Conversaciones sobre la actualidad del marxismo en la antropología: el estudio del conflicto reclama la “totalidad”

Pablo Cuevas
 Universidad Católica de Temuco (Chile)


Foto:»Karl-Marx-Monument Chemnitz» by Tobi NDH is licensed under CC BY-NC-SA 2.0.


Introducción

El siguiente texto consiste en una invitación –entre otras− a recuperar una lectura crítica desde el marxismo en la antropología. No corresponde a un ensayo teórico pues se aproxima al tema desde un acercamiento menos abstracto, más coloquial si se prefiere, sin embargo, más teórico que un artículo de opinión. Se trata de una reflexión, apoyada en parte en la experiencia y convivencia en una comunidad disciplinar, que dialoga con los sentidos comunes percibidos como dominantes en la antropología y las ciencias sociales, y hace hincapié en algunos de los muchos argumentos que fortalecen una reemergencia del marxismo en la antropología. A grandes rasgos, se discute la “cancelación” que ha experimentado el marxismo en las últimas décadas, y se argumenta a favor de la idea de que ‒contrario a lo que suele sostenerse− dicha actitud se sostiene en argumentos permanentes –tradicionales‒ de la modernidad capitalista. Por el contrario, se plantea la necesidad de un cuerpo teórico que permita cuestionar los fundamentos profundos de esa modernidad en un contexto histórico de cambios sociales, crisis históricas y tensiones sociopolíticas, que posibilite transformaciones, diálogos interdisciplinares y que abra en lugar de cerrar dentro de sí mismas ‒ni reducir a ontologías‒ las posibilidades de la construcción de conocimiento del ser humano: un marco teórico que permita la rearticulación de una idea no positivista ni cartesiana de ciencia social crítica.

Sentidos comunes disciplinares, obsolescencia y economicismo

Sobre la “obsolescencia”

En una conversación sobre la vigencia del marxismo para una antropología contemporánea, el primer accidente-incidente lo constituye el problema de la presunta obsolescencia. Es a nivel del sentido común, de esas ideas que circulan de manera naturalizada en la comunidad disciplinar, que resuenan en los pasillos, y en ocasiones en textos y salones, donde preferentemente se cimenta la idea de la obsolescencia del marxismo en la antropología y las ciencias sociales en general. Lo curioso de este sentido común es justamente lo acrítico que se torna de sus propios supuestos. La contradicción más común –por mencionar sólo una‒ consiste en que dicha obsolescencia es sentenciada, usualmente, desde posiciones epistemológicas o pre-epistemológicas idealistas ‒o bien fenomenológicas, hermenéuticas, constructivistas, perspectivistas, multinaturalistas, adscritas al llamado giro ontológico, entre otras‒ que suelen tener en común un claro rechazo a toda forma de objetivismo y ponen énfasis en la inconmensurabilidad de las formas de entender el mundo, y que sin embargo, paralelamente sostienen esta idea prekuhninana de acumulación unilineal de conocimientos implícita en la posibilidad de señalar como obsoleto un marco teórico particular. Y si, por el contrario, dicha obsolescencia se remite a rasgos sociológicos de la comunidad disciplinar que construye aquello “científicamente válido” (Latour y Woolgar, 1995; Woolgar, 1991) donde son las subjetividades las que construyen las objetivaciones (Berger y Luckmann, 1993), la solidez de esa afirmación no sería mayor que la de –parafraseando a Reynoso (2015)‒ “el primer dogma antropológico mayor del siglo XXI”, pues dicha lógica es circular y no contiene dentro de sí siquiera la posibilidad de negarse.

Es justamente porque los marcos teóricos se relacionan, remiten e interactúan en contextos sociológicos e históricos, y no siguen una estructura únicamente basada en su contexto interno y reglas de decisión que, en la historia de la teoría social, el marxismo ha resucitado una y otra vez de las actas de defunción teóricas, pese la insistencia de sus apresurados y pretendidos sepultureros. Y mientras no se haga efectiva la tesis/deseo fukuyamiana de que la historia, como lucha de ideologías, ha terminado, con un mundo basado en una democracia liberal, y mientras la sociedad capitalista mantenga en su seno relaciones sociales conflictivas de explotación/dominación, allí estará el marxismo como alternativa explicativa y práctica a la vez. Tras la común declaratoria de obsolescencia del marxismo se suele encontrar una prenoción fukuyamiana implícita en el espíritu de época, y una cierta dosis de “macartismo” teórico naturalizado, a la cual, a posteriori, se adjuntan los argumentos teóricos, operando ‒tal como paradojamente lo señalara Woolgar (1991) para las reglas de decisión en la práctica científica‒ como racionalizaciones post hoc. Y si ello es, en general, muy claro a nivel de las ciencias sociales, suele serlo aún más en el marco de la antropología. El mismo Latour (2007) toma su parte en esta retórica fukuyamina al describir la caída de lo moderno.

