Camila Daniel[1]
Universidad Federal Rural de Río de Janeiro
camiladaniell@gmail.com| @camiladaniel_
Traducción: María Pilar Cabanzo Chaparro
Collage: Alma Retinta (2021).
La construcción de los Estados nacionales latinoamericanos tuvo como base la ideología del mestizaje. El mestizaje escamotea el proyecto de blanqueamiento y genocidio de las poblaciones negras e indígenas (Nascimento, 2016). Así, América Latina se fundamentó en lo que Gonzalez (2020) denominó racismo velado. A diferencia del “racismo abierto”, como proyecto de separación de los grupos étnico-raciales en aras de preservar los privilegios de la blanquitud, como lo que ocurrió en los Estados Unidos, en América Latina el racismo se manifiesta en la ideología del blanqueamiento mediante el mestizaje. Como parte de esta ideología, el racismo es reproducido estructuralmente, al tiempo que es sistemáticamente negado.
La negación del racismo en América Latina, tanto desde el sentido común como en las instituciones hegemónicas, muchas veces se basa justamente en la comparación de sus jerarquías raciales con las de los Estados Unidos (Moreno, 2020). Al banalizar el poder analítico de la comparación, tal posición escamotea el hecho de que, a pesar de sus particularidades, tanto en América Latina como en Estados Unidos, la blanquitud es la identidad racial de poder y, por eso, funciona como estándar de belleza, inteligencia, respetabilidad, ciudadanía y, en última instancia. humanidad (Bento, 2014; Cardoso, 2017).
Cuando la antropóloga y activista negra brasileña Lélia Gonzalez categorizó el racismo latinoamericano como “racismo velado” y el racismo en Estados Unidos como “racismo abierto” su objetivo no era señalar que un racismo fuese mejor que otro o escamotear y proteger la blanquitud. Su objetivo era desenmascarar el carácter insidioso del racismo en América Latina, sus consecuencias en la construcción de las subjetividades negras e indígenas, así como sus múltiples resistencias. A partir de su posición en el mundo y en las ciencias sociales, Lélia Gonzalez desarrolló el concepto “amefricanidad”. La autora discute de forma pionera que la formación de los Estados nacionales y las repúblicas en América Latina no rompió con la ideología de dominación de los cuerpos y culturas negras e indígenas[2] del colonialismo. Las poblaciones negras fueron incluidas en la república como subalternas, pero ello no significó que aceptaran el blanqueamiento irreflexivamente. Por el contrario, tales poblaciones construyeron conexiones transnacionales como fuerzas político-culturales de resistencia contra las violencias explícitas e implícitas del racismo velado. Así, la amefricanidad propone entender la construcción del continente latinoamericano a través de las conexiones negras e indígenas y descentrada de la blanquitud.
En 2016 viajé a Estados Unidos para desarrollar un trabajo etnográfico de posdoctorado. El objetivo de mi investigación era analizar cómo inmigrantes peruanos y peruanas en Brasil y en Estados Unidos construyen sus identidades raciales en el contexto migratorio. En mis interacciones con peruanos y peruanas en Brasil, Perú y Estados Unidos, el hecho de ser negra siempre fue central, aunque esto no estaba en mis planos. Mi cuerpo femenino negro –el color de mi piel, mi cadera, mi cabello, mi sonrisa– era evaluado en todo momento. La inspección de mi cuerpo siempre sucede contra mis deseos. Muchas veces se manifiesta en comentarios “amistosos” (“qué linda cadera tienes”; “me encanta tu pelo”; “tienes el ritmo en la sangre”) y órdenes (“sácate una foto conmigo”; “baila una samba”). En otras ocasiones, yo diría que la mayoría, el ataque a mi cuerpo se da de forma insidiosa, silenciosa, mediante miradas –de deseo, de odio, de asco, de envidia (Daniel, 2019; 2017).
