De l@s Indignad@s a la revuelta social catalana: la España autoritaria y su incuestionable fundamento

Guiomar Rovira Sancho[1]

El 15 de mayo de 2011 un vendaval arrancó a España del sueño llamado “cultura de la transición”, ese supuesto pacto social fruto del arreglo con la dictadura franquista y la monarquía borbónica, que otorgó la democracia en 1978. La crisis económica volvía la vida insostenible. Todo empezó con una acampada en la Puerta del Sol de Madrid después de una manifestación de “Juventud sin Futuro” y “V de Vivienda”, entre otras. En pocas horas, la indignación se contagiaba y surgían réplicas, una de las más importantes la Acampada de Barcelona en la Plaza Catalunya, que duró 45 días. La desesperación llevaba a la gente a preguntarse el porqué de las cosas: el colapso de las hipotecas y los consecuentes desahucios, la quiebra de los bancos y a la vez su millonario rescate, la reducción de las pensiones y los recortes en todas las áreas sociales, las tramas de corrupción, el acuciante desempleo y el reemplazo de la política por las decisiones del Banco Central Europeo.

El 15 M, plantado en las principales plazas del país, fue una exigencia democrática que transformó a la sociedad, la gente expresó el deseo imperioso de cambiar el rumbo de los asuntos comunes. En las plazas se afirmaba: “Esto no es una crisis, es una estafa”, “Lo llaman democracia y no lo es”, “Dormíamos, despertamos”. Joan Subirats define este proceso de politización quincemayista como democracia de apropiación: «Basada en procesos de implicación colectiva y personal en los asuntos públicos, tratando así de corregir, compensar y modificar la separación tradicional entre gobernantes y gobernados que está en la base de la democracia representativa. Esa apropiación de la política, implica superar la visión estrictamente electoral-institucional, y engarzar con mecanismos de control y orientación del poder que vayan más allá de la mera transmisión de mandato o delegación. Una democracia entendida como forma de vida» (Subirats, 2015: 165).

En Catalunya la sacudida movilizadora encontró, como siempre, un eje de largo aliento histórico, una singular y constante cuenta pendiente, algo que añadir al descontento: la demanda nacional, la aspiración de autogobierno, la diferencia incómoda de una lengua y una cultura que, en el marco de su encaje en España, fue siempre minoritaria y despreciada, aplastada en dictadura y postergada en democracia. Aunque este aspecto no fue central en las movilizaciones por justicia social de l@s Indignad@s, y aunque este descontento cultural ha sido muchas veces utilizado y sobre todo traicionado por las élites catalanas, el hecho de ser una anomalía, de no encajar, de ser una nación sin estado, favorece en momentos de emergencia una politización generalizada que desarregla todo el panorama de lo posible y de lo previsible.

El 15M acabó estallando en la Catalunya pocos años después por donde menos se esperaba, incluso por donde menos deseaban muchos de sus activistas: por la demanda del autodeterminación.

El proceso fue paulatino, una ola municipalista creció en todo el territorio catalán buscando ciudadanizar las instituciones. A la vez, en los pueblos y zonas rurales el independentismo fue el modo de incidir en la organización inmediata de la vida local.

Mientras en Madrid surgía una alternativa político-electoral, Podemos, con ambición a nivel de todo el estado español y un impacto social muy amplio; en Barcelona el movimiento municipalista articuló la plataforma Guanyem Barcelona que se constituyó luego en el partido Barcelona en Comú. Ada Colau, activista de la lucha de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, fue nombrada alcaldesa de la ciudad en junio de 2015.