Sobre el “economicismo”

El segundo accidente/incidente con el que se topa la conversación sobre la actualidad del marxismo en la antropología contemporánea es la idea de economicismo. Es evidente que en una disciplina que ha estado mayormente dominada por lecturas idealistas, la cuestión de “lo económico”, como se la entienda, genera inmediata distancia. Ello ocurre por la visión estereotípica del marxismo como una teoría esencialmente economicista. No es objetivo de este texto discutir esa noción, para ello mucho se ha escrito desde el propio marxismo (Silva, 1990, Ambriz-Arévalo, 2015) e incluso por el propio Engels.[1] Lo que es menester plantear acá es el no poco común rechazo a priori de lo económico como factor determinante o incluso simplemente relevante de un problema de investigación antropológico. Desde el propio marxismo se puede coincidir en que suponer una determinación económica puede constituir un procedimiento analítico erróneo cuando se aborda un problema concreto. Ello es tanto porque la determinación económica a nivel teórico abstracto es una simplificación −como lo recuerda Engels (Marx y Engels 1955)− como, y más importante aún, porque a nivel de un problema concreto, aparecen “otras determinantes” históricas, que pueden resultar tanto o más significativas que las abstractas. A ello refiere Marx cuando dice que “lo concreto es concreto porque es la síntesis de múltiples determinaciones, por lo tanto unidad de lo diverso” (Marx, 1982: 21). Consecuentemente, es posible invertir el problema y en lugar de preguntar cuál es la necesidad de vincular “lo económico” con problemáticas que lo trascienden, preguntar cuál es la razón de descartar a priori esa relación. El rechazo a aquello que Wolf (1987) llamara de manera tan descriptiva como “conexiones” aparece desde la delimitación positivista neutralista (Weber, 1982; Malinowski, 1995), hasta la micro-descripción posmoderna (Geertz, 1989) y en el énfasis en que “lo social” es algo a explicar antes que un elemento explicativo de otros ámbitos (Latour, 2008). Lo que está detrás es una visión fraccionada de lo social: una ausencia o directamente un rechazo a la idea de totalidad.

El rechazo a la totalidad

Desde la formación básica en ciencias sociales y en antropología se suele partir desde el supuesto de que, para conocer una determinada realidad social, es necesario seleccionar aspectos de ella, delimitando de manera precisa sus “fronteras”. En ello concuerdan positivistas, pasando por los posmodernos, y rematando en “no modernos”. El objeto de estudio se construye y problematiza –consciente o espontáneamente‒ dentro de esas fronteras, excluyendo todo lo que queda fuera de esa delimitación. Esta idea tiene tal nivel de difusión, que llega a constituir un “sentido común” de la práctica investigativa, y por lo tanto se le naturaliza y asume de manera acrítica, y ello pese a que en ocasiones se entiende que los puntos de corte no dejan de ser arbitrarios. Simplemente se actúa como si la realidad social estuviera compuesta por “cosas” –inmateriales y materiales‒ divisibles y parcelables, antes que por relaciones. Y estos cortes operan tanto en el nivel sincrónico como diacrónico. La realidad –cultural, social, simbólica, económica, política‒ no sólo es divisible –procedimiento natural de cualquier análisis‒ sino que cada fragmento contendría dentro de sí sus propias reglas de explicación.

Hasta en el empirismo más pertinaz, subyace una filosofía negada, pues esta actitud se fundamenta finalmente en el enunciado ‒a priori‒ que declara la imposibilidad de aprehender “el todo” de esta realidad (Osorio, 2014, 2012). Respecto de la teoría, la misma actitud se refleja en la aceptación del hecho de que sería posible escoger entre una serie de opciones teóricas que son capaces de ofrecer explicaciones alternativas a fenómenos específicos con un determinado nivel de concreción, en lo que son verdaderas teorías “del pedacito”, sin pretensión de una articulación explicativa más amplia. Esta tendencia generalizada en el pensamiento de las diferentes ciencias sociales, responde en sí a una manera específica de ver la realidad social, una manera fragmentada.

