Luis Castillo Farjat [1]
Centro Regional de Investigaciones Multidisciplinarias (CRIM-UNAM)
Uno de los factores fundamentales que sostiene al paradigma de la modernidad capitalista es el trabajo asalariado. Cuando se habla cotidianamente de trabajo, más bien se habla de trabajo asalariado o de empleo. Otras formas de trabajo que no tienen alguna remuneración monetaria, son vistas como arcaicas u obsoletas y excluidas de la noción de trabajo. La división internacional del trabajo creó una jerarquía racializada y engenerizada entre las distintas formas de control del trabajo articuladas por el capitalismo. La exclusión del régimen salarial de gran parte de la población mundial ha sido una forma de control que mantiene y reproduce el dominio colonial.
Si bien las relaciones capitalistas de producción iniciaron en Europa hacia el siglo XII (Braudel, 1986), fue con la conquista de América y la implantación de un sistema colonial que el capitalismo tuvo el impulso para convertirse en el sistema hegemónico a nivel mundial (Quijano, 2014). El capitalismo subsumió otras formas de trabajo existentes para incorporarlas al proceso de acumulación de valor. Las formas de trabajo servil o esclavo se destinaron a la población indígena, afrodescendiente y a las mujeres, mientras que el régimen salarial estaba reservado para la población blanca y masculina. El capitalismo se ha sostenido como sistema hegemónico de control del trabajo gracias a la superexplotación de la mano de obra racializada y engenerizada.
El salario es el principal mecanismo por el cual el capitalismo ha gestionado la explotación de los y las trabajadoras, pero también lo ha sido negar el acceso a las relaciones salariales. Silvia Federici nombró “patriarcado del salario” a la exclusión de las mujeres del trabajo asalariado que permitió el control del cuerpo femenino y explotarlas mediante el trabajo de reproducción y de cuidados, casi nunca remunerado. “A través del salario se crea una nueva jerarquía, una nueva organización de la desigualdad: el varón tiene el poder del salario y se convierte en el supervisor del trabajo no pagado de la mujer” (Federici, 2018: 15).
Así como las mujeres han sido excluidas de las relaciones salariales, en las periferias la población racializada queda asignada a formas de trabajo servil o esclavo. Siguiendo la idea del “patriarcado del salario” aquí denominamos “colonialidad del salario” a esa división del trabajo que excluye o absorbe de manera marginal en las relaciones salariales a la población racializada. Sostenemos que la relación salarial va más allá de la retribución monetaria, aparece más bien como un sistema de organización social, por ello preferimos hablar de colonialidad del salario en vez de la colonialidad del trabajo para no caer en la confusión que mencionamos al principio.
La exclusión del salariado
Se ha denominado sociedades salariales (Castel, 1997) a aquellas donde las relaciones salariales no solo predominan en la configuración del trabajo, sino que también se convierten en una garantía de derechos y prestaciones fuera del trabajo, y permite una participación ampliada en la vida social. “La relación salarial no solo genera ingresos y capital, sino además individuos disciplinados, sujetos gobernables, ciudadanos de bien y miembros con responsabilidades familiares” (Weeks, 2020: 25) El salario se convirtió en la forma mediante la cual el capitalismo organiza la vida social, pero también la exclusión de ese entramado tiene consecuencias en la estructura social.
El salario es un elemento esencial en la historia del desarrollo del capitalismo porque es una forma de crear jerarquías, de crear grupos de personas sin derechos, que invisibiliza áreas enteras de explotación como el trabajo doméstico al naturalizar formas de trabajo que en realidad son parte de un mecanismo de explotación” (Federici, 2018: 16).
Sin embargo, es difícil decir que en las regiones del sur global se lograron estructurar sociedades salariales como las que describe Robert Castel para las economías centrales. En América Latina, la mayoría de la población trabajadora trabaja de manera informal y los derechos e identidades forjadas bajo el régimen salarial prácticamente no existen.
