De violencias y masculinidades. Los delirios patriarcales

Javier Flores Gómez
Investigador Independiente-Egresado del Doctorado de CIESAS-CDMX
xfloresg66@gmail.com


Marcha contra la violencia y la guerra contra el narco. Foto: Javier Flores Gómez (17 de febrero de 2011).


En los últimos tiempos se ha estado hablando de personas o relaciones tóxicas. Se trata de un término de moda reproducido en innumerables artículos en internet y otros medios de comunicación en los que se dan consejos sobre cómo tener una vida mejor evitando a las personas dañinas por su comportamiento. Se trata de un término proveniente de nociones emocionales o psicológicas cuyo origen es difícil de rastrear y que se refiere, en general, a individuos egocentristas y narcisistas que impiden el crecimiento de las personas con las que se relacionan.

En el caso de las masculinidades tóxicas, como concepto “de moda” podría suponerse que se trata de un avance en la resignificación de las relaciones de género, toda vez que se opone como calificativo a formas de asumir la masculinidad de manera menos egoísta y conflictiva. Es decir, se trataría de un término que implica la existencia de masculinidades no machistas, igualitarias y no violentas en el escenario social, frente a la masculinidad tóxica de individuos específicos.

Una referencia sobre el tema es un texto publicado en el 2006 por el periodista y gestalista argentino Sergio Sinay: La masculinidad tóxica, quien más bien explica el término de manera más cercana a las definiciones clásicas planteadas desde la perspectiva académica, en el sentido de masculinidades hegemónicas o masculinidades dominantes, en referencia a las formas generalizadas de ser varón en una estructura o sistema patriarcal.

Si bien se han elaborado distintas propuestas para tratar el tema de las masculinidades desde diversas perspectivas teóricas, uno de los aspectos centrales en todas ellas es el poder y la violencia masculina.

Sinay plantea al respecto que el modelo de la masculinidad tóxica se aprende desde la niñez cuando los padres y las madres enseñan a golpes, lo que deriva en enseñar a golpear, por lo que la violencia masculina se constituye como ejercicio de poder contra los más débiles, incluso cuando la violencia es ejercida por mujeres, quienes sólo “toman el modelo cultural y social de resolución de conflictos y ejercicio de poder que propone el paradigma dominante y, a su manera, lo reproducen” (Sinay, 2006: 116). El punto a destacar es que el patriarcado se reproduce social y culturalmente, y que la violencia no supone por sí que sea un atributo exclusivamente masculino, sino que ha sido masculinizada. Lo mismo se puede decir del ejercicio del poder, o mejor dicho, de su abuso, que lo convierte en una suerte de principio de dominación.

En sus estudios ya clásicos, Connell sostiene que una estructura de desigualdad a la escala de las sociedades contemporáneas en la que está involucrado un despojo masivo de recursos sociales en materia de género en detrimento de las mujeres, a pesar de los logros de los últimos cuarenta años, “es difícil imaginarla sin violencia”. Esto es así porque “el género dominante es abrumadoramente el que sostiene y usa los medios de violencia” (Connell, 1997: 44). De esta situación, nos dice, se derivan dos patrones: “Primero, muchos miembros del grupo privilegiado usan la violencia para sostener la dominación”, esta intimidación a las mujeres va desde el acoso hasta el asesinato. El segundo patrón: “la violencia llega a ser importante en la política de género entre los hombres”, pues la mayoría de los eventos de violencia en nuestras sociedades son transacciones entre varones.

Para Connel, las relaciones de poder pasan por tendencias de crisis ocasionadas por el colapso histórico de la legitimidad del poder patriarcal y el movimiento global por la igualdad de género, lo que lleva a una lucha de estrategias de legitimación, mientras unos reproducen los cultos a la masculinidad, otros apoyan las reformas feministas. Los cambios ocurridos en las relaciones de género “producen a su vez cambios forzosamente complejos en las condiciones de la práctica a la que deben adherir tanto hombres como mujeres” (Connell, 1997: 46) en un contexto en el que los agentes sociales y todo lo social se encuentran encadenados a los modelos de género heredados.

Para Bourdieu, por otra parte, el privilegio masculino, instituido estructural y simbólicamente, “no deja de ser una trampa y encuentra su contrapartida en la tensión y contención permanentes, a veces llevadas al absurdo que impone en cada hombre el deber de afirmar en cualquier circunstancia su virilidad”, entendida esta última como capacidad reproductora, sexual y social, “pero también como aptitud para el combate y para el ejercicio de la violencia” (Bourdieu, 2000; 39).

Pero si la violencia ha estado presente en el análisis desde el estudio de las masculinidades, en la agenda de los diversos feminismos desarrollados durante el siglo XX ha sido una de las principales demandas.

Después de medio siglo de lucha feminista, sin embargo, la violencia de género no sólo no ha disminuido, sino que se ha incrementado considerablemente. La violencia en general parece seguir siendo un aspecto central de las sociedades contemporáneas.

