Irais Alquicira Escartín
Conahcyt CIESAS Peninsular
En el 2003 tuve la oportunidad de conocer a Jesús Ruvalcaba Mercado mientras yo cursaba el segundo semestre de la licenciatura en la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Fue gracias a Gabriela Cañas, a quien agradezco por la invitación que por esos días extendió a Esther Palma, Monserrat Sámano y una servidora para visitar las instalaciones del CIESAS, con el objetivo de “conocer a unos doctores de ahí”, con los que teníamos la posibilidad de adelantar el servicio social. Aún evoco con exactitud el jardín que se encuentra en la parte anterior del edificio de Juárez 87 en el centro de Tlalpan y la primera impresión que me causó el personaje que salió a nuestro encuentro. Con arrojo y sin más, su primer cuestionamiento hacia nosotras fue sobre el conocimiento que teníamos de la Huasteca. Ninguna de las que estábamos presentes en la terraza teníamos la más remota idea de lo que significaba esa palabra, pero él nos explicó la importancia de esta región con una erudición y un ánimo deslumbrantes. Luego nos describió las funciones que tendríamos que realizar para cubrir el servicio social, y nosotros aceptamos entusiasmadas. Desde ese momento comenzó nuestra larga colaboración en “La Huasteca. Sociedad, cultura y recursos naturales. Pasado y presente” y “En el corazón de la Huasteca. Entre las investigaciones académicas y la resolución de problemas cotidianos”, proyectos que el doctor Jesús codirigió con Juan Manuel Pérez Zeballos, otro entrañable maestro a quien tuvimos la suerte de conocer un poco después de ese primer encuentro.
Uno de mis recuerdos favoritos que se tejieron en el trato cotidiano con Jesús Ruvalcaba fue que jamás quiso que lo llamáramos “doctor”. En su lugar, mis compañeros y yo lo bautizamos como “el Profe”. Este título peculiar y de cariño fue aún más especial porque muchos de nosotros no tuvimos la dicha de compartir el aula con él, pero sí la de tenerlo como un maestro de vida, que nos enseñó una infinidad de aspectos acerca del valioso quehacer antropológico. Por ejemplo, rememoro con nostalgia sus lecciones sobre cómo hacer un largo periodo de trabajo de campo, llevar un riguroso registro tanto en los cuadernos de notas diarias como en el diario de campo, organizar de forma eficiente y metódica la información que se registra y, sobre todo, utilizar la herramienta principal de la observación participante.
Su cátedra a menudo se complementaba con lecciones sobre la investigación y la redacción ―cosa que a la mayoría de los principiantes nos horroriza―. Con este consejo, él me enseñó que la escritura debe ser un ejercicio cotidiano: “Tú escribe ―me dijo muchas veces ―. Escribe todo lo que puedas, y cuando sientas que las ideas no fluyen, toma un libro de literatura, ya que te brindará la soltura necesaria para escribir de manera clara y que las ideas lleguen poco a poco”. Lo recuerdo sugiriendo lecturas y obsequiando libros siempre pertinentes.
Otro recuerdo que viene a bien traer es el de los extenuantes pero increíbles recorridos que el Profe organizó a lo largo y ancho de la Huasteca, para que nosotros, sus estudiantes, tuviéramos la oportunidad de conocer en todos sus aspectos el territorio y comunidades que en ese momento eran objeto de estudio, y así terminar de la mejor manera el proyecto de investigación encomendado. Este hecho merece una mención especial, ya que actualmente son pocos los profesores que se atreven a organizar estas actividades, pues consideran engorroso viajar con jóvenes que son principiantes en esta ardua labor.
En estos viajes, las charlas no solo tocaban el plano personal: el Profe también nos explicaba a detalle y con entusiasmo todo lo que acontecía en la región desde la época prehispánica. Hablaba de los conquistadores, la organización de las comunidades indígenas y las luchas agrarias. Ponía especial ahínco en los temas de la tierra, la milpa y el sistema agroalimentario. Agregaba su rotundo descontento por las injusticias sociales y, sobre todo, nos transmitía de una manera amena, comprometida y emocionante su amor no solo por la Huasteca, sino por el quehacer antropológico y etnohistórico, vocación nata en él. Estos temas los plasmó en un sinnúmero de libros y artículos que publicó en un poco menos de medio siglo de carrera.
El Profe siempre se interesó por nosotros y nuestros temas de investigación ―en una ocasión, realizó una visita a cada uno en nuestras respectivas comunidades―, y tenía una forma peculiar de animarnos a compartir nuestros hallazgos tras las pesquisas que hacíamos en el trabajo de campo. Muchas veces organizó mesas redondas y coloquios internos, donde exponíamos nuestros resultados y nos cuestionábamos las conclusiones a las que llegábamos. Dialogábamos de forma tan intensa que siempre ampliábamos nuestros panoramas y descubríamos algo de lo que no habíamos caído en cuenta.
Una de sus preocupaciones constantes fue que las investigaciones salieran a la luz más allá del plano académico y que las personas de las comunidades conocieran lo que los investigadores realizaban. De este cuidado nació el Encuentro de Investigadores de la Huasteca, evento que se realiza desde 1981 y cuya edición número XXII se llevó a cabo a finales del año pasado. Evento del cual fue precursor y se organizaba en las ciudades pertenecientes a la Huasteca, para que los pobladores pudieran asistir a las charlas, en las que presentaban estudios antropológicos, arqueológicos e históricos dedicados al conocimiento de su región.
Mi camino académico me llevó por una ruta distinta al de la Huasteca, pero eso no significó que el Profe ya no supiera más de mis andanzas. En nuestras múltiples charlas a distancia, pero también en las presenciales, cuando por temas de trabajo visitó la península, me alentó en muchas de las grandes decisiones que a veces dudaba en tomar. Él tenía un carácter fuerte y decía las cosas sin rodeos, de frente, pero al mismo tiempo se mostraba empático y nunca le faltaban las palabras de aliento. Me consta que fue así con todas las personas que conoció.
Para cerrar mi panegírico de una manera más cercana, quiero mencionar que él era un apasionado del huapango y del flamenco. Su cantaor favorito fue Manzanita: decía que interpretaba sus versos con “tristeza y melancolía”. Con estos mismos sentimientos recibimos el año nuevo al enterarnos de su partida. Aunque no pudimos despedirnos, sus amigos guardaremos sus invaluables enseñanzas, para así homenajear por siempre su memoria.