En México, por ejemplo, la tasa de informalidad laboral se encuentra en el 55% de la población ocupada, o sea, hay 32 millones de personas que no tienen una fuente de empleo reconocida y sancionada por el Estado. Si bien, la división formal/informal tiene un marcado carácter ideológico para invisibilizar las formas de reproducción que escapan al control del Estado, nos sirve para dar cuenta de la precarización y falta de derechos laborales y de canales institucionales para resolver la conflictividad. De esto se desprende que, al ser incapaz el mercado laboral de absorber a toda la población, las personas busquen su reproducción en actividades no necesariamente remuneradas por un salario.
Actualmente existen relaciones serviles o formas de trabajo semi-esclavo, pero también formas de producción articuladas por prácticas de solidaridad o colectivas desde la pequeña producción familiar, cooperativas o trabajo comunitario como el tequio. Esta situación nos conduce a pensar en una multiplicidad de formas de trabajo, e incluso de modos de producción coexistiendo. Ya Mariátegui había analizado la articulación entre las formas comunitarias de producción, trabajo esclavo y la economía salarial capitalista (Mariátegui, 1979). En esta línea, René Zavaleta propone el concepto de formación social abigarrada para dar cuenta de la relativa desconexión entre los distintos modos de producción existentes en Bolivia. Incluso en la década de 1970 surgió un debate entre historiadores y economistas sobre los modos de producción en América Latina (Assadourian et al., 1973). Agustín Cueva es crítico de ese debate, sosteniendo que abandonaron la parte más relevante, o sea, la referida a la articulación y evolución de los distintos modos de producción, la cual permitía pensar la cuestión indígena (Cueva, 1974).
Asumir la existencia de otros modos de producción no implica su existencia por fuera del capitalismo, más bien se refiere al sistema capitalista como sistema hegemónico de control del trabajo. Fue el trabajo servil y esclavo en las colonias, particularmente en América Latina, lo que permitió el desarrollo tecnológico en las metrópolis, o sea, el paso de la plusvalía absoluta a la plusvalía relativa (Marini, 1973). De forma paralela a la que Federici expone en relación al salario como forma de sujeción de las mujeres, relegándolas al trabajo doméstico y de cuidados de forma no remunerada, en América Latina se dio un fenómeno similar con la población racializada. El capitalismo logró controlar y explotar a los habitantes de las colonias, excluyéndolos de las relaciones salariales, asignando formas de trabajo servil o esclavo que aun persisten dentro de ese amplio rubro de la informalidad.
Para Aníbal Quijano no es casual que la “la inmensa mayoría de los trabajadores asalariados de más bajos salarios, y los no-asalariados, esto es, los más explotados, dominados y discriminados, en todo el mundo, donde quiera que estén, son las llamadas de ‘razas inferiores’ o ‘de color’” (Quijano, 2013: 156). El sistema capitalista ha organizado una división espacial, racial y sexual del trabajo. Es a partir de la idea de raza que los europeos blancos “se asignaron para sí el control del trabajo y el trabajo asalariado, dejando para los otros, formas de trabajo no asalariado (esclavitud, servidumbre, reciprocidad y pequeña producción mercantil simple)” (Marañón Pimentel, 2017: 216).
La exclusión de la población negra, indígena y femenina del régimen salarial no solo ha derivado en la superexplotación del trabajo al aumentar considerablemente las jornadas laborales y la intensidad del trabajo, sino que ha incentivado sectores marginales de la economía con altas tasas de ganancia donde trabajadoras y trabajadores no tienen ningún tipo de derecho o seguridad social. En México, por ejemplo, conviven formas de trabajo semi-esclavo en las maquiladoras o en plantaciones agrícolas nutridas por población migrante e indígena, así como relaciones serviles en latifundios, en la minería o en negocios como el tráfico de estupefacientes o la trata de personas.
Si bien, el capital ha tenido la capacidad para subsumir diversas formas de trabajo e integrarlas a los canales de acumulación, hay casos de otras prácticas económicas que pretenden desprenderse de dicha subsunción. Sobre todo en espacios donde otras formas de trabajo confluyen con alternativas de organización social o movimientos emancipadores, surgen procesos que cuestionan la hegemonía del sistema capitalista como articulador de las relaciones sociales. Esos procesos de (re) colectivización pretenden producir prácticas económicas de solidaridad y reciprocidad cuyo fin no es la acumulación, sino la reproducción de la vida.