El proceso sobre el tema nacional catalán ya estaba ahí. Desde 2006 el Parlament de Catalunya propuso al gobierno central en ese momento encabezado por el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) una Reforma al Estatuto de Autonomía, que fue revisado y recortado en 30 artículos y posteriormente aprobado en referéndum. Cuatro años después, en 2010, el Tribunal Constitucional echó para atrás este Estatuto, declarando inconstitucionales varios de sus artículos (algunos de ellos sí están aceptados tal cual en los estatutos de otras comunidades autónomas) y eliminando toda referencia a la palabra “nación”. La respuesta no se hizo esperar: el 10 de julio de 2010 la manifestación más numerosa desde la entrada de la democracia inundó las calles de Barcelona bajo una sola consigna: “Som una nació. Nosaltres decidim” (Somos una nación. Nosotros decidimos).

En ese momento quedó en evidencia que ni con un gobierno del PSOE en España iba a ser posible pactar una reforma al Estatuto de Autonomía. Las aspiraciones de Catalunya dentro de un marco federalista y dentro del Estado Español quedaban anuladas. Con el Partido Popular en el poder, la posibilidad de diálogo fue nula y se dejó en manos del Tribunal Constitucional cualquier resolución sobre el tema catalán. Desde entonces, empezó a crecer un movimiento más independentista que catalanista de forma difusa. En 2011 se fundó la Asociación de Municipios por la Independencia. Las movilizaciones que tenían lugar el 11 de septiembre, Diada Nacional de Catalunya, superaron el millón y medio de personas coordinadas en acciones cada vez más sorprendentes. En 2013, una cadena humana de 400 kilómetros atravesó Catalunya de norte a sur, desde Francia hasta Vinarós (en la Comunidad Valencia), siguiendo el trazado de la antigua Vía Augusta. La convocatoria lanzada por la Asamblea Nacional de Catalunya se organizó a partir de una página web en la que se inscribieron alrededor de 350 mil personas a las que se le asignaba uno de los 778 tramos, cada tramo contaba con un responsable y dos voluntarios encargados de alinear a los manifestantes y de estar conectados con el resto a través de una aplicación móvil. La organización fue impecable. Para impedir problemas de tráfico y empezar a prepara la cadena, se convocó a la gente a acudir a su lugar a las 4 de la tarde. La cadena inició a las 5 con el repicar de campanas en la Seu Vella de Lleida y en los campanarios de los pueblos. A las 5 y cuarto, en la plaza Catalunya de Barcelona la Orquesta de Jóvenes intérpretes de Catalunya interpretó el Cant dels Ocells, de Pau Casals, ilustre catalán, además de la sinfoníaa 9 de Beethoven y el Cant de la Senyera (bandera catalana). Antes de dispersarse, a las 6 de la tarde, toda la cadena humana cantó el himno: els Segadors.

El 11 de septiembre de 2014 yo estaba en Barcelona y pude asistir a una de estas grandes movilizaciones cuando más de un millón de personas[2] autoorganizadas por Internet lograron trazar una bandera humana con las cuatro barras rojas y amarillas en forma de V atravesando 11 kilómetros de dos de las principales vías de Barcelona, para exigir el “derecho a decidir”. La inscripción a la protesta se hacía a través de una página web habilitada para tal fin que asignaba a cada quien un lugar y un color: camiseta roja o amarilla. Más de medio millón de personas se inscribieron, 7 mil voluntarios de la Asamblea Nacional de Catalunya y de Omnium Cultural -las principales organizaciones civiles independentistas-, coordinaban los ejes en las esquinas. Nunca en mi vida pensé ver algo así, impecablemente organizado, sin ninguna complicación, alegre y ordenado. Las instrucciones eran estar ahí en el lugar asignado antes de las 6 de la tarde, momento en que se materializaría la V, la Vía Catalana, se levantarían los Castells (torres humanas tradicionales) en varias esquinas y se cantaría els Segadors, mientras desde el cielo los helicópteros tomaban la “selfie colectiva”. Una movilización de más de un millón y medio de personas que abarcó 200.000 metros cuadrados repartidas en 73 tramos de calles no duró más de media hora. La ciudad, sus bares y sus terrazas quedaron bañados por los participantes, en esa dispersión festiva que se extendió toda la noche.