A nivel disciplinar, esta visión de lo social como parcelable se expresa en una correlación entre disciplinas sociales y sus ámbitos de estudio delimitados: cultura, economía, política, sociedad, entre otras, se tornan en verdaderos “reinos naturales”, auto-determinados y auto-comprendidos: casillas que desde la condición de analíticas pasan a tener una especificidad que las vuelve esencialmente independientes (Wallerstein, 2004). Acusaciones de falta de rigor, determinismo, economicismo, esencialismo, e incluso totalitarismo, entre otros epítetos, suelen emerger con facilidad desde el establishment ante la sola consideración de un análisis que rompa las barreras disciplinares. Reificar estas divisiones analíticas se torna un dogma. Incluso, como bien lo enunciaba González Casanova, “a menudo con el pretexto de luchar contra la indisciplina y por el rigor, se lucha contra la interdisciplina” (2004: 21). Por el contrario, la aplicación de una lectura marxista rompe con estos saberes de la división y la hiperespecialización, pues, por el contrario, desde dicho punto de vista ninguno de estos ámbitos o esferas analíticas sociales ‒a decir de un viejo antropólogo en otros tiempos‒ “posee a su propio nivel la totalidad de su sentido y de su finalidad, sino sólo una parte de ellos.” (Godelier, 1968: 23). Lejos de asumir “cosas sociales” divisibles y parcelables, una lectura marxista supone que lo propio del mundo social y cultural no puede sino ser las relaciones sociales. Lo cultural, lo simbólico, lo político, lo económico, lo sociológico, no son sino, entonces, relaciones sociales, y con frecuencia, las mismas relaciones son todo ello a la vez.

Las corrientes preponderantes en las ciencias sociales en general y en la antropología en particular, parten de supuestos epistemológicos muy diferentes, y en ello posiciones tan aparentemente divergentes como positivismo, posmodernismo y perspectivismo, no se distinguen mayormente. Pensar lo social a partir de las relaciones implica, necesariamente, pensar en una totalidad, precisamente aquella que constituye lo social, donde esas relaciones alcanzan su sentido. Pensar lo social desde las relaciones obliga a pensar simultáneamente en el todo y la parte, pues pone de manifiesto su mutua relación como elementos constitutivos, uno del otro, en ambos sentidos, y en la actividad de ser de esa totalidad. Pensar un ámbito como externo a esas relaciones resultaría, como dijera Marx (1982: 21), en una representación caótica de la realidad, una que imagina al recorte que estudia como algo concreto –aunque sea un concreto inmaterial, ideacional o simbólico‒ no viendo en éste el proceso de abstracción que constituye ese “concreto” como un concreto pensado.

En la actualidad, una parte importante del pensamiento social se encuentra dominado por este atomismo y cosismo que niega la totalidad, y reviste, a muy groso modo, dos grandes formas enfrentadas entre sí, a las cuales subyacen, en el fondo, las mismas coordenadas de la modernidad capitalista (Osorio, 2012; Pérez, 2008). La aparente batalla épica entre el posmodernismo y el neopositivismo empirista ha encandilado por décadas a los críticos de la academia.[2]

Desde las corrientes de pensamiento mayormente idealistas –posmodernismo, fenomenología, constructivismo perspectivismo, etc.− el sentido de unidad de lo social correspondería a un esfuerzo filosófico agotado, parte de una modernidad pasada y de un metarrelato moderno. En su reemplazo, estas lecturas favorecen el pequeño relato, la descripción de la particularidad, lo micro-descriptivo y la lectura subjetiva. Desde este punto de vista, pensar la totalidad se vuelve sinónimo de totalitarismo, en la medida en que se aplasta la particularidad (Osorio, 2012; Lyotard, 1990), y dicha particularidad debe ser relevada y descrita al ser valorada como más “rica” que, por ejemplo, el estudio de las estructuras de dominación y explotación.[3] El objetivo es ahora más bien una descripción densa (Greetz, 1992). Las exhortaciones de Latour (2008) respecto de que “lo social” debe ser per se explicado ‒sin salir de las “asociaciones”‒ también pueden leerse en esta línea. Se pasa, con naturalidad, de recuperar la agencia de los seres humanos –cuestión ciertamente valiosa frente a un estructuralismo mecanicista‒ al atomismo e individualismo más unilineal. Aquí Osorio (2012) ofrece una ilustrativa analogía con un Mosaico: el énfasis micro-descriptivo equivaldría a la sugerencia de asumir el estudio de dos centímetros cuadrados de un mosaico, y examinarlo de manera exhaustiva, sin interrogarse por el mural del que es parte, ángulo desde el cual se entenderían mejor las propias particularidades de ese fragmento.