En una presentación que realicé en Brasil sobre mi investigación de posdoctorado, comenté que aunque el racismo fuera central en la relación entre los peruanos y peruanas y yo y la sociedad estadounidense, cuando yo hacía preguntas directas sobre el racismo, estas personas se sentían incómodas y afirmaban que “todos somos mestizos”. Al comentar mi trabajo, una antropóloga brasileña blanca señaló que el hecho de que los peruanos y peruanas no quisieran hablar sobre racismo significaba que el racismo no era relevante para ellos. Y por eso tal vez una investigación sobre el tema no fuera necesaria.
Como antropóloga y mujer negra aquella respuesta no me agradó. En realidad, mucho más que eso: me dolió. En Perú, pero también en otros países del continente donde estuve (México, Colombia, Argentina, Chile, Bolivia y Puerto Rico), el silencio sobre el racismo nunca impidió que mi cuerpo negro femenino fuera hipersexualizado, exotizado, folclorizado, abusado (Carneiro, 2003). En la mayoría de las ocasiones, las agresiones racistas que viví fueron enmascaradas en comportamientos pasivo-agresivos, insidiosos e incluso silenciosos, como la mirada. Muchas veces no tuve fuerzas para nombrar estas agresiones. Otras veces lo lograba, pero en muchas de estas ocasiones las personas a mi alrededor, usualmente amigas, intentaban convencerme de que no había sido racismo. Entonces además del silencio del acto racista, enfrentaba el silenciamiento de las personas cercanas: mis amigos y amigas, colegas intelectuales. Así, lidiaba el racismo doblemente: en el acto vivido y luego en la falta de acogimiento y escucha de la gente que debería apoyarme.
La respuesta de la antropóloga blanca me llevó de vuelta a Estados Unidos. Algunos meses antes de la presentación, me encontraba en ese país intentando hacer mi trabajo de campo etnográfico. Pese a mis esfuerzos, yo era sistemáticamente rechazada en los espacios peruanos. Mi cuerpo negro y en especial mi cabello crespo natural eran entendidos como señales de que yo era una negra “politizada”, probablemente estadounidense. Por eso no era bienvenida. Mientras hacía trabajo de campo junto a una familia peruana en Paterson (Nueva Jersey), enfrenté la peor experiencia de racismo en la vida. Pese a que fui tratada como sirvienta, objeto sexual y animal de zoológico, ninguna de las personas involucradas tuvo la osadía de usar las palabras “raza”, “racismo” o cualquier otra palabra ofensiva. Por el contrario: el racismo se dio entre abrazos y sonrisas. En aquel contexto, mis diplomas de maestría y doctorado, mi beca de posdoctorado, mi posición privilegiada de clase, nada de esto me protegió del racismo ni me dio condiciones de nombrarlo.
La respuesta de la antropóloga blanca me llevó a viajar en el tiempo y a sentir nuevamente el dolor que dominó mi cuerpo durante aquel episodio de racismo. Ese dolor era una reacción no apenas frente a una situación específica sino frente a los años acumulados de pequeñas agresiones racistas, silenciamientos y eliminación que los cuerpos como el mío han enfrentado no sólo en el mundo de los legos sino incluso en el mundo de los intelectuales y de la antropología. No logré darle nombre al dolor que sentí en Paterson sino hata 2019, luego de pasar por un proceso terapéutico, sumergirme en el feminismo negro y acercarme a antropólogas negras (Daniel, 2019).
Mi formación como antropóloga no me dio herramientas para pensar en las implicaciones de ser una mujer negra haciendo trabajo de campo. Este método privilegiado de producción de conocimiento antropológico exige que el investigador tenga un tiempo de convivencia y acercamiento a los colaboradores de su investigación. En este proceso, el cuerpo del investigador es central, ya que necesariamente éste debe estar disponible para interactuar. Como mujer negra mi cuerpo es socialmente entendido como espacio de placer, goce, explotación, servilismo en Brasil, Perú o en los Estados Unidos. Tales representaciones mediaban la relación de mi cuerpo con los de mis interlocutores de investigación en el trabajo etnográfico.