En 2014, se presentó ante el Congreso de los Diputados español una propuesta de referéndum. Ante la negativa siquiera a considerar el tema, la Generalitat impulsó junto con organizaciones independentistas, una “consulta” el 9 de noviembre con dos preguntas: 1. “¿Quiere que Catalunya sea un estado?” y 2. “En caso afirmativo, ¿Quiere que sea este Estado sea independiente?” El Tribunal Constitucional declaró este proceso participativo ilegal, pero aún así se instalaron casillas y más de dos millones de personas votaron sí a la independencia, un 80% del total de sufragios emitidos.

Asumiendo el mandato popular, para las elecciones autonómicas de 2015 se creó la coalición Junts per Catalunya, aglutinando la derecha y la izquierda independentista, que junto con un partido anticapitalista Candidatura d´Unitat Popular (CUP), lograron la mayoría absoluta en el Parlamento.

Así llegamos al 1 de octubre de 2017, el momento en que todo estalla. El referéndum había sido declarado “ilegal” por el Tribunal Constitucional, pero nadie lo percibía como “ilegítimo”, al revés: conforme más se oponía el aparato del Estado español a lo que se percibía como un ejercicio democrático, más se organizó y reivindicó la participación. Surgieron desde los barrios y localidades los Comités de Defensa del Referendum (CDR), basados en la libre agregación, de forma autogestiva, sólo coordinados por una idea común: la toma de decisiones en asamblea, la desobediencia civil no violenta y la participación social y política transversal, no identificada con ningún partido.

La vigila del 1 de octubre, la gente se congregó en las escuelas y centros de votación que les correspondían para evitar que la policía impidiera su apertura o requisara las urnas. El ejercicio fue sorprendente. La noche en vela estuvo llena de anécdotas e inventiva, desde quienes hicieron maratones de dominó a quienes destinaron las horas a talleres de teatro y actividades de todo tipo para justificar mantener el lugar abierto. La amenaza de la represión y el traslado a Catalunya de ingentes cantidades de policía buscando papeletas y urnas desde semanas antes, sirvió para activar, no para desincentivar a la ciudadanía.

El referéndum resultó una gesta inaudita, nunca bien dimensionada en la prensa. De forma reticular y clandestinamente, las urnas llegaron desde Francia a todos los rincones gracias a particulares que las trasladaron y a poblaciones organizadas que las escondieron en los árboles, en los panteones y en los lugares más insospechados, para evitar que la requisa policial.

El 1 de octubre se consumó la llamada “rebelión de las iaias” (rebelión de las abuelas) cuando la policía cargó contra quienes protegían los centros de votación, y muchas de las personas que se pusieron enfrente fueron señoras mayores, peinando canas. La rebelión catalana era pacífica, vecinos de todas las edades sentada jugando al parchís o al dominó, familias completas paradas en las escaleras de la escuela de sus hijos. La imagen habitual de activistas jóvenes lanzando piedras y corriendo no encajó con este proceso.

Por eso, los videos y fotos de la represión que provocó 800 heridos eran indignantes, propias de una dictadura. Y las redes digitales transmitieron en vivo y en directo lo que a todas luces era un ejercicio injustificado y desmedido de fuerza, que además no logró impedir el referéndum ni calmar los ánimos. Al revés. Dos días después, el 3 de octubre, la efervescencia social era incontenible y una huelga general sacudió todo el territorio catalán desplazando definitivamente el tema étnico/cultural a algo imperioso, un trasfondo oculto y vergonzante: la democracia, la libertad y los derechos humanos en el estado Español.

Durante todo este periodo, los medios de comunicación de mayor cobertura, además el gobierno central con todo su aparato y los principales partidos españoles, demonizaron el conflicto catalán, lo envenenaron, jamás tratándolo como un problema político: todo se reducía en las páginas de los periódicos y de los noticiarios a una especie de delirio de desafección de los catalanes a la patria España, se los presentaba como “golpistas”. Las emociones, tan bien instrumentadas hoy en día en las campañas de “posverdad”, atizaron el fuego del odio en lugar de asistir a una urgencia política. Esta fórmula reduccionista revivió el nacionalismo esencialista español, tan naturalizado e invisible, pero tan arraigado en un país de historia colonial, que ha sido imperio y que ha pasado la mitad del siglo XX en una dictadura bajo la consigna de “España: Una, grande y libre”. La pluralidad siempre negada, siempre atizada por el nacional-catolicismo español, es el enemigo propiciatorio para todo un proceso de involución política: lo catalán como la gran amenaza a la integridad.