Por su parte, para el neopositivismo –por cierto, hoy más común en la ciencia política y la economía que en la antropología y la sociología‒ existen orden y regularidades, sin embargo, no hay ninguna racionalidad que pueda englobar una explicación general de la vida social. Es el reino de la llamada “teoría de alcance medio”. La selección y delimitación del objeto de estudio es vista aquí como la posibilidad real de acercarse a conocer un fenómeno, de manera concreta y “científica”. Ir más allá en la ampliación del objeto redundaría en un afán ambicioso, especulativo tal vez, que chocaría con la barrera de la infinitud de lo real. Existe aquí una verdadera confusión entre conocerlo todo y conocer el todo (Osorio, 2012). Lo primero es imposible, lo segundo consiste en conocer aquello que da unidad y otorga sentido en términos de relaciones y procesos que unifican. El positivismo descarta el segundo argumentando en contra del primero. Al respecto, Osorio (2012) destaca el hecho de que ver el mundo social como regido por leyes sociales débiles, naturalizadas, sin historia, “al igual que a la lluvia o a la gravedad” escondiendo una organización social donde la apropiación de trabajo ajeno y el dominio se encuentra a la base, es una necesidad para el capital.

De esta manera, en el pensar de la modernidad y aquello que llaman posmodernidad, la norma ha sido un pensamiento de lo social que divide y opone la contingencia y la legalidad; opone lo concreto y lo abstracto, lo diacrónico y lo sincrónico; o bien, niega la regularidad en la historia o bien la historia en la regularidad; establece cortes, fisuras, rupturas, hiatos al interior de la dinámica social, desarticulándola en elementos que ven como exteriores entre sí, estableciendo ámbitos y reinos independientes, es decir, un pensamiento que no sólo niega sino que no es capaz de pensar la totalidad.

Una vieja historia

El punto de vista neopositivista, como las variadas corrientes que englobamos bajo la figura de “posmodernismo”, reiteran tensiones de larga data en el pensamiento moderno. El racionalismo ilustrado carga dentro de sí con la historia de toda la “revolución cultural” que envuelve a Occidente desde el siglo XV, y que se proyecta luego como un modelo de “racionalidad científica”.[4] Este modelo se inspira en un tipo de ciencia con características muy particulares, donde el peso de la imagen de la física clásica es gravitante. Subyacen a este modelo dos premisas, de tipo fundamentalmente filosófico: por un lado, el modelo newtoneano, que supone una simetría entre el pasado y el futuro, es decir, la existencia de leyes eternas; y por otro lado, el dualismo cartesiano, que supone una distinción fundamental entre naturaleza y humanidad; materia y mente; físico y social (Wallerstein et al., 1999). Agregaremos a lo anterior la tendencia al atomismo, donde se entiende que la explicación última se aloja en una suerte de “unidad mínima” resultante de la división sucesiva de las parten en otras partes: la explicación se aloja en la parte que ya no tiene partes, tendencia analítica que se condice con una “exterioridad” de las relaciones que establece ese átomo con el todo (Pérez, 2008).

Ante las limitaciones de pensar lo social a partir del modelo de ciencia clásico o del racionalismo ilustrado –encarnados hoy en el positivismo y neopositivismo− surge una contracara romántica de ese pensamiento, que critica el contenido de ese modelo, erigiendo sus cuestionamientos principalmente en contra de la visión nomotética de la ciencia social, en contra de la posibilidad misma de una legalidad en lo social y, por tanto, contra el rechazo a la contingencia, a lo idiosincrático, a lo particular, y a la diferencia en sí. Sin embargo, esta crítica no es sino la otra cara de la misma moneda, pues no logra articular orden y contingencia, sólo niega la posibilidad del orden, en otras palabras, simplemente invierte lo planteado por el racionalismo ilustrado, proponiendo irracionalismo romántico, es decir, no hace sino invertir los enunciados generales del primero. Por medio de esta operación, no se cambia la idea misma de “orden” sino sólo se cambia su signo. Pérez Soto lo expresa de una manera muy precisa: “no se ha instalado la diferencia en el ser, simplemente se ha negado que haya un ser en el cual pueda residir la diferencia” (Pérez, 2008: 75). Estos “impugnadores modernos de la modernidad”, no logran realmente estar más allá del principio básico que someten a crítica. No logran más que realizar una inversión simple del pensamiento moderno hegemónico, sin cuestionar los fundamentos del pensar de la modernidad.

