fasc.
  10. Gómez Grijalva, Dorotea (2012), Mi cuerpo es un territorio político, Brecha Lésbica. Disponible en https://brechalesbica.files.wordpress.com/2010/11/mi-cuerpo-es-un-territorio-polc3adtico77777-dorotea-gc3b3mez-grijalva.pdf
  11. Esteban, Mari Luz (2013), Antropología del cuerpo. Género, itinerarios corporales, identidad y cambio, Barcelona Edicions Bellaterra.
  12. McDowell, Linda (2000), Género, Identidad, Lugar: un estudio de las geografías feministas, Madrid, Ediciones Cátedra, p. 35.
  13. Ver nota 6.
  14. Cabnal, Lorena (2019), “Acercamiento a la construcción de la propuesta de pensamiento epistémico de las mujeres indígenas feministas comunitarias de Abya Yala”, en Feminismos diversos: el feminismo comunitario, Madrid, ACSUR-Las Segovias, disponible en: https://porunavidavivible.files.wordpress.com/2012/09/feminismos-comunitario-lorena-cabnal.pdf
  15. Ibíd; Comunidad Mujeres Creando Comunidad (2014), El tejido de la rebeldía ¿qué es el feminismo comunitario?, La Paz.
  16. Ver, por ejemplo, Rubin, Gayle (1986), “El tráfico de mujeres: notas sobre la ‘economía política’ del sexo”, en Revista Nueva Antropología, vol. 8, núm. 30.
  17. Ver nota 7.