Antropología de la energía. Discusiones contemporáneas en torno a la pobreza energética y la sostenibilidad

Laura Montesi[1]
Julio U. Morales López[2]
Cátedras Conacyt-CIESAS Pacífico Sur

Análisis antropológicos sobre la energía los encontramos en diversas obras clásicas, por ejemplo, en estudios desde la ecología humana (Rappaport, 1968) y el materialismo cultural (Harris, 1974), pero para hablar de una antropología de la energía, podemos remitirnos a Leslie White (1982) y Richard Adams (1983). Este subcampo disciplinar está teniendo un desarrollo acelerado debido a la trascendencia que el tema energético tiene en el contexto antropo/capitalocénico actual[3]. Algunas de las preguntas que las y los antropólogos buscamos contestar son: ¿Qué es la energía? ¿Qué tipos de fenómenos se reconocen como “energéticos”? ¿Qué tipos de energías existen y circulan? Estas preguntas nos llevan a explorar qué significados tienen las energías para los diversos conjuntos humanos y, por supuesto, de qué manera la energía influye en las organizaciones sociales, económicas y políticas. Ahondando en la economía política, indagamos críticamente ¿quiénes producen energía? ¿cómo se distribuye? ¿quién tiene acceso a ella y para qué fines? y desde luego ¿qué roles juegan los energéticos en la cultura? Estas interrogantes son fundamentales en nuestras sociedades contemporáneas, marcadas por profundas desigualdades y relaciones de poder asimétricas.

Aunque la energía es algo inherentemente constitutivo a todas las sociedades humanas, es indispensable que la problematicemos junto con sus tecnologías asociadas, las cuales tienen implícitas dinámicas de valor, poder y control. A través de la etnografía, pilar teórico-metodológico de la ciencia antropológica, es posible propiciar un diálogo interdisciplinario para comprender los aspectos macro, meso y micro de las interrelaciones entre naturaleza y cultura/sociedad, prestando atención a las dimensiones tangibles e intangibles del fenómeno energético en relación con los diversos modos de vida.

Lo que pretendemos abordar en el espacio de este artículo son algunos juicios implícitos que están presentes en una parte de la agenda pública en favor de la sostenibilidad ambiental, del desarrollo y de la transición a energías renovables limpias. Argumentamos que desde una visión moderna urbana industrial, se ha venido asociando el uso de biomasa para la cocción de alimentos con la pobreza energética, vinculándola además con una serie de imágenes alrededor de lo rural, lo rústico y lo indígena. Lo que vamos a presentar matiza esta ecuación, desestructurando sesgos que tienden a distinguir entre energías y tecnologías “buenas y malas” que influyen en la elaboración e implementación de políticas públicas, agendas de desarrollo y proyectos dirigidos a cambiar las formas de cocción -y por ende la cultura- en poblaciones en situación de pobreza económica. Nuestra intención no es socavar estas iniciativas progresistas, sino contribuir a complejizarlas y, sobre todo, generar conocimientos situados que mejoren las iniciativas que se implementan en contextos locales. Lo haremos a través de un caso emblemático, pero primero ahondaremos un poco en la discusión sobre pobreza energética.

Conocer y comprender los usos de biomasa

En el presente contexto energético nacional y global, marcado por las desigualdades, el concepto de “pobreza energética” se torna ineludible y necesario para evidenciar la existencia de sectores poblacionales cuyas necesidades energéticas no están satisfechas. Empero, definir lo que es pobreza es complejo y problemático dado que de antemano implica identificar y generalizar cuáles son las necesidades energéticas de individuos y grupos sociales, los medios que tienen a disposición para satisfacer esas necesidades, el cálculo del gasto que se puede considerar aceptable (o no), entre otras dimensiones.

Por ejemplo, la Asociación de Ciencias Ambientales (ACA, s.f.) presenta al menos tres formas de “medición” de la pobreza energética: (1) enfoque basado en temperaturas; (2) enfoque basado en gastos y renta de los hogares; (3) enfoque basado en respuestas directas de hogares. En el segundo enfoque, por ejemplo, se establece un porcentaje máximo de dedicación de los ingresos netos del hogar después del cual se considera estar en pobreza energética. Estos tipos de indicadores no son del todo aplicables en realidades sociales que se encuentran sólo parcialmente monetizadas, y en donde muchos intercambios económicos no se realizan a través del dinero. Así, el ingreso puede ser bajo, pero otros tipos de actividades sociales podrían estar produciendo y distribuyendo riqueza, misma que no queda reconocida por las encuestas oficiales. Es este el caso de muchas comunidades oaxaqueñas en donde hay un sinnúmero de prácticas de intercambio.