Por otra parte, en ambas formas de pensar la modernidad se expresa de igual manera una incapacidad sustancial de comprender la totalidad. Más allá de la dicotomía racional-irracional, un elemento une racionalismo y su crítica: la exterioridad. El carácter atomista del modelo de ciencia clásico permea al pensamiento social racionalista, lo que tiene por resultado, en esta visión, una verdadera preexistencia ontológica de las partes ante el todo, donde la parte suele corresponder al individuo y el todo a la colectividad. La parte alcanza consistencia de manera independiente al todo, lo que posibilita el desarrollo de unas ciencias sociales que establecen cortes, fisuras, rupturas, hiatos al interior de la dinámica social. Dentro del pensamiento social, lo anterior suele no ser superado por la crítica romántica, y cuando ésta es radical respecto de este punto, nuevamente se invierte la ecuación, apareciendo el todo como preexistente, pero un todo estático, independiente de la parte, sin actividad: un todo que alcanza consistencia sin la parte.

En otras palabras, el pensar moderno implica una ontología particular de lo social en donde se suele pensar “todo y parte” de manera exterior entre sí: la parte es externa a las relaciones o viceversa, el todo alcanza consistencia de forma externa a la parte. Lo primero implica que lo real, lo positivo, es la parte, y no las relaciones, las que no son pensadas como constituyentes de la parte sino más bien como conexiones posteriores. En las ciencias sociales ello se expresa, por ejemplo, en un individualismo metodológico y ontológico, donde el todo es resultado de la unión de las partes. Por el lado de su contracara, esto se expresa en un colectivismo donde el órgano social –igualmente quieto‒ prexiste y prefigura a las partes. Y cabe destacar que la presencia del colectivismo puede implicar la ausencia del atomismo, pero en cierta forma no necesariamente la de exterioridad, puesto que puede pensarse al colectivo como una cosa (como en la sociología de Durkheim) a la cual las relaciones con las partes no dejan de serle exteriores y secundarias.

Respecto del atomismo e individualismo existe una verdadera confluencia histórica entre filosofía y modelo de ciencia clásico. Desde la crítica romántica, el rechazo al racionalismo científico coincide con el rechazo a la filosofía liberal, adscribiendo en ocasiones a visiones conservadoras del orden social, donde aparece la idea de un todo funcional, desde donde comenzarán a desarrollarse las visiones funcionalistas del cuerpo social, tendencia que se formaliza en teoría social principalmente a partir de la sociología de Durkheim desde fines del siglo XIX y que en antropología alcanza cuerpo en el funcionalismo.

En otras palabras, para el pensar moderno, racionalista o romántico “del ser de una cosa no se sigue en absoluto el ser de otra. Las cosas son exteriores entre sí” (Pérez, 2008: 77). Y esta exterioridad impide pensar realmente una totalidad dinámica, y la única forma de pensarla es reduciéndola a la idea de una simple agregación mecánica de las partes, que constituye el todo, y en su inverso romántico, pensando en un todo estático determinante de la parte, donde la actividad de ser totalidad continua igualmente ausente.

Hacia un marco teórico de la totalidad

Tanto las corrientes epistemológicas y propuestas que derivan del racionalismo ilustrado, como aquellas que derivan de su crítica romántica, −como son actualmente neopositivismo y posmodernismo− (Pérez, 2008; Osorio, 2012 y 2014) han sido capaces de iluminar distintos aspectos de la vida social, aspectos que en muchos casos su antagonista no logra iluminar. De la misma manera, logran ambas realizarse críticas pertinentes mutuamente, no obstante lo anterior, la capacidad de integrar una explicación general es más bien escasa en ambos lados. Mirando por fuera de este pensamiento moderno, encontramos en el marxismo una alternativa desde donde hallar esa mirada integradora ‒que no supone una simple síntesis entre lógicas dicotómicas, sino una lectura diferente de lo social‒ pero no en cualquier lectura del mismo, sino una que lo entiende como una crítica radical a la modernidad, en la medida en que “cuestiona los fundamentos sobre los que se construyen los saberes de la modernidad capitalista, con particular énfasis en las ciencias sociales y humanas” (Osorio, 2014: 19).