En México, por ejemplo, según los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP), se perpetraron 32 729 asesinatos de enero a noviembre de 2020, de los cuales 3 455 fueron víctimas mujeres, es decir, un promedio de 10 mujeres diarias asesinadas. De ese total, sólo una cuarta parte fue reconocida como posible feminicidio, es decir, como homicidios por motivos de género. En el caso de los asesinatos de varones la cifra es más espeluznante, 28 445 muertes violentas, 86 diarias.

Si consideramos la violencia como un elemento articulador del patriarcado, y si además consideramos la máxima gandhiana de que “la violencia engendra violencia”, nos encontramos ante un panorama que muestra un apuntalamiento del sistema patriarcal y no un debilitamiento, como podría suponerse por los avances y demandas en materia de igualdad de género, y esto tanto en México como en el resto del planeta.

Y es que el patriarcado se sustenta en varios elementos cuyo origen no responde a una cuestión coyuntural o ideológica sino a fenómenos históricos y estructurales.

El primero de ellos se desprende de los inicios mismos de la modernidad, cuando el nuevo orden social ignoró las demandas de las mujeres y su inclusión en los principios de igualdad, libertad y fraternidad, y situó a los varones, en la conformación de lo que hoy conocemos como “familia”, como “jefes”. El nuevo orden situó a los hombres al frente de la familia y conformó la primera patología social del patriarcado, el delirio de importancia masculina, en el que por el solo hecho de nacer varón se es importante, lo que conlleva mandatos de género como la proveeduría, la protección y la defensa, que a su vez sitúa a las mujeres en un plano inferior, como reproductoras y criadoras. La deserción a estos mandatos, inculcados simbólicamente en los procesos de socialización, deriva en los malestares de género.[1]

Ahora bien, la era moderna también ha significado la disolución de los lazos comunitarios y el impulso a procesos de individualización, de competencia y desinterés en el otro o la otra. De una forma gradual, el campo de la individualización capitalista invade todos los demás campos sociales, incluida la institución familiar y la comunidad étnica, no sin importantes procesos de resistencia. De estos procesos de individualización, aunados a la “importancia masculina”, resulta lo que podemos denominar como el delirio de egocentrismo, otro aspecto fundamental del sistema patriarcal.[2]

Por otra parte, el nuevo orden social trajo consigo la separación de la reproducción humana y la sexualidad, un aspecto definitivamente positivo para la vida de los agentes sociales en las sociedades contemporáneas. No obstante, el goce de la sexualidad fue incorporado a la lógica capitalista que convierte todo en mercancía, de tal suerte que la cosificación de la sexualidad deriva en pornografía, prostitución, trata, acoso, abuso. Junto a la importancia y el egocentrismo masculinos nos encontramos con el delirio de exacerbación de la libido.

La violencia actual también tiene su origen histórico y lo podemos situar en los procesos de expansión capitalista del siglo XVI, cuando se persiguió la propiedad del suelo a costa de la destrucción de la comunidad agraria original. El método privilegiado, nos dice Rosa Luxemburgo,

ha sido la violencia política, la revolución, la guerra, la conquista colonial (junto a otros aspectos como la presión tributaria del Estado y la baratura de las mercancías): […] del mismo modo que la acumulación del capital, con su capacidad de expansión súbita, no puede aguardar al crecimiento natural de la población obrera ni conformarse con él, tampoco podrá aguardar la lenta descomposición natural de las formas no capitalistas y su tránsito a la economía y al mercado. El capital no tiene, para la cuestión, más solución que la violencia, que constituye un método constante de acumulación de capital en el proceso histórico, no sólo en su génesis, sino en todo tiempo, hasta el día de hoy (Luxemburgo, 2011: 180-190).

En todo ello, la violencia también juega un papel importante en la respuesta de los pueblos conquistados, como sabemos gracias a trabajos como el de Frantz Fanon (2018).

Además, los adelantos técnicos y científicos de la naciente era moderna, aplicados a las armas, exigían también una nueva clase de ejército. Había aparecido la pólvora y el cañón, y su empleo efectivo requería una división del trabajo que permitiera la cooperación para su manejo y la especialización en diferentes áreas de lo que se convertiría posteriormente en una industria militar. Debe recordarse que es esta nueva tecnología militar la que sería aplicada en los lugares más remotos de la tierra bajo la égida de la expansión colonial capitalista. (Huberman, 1982)

La organización y disciplina adquirida por los ejércitos nacionales, significó sin duda una nueva forma de encarar las estrategias y tácticas de la batalla y la guerra, sin embargo, también representó un proceso de transformación de los cuerpos, una labor de institución de poses rectas, de pasos regulares y fuertes, de formas de dar y recibir órdenes, de subordinarse a un superior, así como de una transformación de la mente militarizada, en donde el valor, la ferocidad, la valentía, el honor y la violencia se constituyeron en una profesión que habría de inscribir muy pronto, bajo la producción y generación de prácticas y visiones del mundo específicas del campo militar, una imagen engrandecida y violenta del ser humano masculino que a la vez reproducía las imágenes míticas de un pasado guerrero.[3] El paso de la sociedad feudal a la sociedad capitalista y la era “moderna”, lejos de resolver las contradicciones que hacían de la sociedad medieval una batalla permanente, genera otras nuevas al tiempo que crea, institucionaliza, profesionaliza y legitima la violencia de Estado. Esto sin lugar a dudas representa la génesis del campo militar y la institución, renovada en la sociedad naciente, de la violencia y dominación masculina. Se constituiría así el delirio del guerrero.