El anticatalanismo y las manos alzadas en saludo fascista aparecieron en las calles de Barcelona, por fin sin miedo ni recato, apoyados y autorizados. Concentraciones multitudinarias mostraron al mundo que Catalunya es España, que Catalunya está dividida, que hay muchos españoles en Catalunya dispuestos a impedir cualquier cambio y a clausurar cualquier debate. Se acusó a los profesores de la escuela pública catalana de “adoctrinar” a los estudiantes y se aprovechó la ocasión para atacar a la lengua catalana con aseveraciones tan delirantes como que el español sufre discriminación.

A pesar de la represión cada vez mayor, el Parlamento catalán aprobó la Declaración Unilateral de Independencia y el president de la Generalitat, Carles Puigdemont, proclamó la República Catalana el 27 de octubre de 2017, acto seguido la dejó en suspenso para abrir un proceso de diálogo. El gobierno español de inmediato suspendió la autonomía catalana vía el artículo 155 de la Constitución, que garantiza el estado de excepción, un artículo reminiscencia del franquismo que haría las delicias de Carl Schmitt y que permite ilegalizar lo legal, destituir los cargos electos, paralizar leyes y poner cualquier institución y todo el control económico en manos del ejecutivo central. Rajoy anunció así el cese del presidente, vicepresidente y consejeros catalanes y asumió todos los poderes en Catalunya. Hecho esto y para “restaurar la normalidad democrática” convocó a elecciones autonómicas el 21 de diciembre de 2017. Además, amenazó con intervenir los medios de comunicación públicos de Catalunya, sobre todo su mira estaba puesta sobre la televisión catalana TV3, acusada de parcialidad, para así imponer el modelo de la televisión pública del estado, TVE, una de las menos transparentes de Europa, varias veces en el ranking de las más manipuladas por el gobierno. Paralelo a esto, el aparato judicial ya estaba listo para perseguir a los líderes independentistas y meterlos a todos a la cárcel. Algunos salieron del país.

El Partido Popular, apoyado por el PSOE y el partido de derecha neoliberal Ciudadanos, emprendió el aplastamiento de la revolución democrática catalana. La aplicación del estado de excepción mediante el artículo 155, ha puesto en evidencia el fin del pacto democrático con las naciones históricas del estado español.

Los dos ejes que siempre han atravesado la política en Catalunya, el eje izquierda/derecha y el eje centralismo/autogobierno se han resuelto de forma perversa en un contexto en el que 7 millones de catalanes dejan de importar para los partidos políticos mayoritarios que gobiernan una España de 45 millones. El peso de los catalanes en los cálculos electorales españoles es nulo. Si para ampliar el autogobierno de Catalunya se requiere modificar la Constitución, jamás Catalunya tendrá los legisladores necesarios para siquiera plantear el tema. Tanto la derecha como la izquierda ganan si van en contra de la diferencia minoritaria catalana dentro de España y ya han sacrificado ese electorado para multiplicar adeptos en el resto del país. El españolismo, como un anticatalanismo emocional y ancestral, es muchísimo más rentable en los sondeos.

Podemos y su espectro intelectual ha buscado hacer de bisagra en este conflicto tan desafortunado hasta ahora, pero su intento de mantener cierta “neutralidad” y de no posicionarse ni a favor de uno ni de otro de los actores, en un contexto de enfrentamiento tan grave y desigual, acaba siendo siempre tomar partido (por default) por el más fuerte. Una desilusión más que aísla y daña la esperanza de quienes venían de la experiencia de solidaridad de las plazas del 15M.