Alternativas populares y solidarias en México
Pensando en términos de larga duración, las relaciones salariales solo representan una mínima parte en las formas de trabajo históricas. Incluso, actualmente en México podríamos asegurar que la mayoría de las personas busca la reproducción por formas no necesariamente salariales. Ello no significa que se encuentren fuera del capitalismo, pues este sistema sigue siendo la forma hegemónica de control del trabajo. Sin embargo, hay una multiplicidad de propuestas y apuestas teórico-políticas para nombrar dichas estrategias. Desde las nociones de “tercer sector”, o las de “economía social”, “solidaria”, “popular” o “de reciprocidad” se ha tratado de conceptualizar cómo aparecen las distintas manifestaciones del trabajo colectivo. Aquí solo enunciaremos algunas de las formas más visibles para mostrar el amplio panorama de las formas de trabajo no salariales.
Primeramente, está el sector cooperativista, que tiene una gran trayectoria en México, desde mediados del siglo XIX. Sin embargo, este tipo de organizaciones ha funcionado como un apéndice del movimiento obrero, dependiente de políticas estatales. Revisando las cifras oficiales del Directorio Estadístico Nacional de Unidades Económicas (DENUE) encontramos registradas 14,101 cooperativas (2023). De aquí se desprende un subregistro considerable, tanto por la existencia de organizaciones que no se registran ante el Estado, como por las dificultades de cuantificación y falta de claridad conceptual (Gracia y Hobarth, 2016). Calculamos que, por cada cooperativa sancionada por el estado, existe otra que no se encuentra registrada, pues ello implica un régimen fiscal, una serie de normas, trámites y controles.
El 90% de esas cooperativas se encuentra en el sector servicios y 10% restante en actividades extractivas o industriales. El 60% presta servicios de preparación de alimentos, bebidas y alojamiento, o sea, cafeterías, comedores populares, restaurantes, hostales, posadas, etc. La estructura económica y la normativa estatal ha limitado a las cooperativas a este sector. Ello indica que las cooperativas representan pequeños emprendimientos destinados a solventar las crisis. Sin embargo, en el sur del país, las cooperativas se encuentran ligadas a una estructura más comunitaria, agrícola en Campeche y Tabasco, de transporte en Chiapas y servicios financieros (cajas de ahorro, bancas populares) en Oaxaca. Mención aparte lo constituye el movimiento cooperativista autónomo que no se registra ante el Estado como postura política y que tiene vínculos con movimientos sociales, productores agrícolas independientes o proyectos comunitarios.
Por su parte, las organizaciones económicas populares representan un proceso de movilización social y organización de las clases subalternas, principalmente sectores urbanos precarizados. En general son una respuesta colectiva a los procesos de exclusión social y económica de los sectores populares, insertándose en ciertos circuitos de producción, comercio y consumo. Estas organizaciones populares se han sobrepuesto al Estado que no cumplía su rol de protección y control, así como al libre mercado que no brindaba garantías ni promesas de acceso, igualdad y derechos (Cielo, Gago y Tassi, 2023). En este rubro podemos ubicar al trabajo no remunerado de autosustento, al trabajo de cuidados, el trabajo familiar, al trabajo autónomo a cambio de ingresos o en especie, al trabajo de producción de bienes y servicios, así como al trabajo asociativo y autogestionado para el intercambio no monetario o para su venta en el mercado (Coraggio, Arancibia y Deux, 2010).
El otro gran sector lo representa la gestión colectiva de la tierra. A pesar de las políticas de debilitamiento del campo mexicano y su privatización, más de la mitad del territorio mexicano (51%) es de propiedad colectiva. Aunque buena parte de los ejidos y comunidades agrarias funcionan como propiedad privada, en muchos de estos se mantienen instituciones de gestión colectivas y formas tradicionales de organización. No obstante, la tradición colectiva en el campo mexicano también ha sido objeto del control corporativo por parte del Estado, tanto por funcionarios agrarios como por caciques locales.