En realidad, el dolor abrumador provocado por el racismo en Paterson no era ninguna novedad para mí. Pero su gravedad me llevó a reflexionar en retrospectiva de qué forma el racismo velado había afectado mi vida. Me di cuenta de que mi formación como antropóloga no me había preparado para enfrentar el racismo durante el trabajo de campo. Más que eso, mi formación como mujer negra brasileña oriunda de una familia de clase trabajadora sin alfabetización racial , impregnada por el proyecto de ascensión social, implicó la eliminación de referencias negras de mi historial familiar. En última instancia, la incorporación de tal proyecto me permitió, de hecho, ascender, pero también me alienó de mi propia historia y embotó mi capacidad de sentir, dejándome sola lidiando con el racismo cotidiano. Mi experiencia como buena estudiante en todos los niveles de educación por los cuales pasé y practicante de la fé evangélica tampoco me ayudaron a reconocerme como mujer negra. Así, el blanqueamiento penetró mi vida por diferentes instituciones y actores sociales desde que era niña.
En mis caminos como antropóloga negra, el encuentro con la autoetnografía como método privilegiado de análisis (McClaurin, 2001) y el feminismo negro (Carneiro, 2003; Gonzalez, 2020; Hill Collins, 2019; hooks, 1995) como práctica me han permitido asumir mi poder de nombrar al racismo como un fenómeno estructural no sólo en Estados Unidos sino también en América Latina. Decir que el racismo es estructural significa reconocer que el racismo no es un problema del individuo que lo expresa, pero es la base de toda la vida social, y beneficia a aquellos que están más cerca de la blanquitud. Como estructura, el racismo se manifiesta en la economía, en el derecho, en la política y en la ideológica a la vez. Éste produce representaciones que deshumanizan a negros e indígenas para justificar su explotación (Almeida, 2019). Combinando las narrativas autobiográficas con la etnografía, la autoetnografía permite que el investigador y la investigadora analicen sus experiencias personales como indicios de las estructuras sociales. Tal praxis se muestra poderosa para revelar las relaciones de opresiones sistemáticamente silenciadas, pero sentidas por las personas en lugares periféricos, como ocurre con el racismo en América Latina.
Por medio de la autoetnografía, intelectuales negras brasileñas como Araújo, 2019; Da Silva, 2019; Da Silva y Euclides, 2019; Daniel, 2019; 2021; Dias, 2019; Figueiredo, 2015) también han reforzado su poder de nombrar el racismo dentro de la academia desde sus posiciones en las estructuras de poder, muchas veces cuando los antropólogos y las antropólogas blancos y mestizos lo han ignorado o silenciado (M. Beliso, y Pierre, 2020; Collins, 2019). A partir de una mirada crítica, cuidadosa y acogedora sobre sus biografías, tales mujeres exploran las herramientas etnográficas en aras de fortalecer sus subjetividades y desafiar el blanqueamiento dentro y fuera de la academia. Así vamos construyendo rutas alternativas para producir conocimiento científico a partir de nuestros cuerpos, afectos y experiencias, reconciliando cuerpo, razón y emoción (Collins, 2019; Daniel, 2021), los cuales la metafísica moderna intentó separar en nombre de la neutralidad (Bernardino-Costa; Maldonado-Torres, Grosfoguel, 2019). Al mismo tiempo, rechazamos la deshumanización de nuestras vidas y cuerpos negros como objeto –de investigación, de placer, de entretenimiento– y sembramos las semillas de una antropología amefricana.
Bibliografía
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- Profesora del Departamento de Ciências Administrativas e Sociais (DCAS) de la Universidad Federal Rural do Río de Janeiro. Doctora en Ciencias Sociales (PUC- Rio). Profesora visitante en el Institute of Latin American Studies (ILAS) de Columbia University. ↑
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Una reflexión semejante fue desarrollada décadas posteriores por el grupo de investigación modernidad / colonialialidad (Quijano, 2000). ↑