El pensamiento social moderno, –aquel derivado de toda una vasta historia de reflexión constitutiva de la modernidad, y que se expresa hasta hoy en la tensión racionalismo/romanticismo‒ no es capaz de iluminar la lógica rectora de las relaciones que conforman lo social, pues de hacerlo, el pensamiento social se transforma en un pensamiento que se torna en contra de la sociedad que lo genera, y ‒salvo excepciones, y mediando luchas sociales‒ un pensamiento de ese tipo –es decir, una crítica radical a la modernidad‒ no puede tener un espacio privilegiado en un mundo regido por el capital. Al respecto resulta más simple, más práctico, e incluso desde un sentido común empirista más creíble y elocuente plantear reemplazar las “certezas” dictadas por “las ciencias de lo social” por la observación desde una serie de incertidumbres y escuchar a los actores (Latour, 2008). Al respecto, las razones para rechazar la idea de totalidad no son ajenas a las necesidades de reflexión que acompañan a las clases dominantes en su ascenso y consolidación “y al tipo de ciencias sociales que de allí pueden derivarse” (Osorio, 2012: 12). Existe una necesidad histórica de ocultar las relaciones de explotación y dominación. Ello se conduce con la necesidad de que las “partes finitas” (economía, política, etc.) que componen la realidad social sean separadas (Wallerstein et al., 1999; Wallerstein, 2004b). “Fracturar la vida social, romper o desconocer las relaciones, es un principio epistémico necesario para el mundo (y las ciencias) que construye la modernidad del capital” (Osorio, 2012: 13).[5]

Guste o no, se decida abiertamente o no, tras un punto de partida epistemológico y metodológico, hay inevitablemente una teoría de lo social. Cuando no se tiene claro lo anterior, simplemente aparece de manera “espontánea” –a decir de Bourdieu‒ (Bourdieu et al., 1975) alguna teoría de lo social.[6] No existe un punto de partida neutro: epistemología y teoría de la sociedad son dialécticamente dependientes, y es sólo ese recurso –dialéctico‒ a regresar por el camino de lo pensado para lograr el ajuste de las formas de pensar a lo pensado, lo que permite una representación no caótica de la realidad.[7] Es por ello que el lugar de ser “lo social” aquello tautológico –a entender por ejemplo de Latour (2008)‒ son juntamente las “observaciones” aquellas que se encuentran teóricamente definidas, no siempre de manera clara.

El método crítico no es sino el que se ajusta a pensar la modernidad del capital, aquella regida por su lógica, puesto que nos interesa elucidar precisamente aquello que las formas de pensar moderno ocultan: los procesos de explotación y dominación. Si nuestro punto de partida fuera un racionalismo científico atomista, o un neorromanticismo posmoderno, o un atomismo constructivista, ello impediría de entrada ver aquello que queremos estudiar, puesto que de partida el foco no estaría puesto en aquello que estas formas de pensar ocultan. La médula de lo social no puede sino ser otra que las relaciones sociales, las relaciones no son puntos de conexión exteriores a las partes, por el contrario, son constitutivos de la parte, y esas relaciones alcanzan una totalidad con sentido, con una lógica rectora: en ello descartar a priori la lógica del capital, que opera en la actividad de ser de esa totalidad, resultaría más que un sin sentido, en una representación parcializada de lo social, desprovista del conflicto que le es constitutivo.

La vida social se concreta en su actividad unificadora, por las tensiones que desata el capital en su despliegue por valorizarse. Y esta idea de actividad es fundamental, pues es lo que distingue esta totalidad dialéctica de un todo “sistémico” sin historia y prexistente: la totalidad marxista no es organicista, no es un ser, sino un ir siendo. “Para que haya totalidad debe haber ciertamente un todo, pero no es el todo como tal el que la hace totalidad sino la actividad de ser el todo.” (Pérez, 2008: 78). La totalidad del capital no es estática, por el contrario, es histórica, en tensión interna, en negación y conflictividad que le son constitutivas, y por ello otorga sentido a la vida societal. “Dicho sentido es formulable y explicable al dar cuenta de la actividad conformadora de unidad y de la conflictividad que la constituye. Con ello podemos afirmar que la vida en común es inteligible, explicable de manera sustantiva.” (Osorio, 2012: 16)