La falta de opciones energéticas también es considerada un indicador de pobreza energética (Matus, Morales, Chávez y Martínez, 2021). Es por esto que, para hablar de pobreza energética, a menudo se evoca la situación de los hogares que no tienen más opción que ocupar biomasa (e.g., leña, estiércol, carbón) para satisfacer las necesidades de cocción y calefacción. Esta asociación entre cocina de humo y pobreza a veces incluye otro supuesto, el de la ineficiencia energética, es decir para alcanzar los objetivos de cocción requeridos se hace un gasto (monetario o no) y se incurre en costos (por ejemplo ambientales) demasiado elevados. Históricamente, como señala Vitz (2015), las transiciones energéticas a gran escala han sido impulsadas por parte de poderes políticos hegemónicos, como fue el caso en los años 40 del siglo pasado de la sustitución en el contexto doméstico del combustible vegetal por el petróleo con el auge petrolero mexicano. Dicha transición fue acompañada por acusaciones hacia las prácticas campesinas señaladas como causantes de deforestación (Vitz, 2015). De esta forma, los pobres energéticamente no sólo están expuestos a las privaciones de satisfactores, sino que llevan el estigma de mantener prácticas medioambientalmente nocivas.

Si bien es cierto que la disponibilidad y asequibilidad de las diversas fuentes energéticas son un factor importante para reducir y evitar la pobreza energética, el razonamiento puramente economicista conlleva ciertos límites dado que soslaya aspectos culturales y sociales. Autores como García (2020) y García & Graizbord (2016) han enfatizado en conceptualizaciones que además de comprender las necesidades absolutas de energía, analicen los satisfactores desde un punto de vista cultural y social, además, bajo miradas situadas en el tiempo, las cuales nos permitirán incluir en su análisis las estrategias de sobrevivencia aludiendo a las distintas interacciones dadas desde el punto de vista de los actores. Por lo tanto, debemos interrogarnos sobre qué factores están conduciendo a que el uso de la biomasa sea comprendido como elemento destacable en la pobreza energética.

Un dato interesante sobre la asociación entre el consumo de biomasa y la pobreza es el de González (2012) quien señala que los países desarrollados consumen el 35% del total de la biomasa consumida de manera mundial, sobre todo los países ricos en bosques como: Estados Unidos, Suiza, Suecia y Austria siendo común su uso para calefacción, por lo tanto, bajo el argumento anterior, el uso de la biomasa como energético no puede explicarse sólo desde la pobreza, sino que involucra a un variado panorama de elementos.

Para el caso de Oaxaca, la investigación de Miguel, López, Martínez, Martínez & García (2021) nos evidencia que el uso de biomasa, en específico la leña, no está necesariamente condicionado por los niveles de desarrollo socioeconómico regionales, ya que en el área metropolitana de Oaxaca con el aumento de los niveles de desarrollo, también aumenta el consumo de leña. Esta relación se explica desde argumentos culturales, de asequibilidad, y también como resultado de la desigualdad y falta de opciones energéticas.

Esta breve disertación no es para negar la realidad de los impactos ambientales, epidemiológicos, sociales y económicos del uso de la biomasa y su impacto diferencial en los grupos más desprotegidos y en las mujeres, quienes usualmente son las cocineras, sino para invitar a profundizar en el fenómeno. Ahora bien, miremos a un caso específico de transición hacia tecnologías de cocción alternativas: los hornos solares.