Para mí y para muchos, el caso catalán era la oportunidad de fundar un nuevo pacto político de profundización democrática que replanteara de fondo el estado español. Como experiencia de movilización social, el año 2017 y los anteriores han mostrado la capacidad de organización autónoma y constante de más de la mitad de la población que vive en Catalunya. La eficacia y variedad de su repertorio de acción, así como su pacifismo, marcan todo un ethos de la protesta. La distribución en cada rincón del territorio, en cada barrio y en cada pueblo de Comités de Defensa del Referéndum que se volvieron ante el resultado del mismo en Comités de Defensa de la República, es un hecho sin precedentes en la historia del país, comparable solamente con la guerra civil.

La demanda democrática rebasó con mucho la identitaria y se abrió la situación a una politización ampliada. La fuerza de movilización catalana no viene de la clase política, sino más claramente del lado de su cultura libertaria, de sus parajes más interiores, de su habilidad en la auto oranización, de su tradición de resistencia. Una forma de hacer de una nación sin estado, capaz de trabajo colectivo y persistente, frente a una crisis brutal. Por eso, en los CDR y en las calles han participado gentes de lo más variopinto, mostrando que es un movimiento transversal. Desde quienes quieren un estado catalán hasta quienes niegan el estado y buscan una independencia sin fronteras. La efervescencia catalana no ha sido controlada ni guiada por ningún líder, aunque los medios de comunicación se empeñaron en presentar al President de la Generalitat Carles Puigdemont como un gran manipulador de masas. Al contrario, Puigdemont se sumó a las aspiraciones populares como a una ola que no podía parar. La ceguera ante lo que ha ocurrido y la incomprensión no solo de España sino de Europa, ha permitido que el gobierno de Rajoy clausurara en plan “Santiago y cierra España” la exigencia de cambio democrático que arrancó tras las consecuencias de la crisis económica. La injusta manipulación de los hechos ha llevado incluso a que se culpe a los catalanes de “despertar a la bestia fascista” española.

El 155 blindó la unidad de España. Reforzó además la invisibilizada reforma al artículo 135 de la Constitución (ése sí que se pudo modificar), que garantiza un estado neoliberal en lugar de un estado social.

Sin embargo, este conflicto no va a acabarse con la humillación de las aspiraciones políticas de la mayoría de los catalanes. El desafío democrático ciudadano se oculta bajo la pretensión de que lo ocurrido es un enfrentamiento independentismo versus constitucionalismo, atizando el odio, la desconfianza y el insulto. “Rojo y separatista”, ése era el enemigo del franquismo. Hoy, se acusa de “terrorismo” a activistas de los CDR.

Gracias a Catalunya el estado neoliberal y autoritario español ha reforzado su voluntad, ha ocultado los 900 cargos electos del Partido Popular imputados por corrupción y ha convertido el estado de excepción en forma de gobierno. A la vez, el poder judicial se ha pervertido como brazo que instrumenta la voluntad del ejecutivo. Judicializar la política es acabar con la división de poderes y por tanto con la base de todo estado de derecho. En España, en 2018, hay presos políticos, dos de ellos líderes de entidades civiles independentistas y los otros 7 miembros del gobierno catalán.


Bibliografía

Arroyo, Laura y Pedro Honrubia (24/20/2017) “Catalunya como excusa para enterrar el 15-M” en Eldiario.es https://www.eldiario.es/tribunaabierta/Catalunya-excusa-enterrar_6_700339978.html

Subirats Llao, Joan (2015), “¿Desbordar el ‘dentro’-‘fuera’?”, en Revista Teknokultura 12(1). Pp. 161–68. http://revistas.ucm.es/index.php/TEKN/article/view/48893.


[1] Doctora en Ciencias Sociales. Profesora investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana, Xochimilco.

[2] http://www.lavanguardia.com/politica/20140911/54414923722/cifras-via-catalana.html