La totalidad reclama dar cuenta de las partes y no anula la diversidad, como suele entenderse desde posturas maniqueas. Reclama pensar el todo para entender la parte y la parte para entender el todo. Pero, sin embargo –y aquí lo que despierta más acusaciones de determinismo‒ la actividad unificante, al nivel más abstracto, en una sociedad dominada por el capital es la lógica de éste, que como dijera Marx, lo “impregna todo”. Es la totalidad de un capital dotado de historia, con tiempo y espacio, una totalidad que no opone la contingencia y la legalidad; lo concreto y lo abstracto, lo diacrónico y lo sincrónico donde lo universal y lo particular adquieren sentido juntos.

Al lector se le propone el siguiente ejercicio. Pregúntese si el objeto antropológico que se construye está realmente ausente de vinculación con las relaciones de dominación y explotación que el mundo del capital construye. Pregúntese luego por la naturaleza del corte que se establece en esas relaciones, y el carácter explicativo que a partir de allí se puede esperar. Tal vez, y sólo tal vez, luego de esa reflexión aparezca menos obsoleto y menos economicista comprender el objeto construido, su problema de investigación, sin establecer una desvinculación apriorística respecto de las naturalizadas pero no naturales relaciones

En un mundo repleto de expresiones particulares de los procesos globales de dominación, el conocimiento de los procesos particulares, locales y territoriales no sólo complementa un esquema general de la teoría, sino es dialécticamente parte del conocimiento de estos macro-procesos. El estudio etnográfico en dialéctica con teorías de lo global –como las geografías críticas, sistema mundial y la reemergente teoría latinoamericana marxista de la dependencia‒ es necesario para comprender el mundo y para transformarlo. En una era de grandes transformaciones históricas, el indeterminismo romántico debe dar lugar a un conocimiento que ofrezca herramientas de transformación. Las antropologías críticas deben exigirse más que el viejo y trasnochado relativismo y poner fin al aletargamiento fukuyamiano de la era neoliberal.

