Mauricio Sánchez Álvarez
Laboratorio Audiovisual, CIESAS Ciudad de México
El asunto en cuestión es casi tan antiguo como el tiempo mismo. Al menos desde la Edad de los Metales en Eurasia y la invasión europea al (así llamado) Nuevo Mundo, los humanos (cierto: unos más que otros) hemos tenido avidez por los secretos minerales que guarda el vientre de la tierra como el oro, el agua y el petróleo. Se podría decir, incluso, que una parte considerable del bienestar de las sociedades actuales descansa sobre el uso continuo y en aumento de bienes materiales inertes cuyas materias primas devienen de algún tipo de extracción mineral: desde el cemento-asfalto-vidrio con que hemos levantado urbe tras urbe hasta los celulares y computadoras que se han vuelto una suerte de otro yo ‒tan indispensables‒, pasando por innumerables utilerías de metal y plástico, sin olvidar ese otro líquido que literalmente mueve al mundo: la gasolina.
Y a medida que el planeta se ha vuelto más consciente de sí, también nos vamos percatando acerca del modo en que la minería en gran escala ha tenido un rostro nefasto y trágico. En aras de obtener metales y agua a los costos más bajos posibles mediante procesos lo más eficientes posibles se deforestan bosques, se contaminan y envenenan cauces de agua y se enferma ‒o incluso muere‒ la gente de las localidades cercanas a los centros de extracción. Sin olvidar ciertamente a los expropiados y desterrados. Mientras tanto, las compañías mineras, que a su vez son grandes transnacionales, simplemente niegan cualquier tipo de percance, real o eventual. Y los gobiernos muestran de un lado su preocupación aparente, pero por otro desconocen la actitud legítima de quienes, como víctimas sanitarias y socioambientales, protestan reclamando y ejerciendo su derecho no sólo a ser consultados, sino también a exigir la salida de las mineras.
Todo esto ‒palabras más, palabras menos‒, se hace evidente en el documental El oro o la vida (título posiblemente parodia la frase “la bolsa o la vida”) del director guatemalteco Álvaro Revenga. Se trata de una denuncia necesaria para descubrir a situación neocolonial en que se encuentran las macroeconomías y los Estados de América Central, a la que se resisten activamente grupos locales, muchos de ellos indígenas, que esgrimen el discurso más contemporanizado del cuidado de la Tierra, apoyados internacionalmente por la Relatoría Especial sobre Derechos de los Pueblos Indígenas de las Naciones Unidas.
Lo translúcido del relato, empero, deja en el aire algunas interrogantes. La primera, y más apremiante, es la del tiempo. Más de 10 años han pasado desde los hechos que presenta el documental. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? La segunda es una cuestión de horizonte: si bien los grupos locales ‒perjudicados directamente o no‒ ejercen su derecho a la consulta y sobre todo a negar la entrada a las compañías mineras, ¿qué hay más allá de la resistencia? Porque, para bien o para mal, nuestro apetito por bienes minerales persiste y crece. ¿Se podrá compatibilizar dicho apetito con la apremiante necesidad de supervivencia del planeta como tal? En este sentido ¿qué futuro(s) nos pueden aguardar?
Nota del coordinador temático:
Documental El oro o la vida.
Caracol Producciones, Guatemala, 2011, 56 minutos.
El oro o la vida es un documental de una hora de duración realizado por Álvaro Revenga, que narra los daños medioambientales que ha generado en Guatemala la mina Marlín, propiedad de Goldcorp, la segunda minera más grande de Canadá. Se basa en el testimonio de los afectados directos, médicos, ambientalistas, incluso de una autoridad de alto rango de Goldcorp,
A partir de ellos describe el envenenamiento de menores con plomo y arsénico además de otras enfermedades provocadas en la piel. También da a conocer lo que sucede en países vecinos como El Salvador y Honduras donde las empresas mineras se han apropiado del recurso hídrico para continuar con sus operaciones.
Asimismo, muestra las consultas comunitarias, reconocidas por las leyes de Guatemala en concordancia con el Convenio 169 de la OIT, que hasta la fecha ya contabilizaron más de un millón de personas que han rechazado a las empresas mineras, petroleras e hidroeléctricas.