Si bien los delirios patriarcales[4] esbozados aquí son susceptibles de transmitirse ideológicamente, la fuerza de su permanencia radica en su reproducción simbólica, es decir, por medio de la coincidencia de las estructuras objetivas de la sociedad y las estructuras cognitivas de los agentes sociales en los procesos de socialización, lo que Bourdieu denomina como eficacia o violencia simbólica estructural:

El orden simbólico se asienta sobre la imposición al conjunto de los agentes de estructuras cognitivas que deben una parte de su consistencia y de su resistencia al hecho de ser, por lo menos en apariencia, coherentes y sistemáticas y de estar objetivamente en consonancia con las estructuras objetivas del mundo social. Esta consonancia inmediata y tácita (en todo opuesta a un contrato explícito) fundamenta la relación de sumisión dóxica que nos ata, a través de todos los lazos del inconsciente, al orden establecido. (Bourdieu, 1997; 119)

Como también expresó el sociólogo francés, no podría dejarse de lado la importancia de una revolución simbólica que busque transformar los principios fundamentales de visión masculina del mundo que, como tal, se encuentra presente en los agentes masculinos y femeninos, así como en la percepción de todas las cosas. Sin embargo, la revolución simbólica a la que hace alusión ha comenzado hace cerca de cincuenta años, y se puede observar en los logros de la lucha feminista, en la constitución de nuevas y alternativas formas de ser varón y en los esfuerzos colectivos por erradicar todas las formas de violencia.[5] Todavía haría falta una reconfiguración de las condiciones de producción material que hacen posible una sociedad como la nuestra. La revolución está, sin duda, en marcha, pero debe admitirse, de acuerdo con la presencia inequívoca de los delirios patriarcales en las sociedades contemporáneas, que se encuentra todavía en pañales y que queda un largo camino que recorrer para la configuración de una sociedad igualitaria, libre, fraterna y sin violencia.

Bibliografía

Beck y Beck (2003), La individualización. El individualismo institucionalizado y sus consecuencias sociales y políticas, Paidós Ibérica, Barcelona.

Bourdieu, Pierre (2000), La dominación masculina, Barcelona, Anagrama.

Cantoral, Guadalupe (2018), Mujeres y varones en búsqueda de cambio. El malestar como vía, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, Unicach.

Connell, R. W. (1997), La organización social de la masculinidad, en Masculinidad/es Poder y crisis, Santiago de Chile, Isis Internacional.

Fanon, Frantz (2018) [1961], Los condenados de la tierra, México, Fondo de Cultura Económica, colección Popular.

Flores, Javier (2014), “Masculinidades en movimiento. Activismo antisistémico de jóvenes universitarios de la Ciudad de México”, tesis doctoral, CIESAS, México.

————– (2005), “La reproducción simbólica de la violencia. Estudio de la ultramasculinidad en un contexto multicultural”, tesis de maestría, CIESAS, México.

Foucault, Michel (2002), “Los cuerpos dóciles”, en Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Buenos Aires, Siglo XXI Editores.

Huberman, Leo (1982), Los bienes terrenales del hombre. Historia de la riqueza de las naciones, México, Editorial Nuestro Tiempo.

Luxemburgo, Rosa (2011) [1913], “La lucha contra la economía natural”, en La acumulación del capital, Madrid, Edicions Internacionals Sedov.

Sinay, Sergio (2006), La masculinidad tóxica, Buenos Aires, Ediciones B.

Touraine, Alain (1996), ¿Podremos vivir juntos?, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.

  1. Para el tema del malestar de género, se sugiere consultar el estudio de Guadalupe Cantoral en la sociedad sancristobalense: Cantoral, Guadalupe (2018)
  2. Para el tema del individualismo, se sugiere consultar los siguientes textos: Beck y Beck (2003); Touraine (1996).
  3. Acerca de una “política del cuerpo”, ver Los cuerpos dóciles, de Foucault, Michel (2002).
  4. Los delirios de las masculinidades dominantes surgen de una investigación en Chiapas como parte de mi tesis de maestría: Flores, Javier (2005)
  5. Para el tema de las masculinidades alternativas, consultar mi tesis doctoral: Flores, Javier (2014)