Entre hornos de barro, puow, y hornos solares en el Istmo de Tehuantepec

El estudio de caso que presentamos se sitúa en el municipio huave/ikojts de San Dionisio del Mar, el cual se ubica en el sur del Istmo de Tehuantepec. Con poco más de 5000 habitantes, en el último censo (INEGI, 2021), el 41% de la población de 3 años y más declaró ser hablante de una lengua indígena. La población se dedica principalmente a la pesca, la agricultura y el comercio, y según el Consejo Nacional para la Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL, 2016), presenta un grado de rezago social alto, con la mayor parte de la población que vive en situación de pobreza. En la cabecera de este municipio, se estableció una vinculación activa con una asociación civil en un proyecto piloto a través del cual se entregaron a 30 mujeres hornos solares que funcionan con la energía térmica que se produce a partir de los rayos del sol. Esto para reducir el uso de biomasa, lo que llevaría varios beneficios: disminuir la presión sobre los recursos madereros locales, aminorar la exposición de las mujeres cocineras a la inhalación de humo y reducir el gasto económico que cocinar con leña implica.

Hay que señalar que en esta comunidad la cocción con leña no es la única opción disponible. A estas alturas detectamos dos tecnologías prevalecientes: el horno comixcal junto con el fogón que constituye la tecnología tradicional en el Istmo de Tehuantepec y las estufas de gas, siempre más presentes en las casas; un número de familias por ahora insignificante dispone de hornos microondas. En este contexto plural podemos entonces entender las diferentes lógicas de uso y consumo de energías a través de tecnologías específicas.

Los hornos solares que se entregaron (1.52m X 1.0m X 80 cm) consistieron en una cámara de cocción aislada térmicamente, apoyada por un reflector superior y un colector de calor inferior. Construido de manera artesanal, se ocuparon los siguientes materiales: madera, fierro y lámina galvanizada para la estructura; lámina de aluminio de alta reflectividad; vidrio transparente; fibra de vidrio como aislante. Para facilitar la apropiación de esta tecnología se llevaron a cabo varios talleres en espacios públicos de la comunidad para que cuantas más personas pudieran participar e involucrarse.

Por otra parte, la tecnología tradicional es el horno comixcal que en huave de San Dionisio del Mar se denomina puow. Se trata de una olla de barro insertada en un bloque hecho con lodo y en algunos casos ladrillo que requiere una cantidad importante de leña para alcanzar y mantener la temperatura adecuada para la cocción, especialmente de productos de maíz.

A través del proyecto piloto nos dimos cuenta que de esas 30 mujeres que recibieron el horno solar sólo una minoría lo había adoptado en su cotidianidad y que el uso que le estaban dando era complementario, no sustitutivo. Vimos que mientras ciertos tipos de alimentos, por ejemplo algunos guisos de pescado, sopas, verduras, pudieron transitar al horno solar, otros definitivamente no: los productos de maíz, sobre todo (Montesi y Ramón, 2019).

Estudiando más a fondo el caso, también consideramos que para comprender una tecnología indígena como el comixcal se hace necesaria una perspectiva etnográfica (que documente los usos y las lógicas que lo sostienen), de larga duración (que reflexione sobre sus cambios a través del tiempo), e interdisciplinaria (que acceda a diversos aspectos del mismo). Por ejemplo, la antropóloga y lingüista Flavia Cuturi, quien lleva más de cuarenta años trabajando en zona huave y que se ha dedicado al estudio de la cocina y la cultura alimentaria, ha rastreado dos formas de nombrar a las tortillas por parte de las mujeres ikoots, hallazgo que contribuye a un mejor entendimiento de la cuestión energética propia del puow; la citamos en extenso:

Las tortillas (peats) se clasificaban según las dos distintas formas de cocción: se denominaba peats manguix a las tortillas cocidas encima del comal y peats pow a las tortillas cocidas en el horno. Hoy en día, esta anotación podría parecer sólo un detalle, pero da cuenta de que en el pasado las mujeres cocían tortillas de ambas maneras, mientras hoy me parece que ya no se utiliza el comal para cocer las tortillas. Se puede tener la hipótesis de que las habilidades de las mujeres se han especializado más en la utilización del horno, en el que probablemente se optimiza más el calor de las brasas y la superficie de sus paredes, en las que pueden caber muchas más tortillas que encima del comal y cocer al mismo tiempo más de un platillo. Las tortillas cocidas encima del comal eran más finas y había que comerlas enseguida, si no, pronto se enfriaban y se secaban; las cocidas en el horno resultan apenas un poco más gruesas y se quedan calientes más tiempo y sin secarse. Cierto es que, para pegar a la pared del horno una tortilla ancha y para que no se caiga en las brasas se necesita más habilidad que para ponerla encima del comal. Así, podríamos pensar que si con el paso del tiempo de entre las dos técnicas escogieron utilizar la del horno, hallaron una solución que les permitía economizar en la combustión de la madera (siempre más cara y preciosa) y ahorrar tiempo cociendo más tortillas y más platillos al mismo tiempo. Pero eso quiere decir también que prefirieron una técnica más difícil y más peligrosa (lo digo para quien nunca ha metido su mano en un horno encendido, ¡llevando una tortilla en equilibrio!). (Cuturi 2009: 14)