Actualmente hay una tendencia de desorganización y baja en el número de ejidos, pero también un ligero aumento de las comunidades agrarias, sobre todo por los procesos de recuperación de tierras que han llevado a cabo varios pueblos. En el 44% de los ejidos y comunidades agrarias hay presencia indígena y en algunos de esos territorios existen distintas instituciones paralelas y a veces contrapuestas a las estatales. Esos sistemas de organización política y social que tienen muchas comunidades indígenas, denominados despectivamente “usos y costumbres” (Aguilar, 2018), son también llamados comunalidad.
Esa institucionalidad propia representa ciertos niveles de autonomía. En los pueblos originarios de Xochimilco absorbidos por la Ciudad de México, podemos encontrar sistemas de cargos limitados a la gestión de las fiestas patronales, pero que poco a poco se ha ido ampliando a otros rubros como la vigilancia y cuidado de los canales. Por otro lado, están los 417 municipios oaxaqueños regidos por “usos y costumbres”, donde las autoridades se eligen en asambleas y por fuera del sistema de partidos políticos.
El caso más significativo lo representa el territorio zapatista en Chiapas, que ha logrado instituir un sistema de autoridad colectiva, control territorial y producción colectiva por fuera de las instituciones del Estado (Baschet, 2014). Pero hay una gran cantidad de experiencias en México que buscan generar las condiciones materiales a partir de formas colectivas de trabajo como el tequio, para sostener sus procesos autonómicos. En Cherán, Michoacán, luego de crear un sistema de autoridades comunitarias y lograr la proclamación de municipio autónomo, se vio la necesidad de gestionar un invernadero y una resinera comunitaria.
En el estado de Oaxaca hay varias organizaciones que, agrupando a varias comunidades, buscan gestionar proyectos productivos para sostener procesos de autonomías. El Comité por la Defensa de los Derechos Indígenas (CODEDI) ha generado un sistema productivo-educativo para sostener el territorio autónomo en las comunidades sierra sur (Castillo Farjat, 2022). Pero también están los proyectos que incentivan las Organizaciones Indias por los Derechos Humanos en Oaxaca (OIDHO) o el Consejo Indígena Popular de Oaxaca “Ricardo Flores Magón (CIPO-RFM) en varias regiones de Oaxaca (Maldonado, 2002). Asimismo, hay proyectos como la red de cooperativas Tosepan Titataniske, la cual ha ampliado sus áreas de acción en la sierra norte de Puebla (Mora Aguilera, 2012).
Los mencionados solamente son los casos más conocidos, que se multiplican por todo el territorio mexicano y que representan distintas apuestas para reproducir la vida por fuera de las relaciones salariales. Si bien, aquí es donde se encuentran los mayores niveles de explotación y precarización, también aparecen interesantes alternativas que ilustran que hay distintas formas de trabajo colectivo que se puede poner en favor de proyectos emancipatorios.
Bibliografía
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2018 El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo, Ciudad de México, Traficantes de sueños.
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2017 Una crítica descolonial del trabajo, Ciudad de México, IIE – UNAM.
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1979 Siete ensayos de interpretación sobre la realidad peruana, México, D. F., Era.
Marini, Ruy Mauro
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Mora Aguilera Sergio
2012 Dinámica social y participación transgeneracional en el desarrollo rural. Caso: Cooperativa Tosepan Titataniske, región Cuetzalan, sierra nororiental, Puebla, México, tesis de doctorado en Ciencias, Postgrado en Estrategias para el Desarrollo Agrícola Regional, Colegio de Posgraduados, Puebla.
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2014 Cuestiones y horizontes: de la dependencia histórico-estructural a la colonialidad/descolonialidad del poder, Buenos Aires, CLACSO.
Weeks, Kathi
2020 El problema del trabajo. Feminismo, marxismo, políticas contra el trabajo e imaginarios más allá del trabajo, Madrid, Traficantes de sueños.
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Correo: la.castillo@crim.unam.mx ↑