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  1. En una carta escrita por Engels a Joseph Bloch en septiembre de 1890, señala lo siguiente: «Según la concepción materialista de la historia, el factor que en última instancia determina la historia es la producción y la reproducción de la vida real. Ni Marx ni yo hemos afirmado nunca más que esto. Si alguien lo tergiversa diciendo que el factor económico es el único determinante, convertirá aquella tesis en una frase vacua, abstracta, absurdo. La situación económica es la base, pero los diversos factores de la superestructura que sobre ella se levanta ‒las formas políticas de la lucha de clases y sus resultados, las Constituciones que, después de ganada una batalla, redacta la clase triunfante…, las formas jurídicas…, las teorías políticas, jurídicas, filosóficas, las ideas religiosas…‒ ejercen también su influencia sobre el curso de las luchas históricas y determinan, predominantemente en muchos casos, su forma”. Marx y Engels (1955), 520; citado en Ambriz-Arévalo, 2015. El destacado no es parte del original.
  2. Discutir en profundidad estas corrientes y a sus autores escapa por completo a los objetivos de este modesto escrito. Por ello, nos remitimos a con hacer referencias generales a ellas como bloque, pasando por alto los matices.
  3. Por ejemplo, para Michel Maffesoli, “contra la dominación política, contra la dominación económica, hay una vida cotidiana que es mucho más que eso” (Maffesoli en Cuevas Valdés, 2013: 5). Habría en ello, para este autor, una “duplicidad”, donde se le otorga un mayor peso a la resistencia de los individuos a las estructuras macro de dominación: “una forma de resistencia que no es frontal, una forma de resistencia que es mucho más astuta, −astucia−. De repente, ya no nos encontramos en una concepción puramente política.” –señala Maffesoli− (en Cuevas Valdés, 2013: 5) En sus palabras: “de golpe esta socialidad cuestiona las grandes categorías económicas, las grandes categorías políticas, y se puede ver claramente que la política y la economía no funcionan más. Esto es así. Desde mi interpretación, eso sucede porque estamos pasando a otra fase. (Maffesoli en Cuevas, 2014: 3).
  4. Como es bien conocido, desde el siglo XV, el humanismo y el racionalismo comienzan a desplazar lentamente al teocentrismo, pero sin embargo, durante los siglos XVI, XVII e incluso el XVIII, estos cambios distaban de tener una base social amplia, pues, la ciencia no terminaba por establecerse como el método dominante de validación de certezas. Ese proceso de racionalización, desde sus propulsores intelectuales “consistió en el ataque filosófico al significado de las verdades reveladas” (Wallerstein, 2004: 38). Esa actitud pasará como modelo de ciencia a las formas de pensar la sociedad moderna.
  5. Un claro ejemplo de lo anterior es la historia de la ciencia social que estudia el corazón mismo de la reproducción del capital: la economía política. En las últimas décadas del siglo XIX acontece una verdadera crisis ideológico-científica al interior de esta disciplina, pues precisamente su desarrollo precedente comenzaba a tornarla científicamente crítica de la sociedad que la engendraba. El desarrollo de la economía política clásica había llevado a un serio cuestionamiento del capitalismo mismo, lo que se evidencia en la llamada “izquierda ricardiana” y en el desarrollo de marxismo. El recurso una atomización (profundizando el modelo de la física) por medio del desarrollo de una teoría subjetiva del valor permitió a la ciencia económica seguir construyendo conocimiento empírico, avanzando en la creación herramientas para su aplicación, y sin embargo, dejar de lado todo análisis del capitalismo en tanto sistema. Es importante destacar aquí una cuestión fundamental. El surgimiento de una crítica al capitalismo al interior de la reflexión social no es una invención de uno o dos autores, sino más bien, es el producto del desarrollo mismo de la investigación social. La economía política clásica y su teoría del valor trabajo ‒desarrollada a lo largo de dos siglos‒ conduce por sí misma a una teoría de la explotación, que no desarrolla Ricardo, pero que se concluye directamente de su obra, la que a su vez no sólo fue desarrollada por Marx, sino además por otros contemporáneos. En este sentido, seguir el camino de algunas ramas de las ciencias naturales en su énfasis micro permitió a la economía (ahora sin el apellido de política) eludir ese desarrollo y conducir la investigación social empírica desde las bases que sentaba una ideología particular: el liberalismo. Y pese a lo anterior, este cambio de rumbo, esta nueva fijación en el estudio micro, y la explicación de lo social por lo individual, se hizo en nombre de la ciencia, bajo una discursividad que insistía en el carácter científico de ese camino, y en el carácter ideológico de cualquier método que llevara a una crítica social, la cual se explicaba en un interés por las transformaciones sociales, lo que suponía per se una falta de neutralidad científica.
  6. En contra de lo que Pierre Bourdieu (et al., 1975) ‒posiblemente siguiendo en esto a Marx (1982)‒ denominó como hiperempirismo, aquí partimos del entendido de que el objeto de estudio siempre se construye teóricamente, y que cuando se renuncia al derecho y al deber de realizar esta construcción de manera consciente, simplemente se está asumiendo una teoría implícita y no vigilada epistemológicamente acerca de la realidad social.
  7. Cuando Marx expone su concepción de lo que debe ser el método de la economía política, señala que lo concreto “aparece en el pensamiento como proceso de síntesis, como resultado, no como punto de partida. […] aunque sea el verdadero punto de partida también de la intuición y de la representación. […] En el primer camino la representación plena es volatilizada en una determinación abstracta; en el segundo, las determinaciones abstractas conducen a la reproducción de lo concreto por el camino del pensamiento.” (Marx, 1982: 21). Para Marx, Hegel confundió el proceso mediante el cual el pensamiento se apropia de lo concreto –elevarse de lo abstracto a lo concreto‒ con el proceso de formación mismo de lo concreto. Por el contrario, el empirismo toma lo concreto pensado como un hecho, sin regresar por su proceso de transformarse en concreto pensado. Para Marx la totalidad concreta, como totalidad del pensamiento, como un concreto del pensamiento es in fact un producto del pensamiento y de la concepción, pero de ninguna manera es producto del concepto que piensa y se engendra a sí mismo, desde fuera y por encima de la intuición y de la representación, sino que, por el contrario, es un producto del trabajo de elaboración que transforma intuiciones y representaciones en conceptos. El todo, tal como aparece en la mente como todo del pensamiento, es un producto de la mente que piensa y que se apropia del mundo del único modo posible, modo que difiere de la apropiación de ese mundo en el arte, la religión, el espíritu práctico. (Marx, 1982: 22)