 Cocción de pescado y tortilla en un horno puow. Las brasas están en el fondo

 Fotografía: Laura Montesi


Lo que esto nos sugiere es que el horno comixcal es una tecnología tradicional que se ha ido desarrollando y transformando a través del tiempo, y que además responde a criterios de eficiencia energética. Lo que desde una mirada externa podría parecer rudimentario, energéticamente ineficiente, y “pobre”, con una indagación antropológica más profunda adquiere otros tintes. Se trata de una tecnología desarrollada con base en procesos de experimentación empírica, de aprendizaje colectivo/comunitario, y femenino.

Ahora bien, lo que se vio a través de este proyecto es que en un contexto de pluralismo tecnológico y energético hay un uso diversificado y que las mujeres que sí adoptaron el horno solar lo hicieron: con ciertos tipos de alimentos; cuando los alimentos no pierden características organolépticas cruciales para un paladar culturalmente constituido; cuando las condiciones climáticas permiten el aprovechamiento de la energía solar; y cuando perciben una ventaja en sus vidas –como por ejemplo, el dejar la comida al sol sin temor a que se queme y así poder dedicarse a otros quehaceres o cuando reconocen la ventaja de no estar expuestas al humo (Montesi y Ramón, 2019).

Guisando con horno solar

Fuente: Mexiquemos, A.C.


Si bien coincidimos que la pobreza energética (y las preocupaciones ambientales) constituyen un tema de injusticia social urgente, y usualmente con efectos más perjudiciales para las mujeres, consideramos que es necesario mirar este concepto de forma crítica para desentrañar posibles sesgos e incluir las formas de estar en el mundo de quienes, desde ciertas métricas, podrían ser identificados/as como pobres energéticamente.

En conclusión, el uso de la biomasa no ejemplifica siempre una relación directa con la pobreza energética; las tecnologías tradicionales responden a criterios culturales, ecológicos y de eficiencia energética, aunque por supuesto pueden mejorarse (como lo ilustra el caso exitoso de las estufas lorena, véase por ejemplo Vázquez Calvo et al. 2016); las prácticas de cocción ancestral involucran a tecnologías y energéticos que han ido transformándose a través del tiempo, por lo tanto, una mirada interdisciplinaria y de larga duración es fundamental para comprenderlos dentro de sus contextos ecológicos y biosocioculturales. Un tema ciertamente pendiente tiene que ver con la indagación desde la epidemiología sociocultural de los efectos del uso de la biomasa en la salud de las mujeres.

Este caso nos invita a reflexionar sobre las posibles conceptualizaciones hegemónicas de la energía, las cuales coaccionan otras formas de entender y manipular las energías que hay que tomar en cuenta para mejorar las definiciones de la sostenibilidad de cara al combate de la pobreza energética, sin duda una realidad apremiante.

Bibliografía:

Adams, Richard (1983), Energía y estructura. Una teoría del poder social, México, Fondo de Cultura Económica.

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  1. laura.montesi@ciesas.edu.mx
  2. jumoraleslo@conacyt.mx
  3. El término “antropoceno” fue acuñado por el biólogo Eugene Stormer y el químico Paul Crutzen en el año 2000 para designar a una nueva época geológica que nos aleja del Holoceno y en la que las actividades humanas han impreso tales y tantos cambios en el planeta que se han convertido en una verdadera fuerza geológica con impactos devastadores. Más recientemente, el historiador medioambiental y economista político Jason W. Moore ha contribuido a popularizar, junto con otros intelectuales, el término “capitaloceno”, argumentando que el capitalismo no es solamente un sistema económico y social, sino una forma de organizar la naturaleza. Los cambios socioecológicos que estamos viviendo no son, entonces, el producto de una humanidad abstracta, sino de un sistema en específico.