Agricultura y pesticidas. Un aporte diacrónico desde las Ciencias Sociales

Yanga Villagómez Velázquez[1]
CER-Colmich
María Rosa Nuño Gutiérrez[2]
CUValles (UdG)

Ilustración de Ichan Tecolotl.

Haciendo un poco de historia

La agricultura ha sido una de las actividades productivas más importantes para la humanidad, experimentando a lo largo del tiempo cambios tecnológicos y cualitativos que han provocado además, verdaderos giros en la organización social. Con ello nos referimos a tres momentos de la historia de nuestra especie, a saber: La Revolución Neolítica, la Revolución Industrial y la Revolución Verde. En este trabajo abordaremos de manera sucinta estos periodos para explicar la coyuntura actual que enfrenta la agricultura a nivel mundial.

La primera etapa, el Neolítico es el momento en que se sustituye la caza y la recolección por el trabajo y la explotación de la tierra, al tiempo que se da la domesticación de animales. Esos cambios fueron transcendentales en el largo proceso de sedentarización, formación, desarrollo y consolidación de las grandes civilizaciones desde la Antigüedad hasta la actualidad. No se trata de abordar el tema del origen de la agricultura, pues tendríamos que retrotraernos a más allá del 12 000 a. C., pero sí podríamos reflexionar sobre la importancia de la revolución agrícola que se produjo en el Neolítico. Durante ese periodo, las poblaciones dispersas por el mundo comenzaron a seleccionar semillas, fabricar herramientas para trabajar la tierra y producir alimentos. La arqueología ha podido dar cuenta de lo anterior al excavar en campamentos y pequeñas aldeas donde se han hallado semillas modificadas como producto de la manipulación a partir de los granos silvestres y que, al ser comparados entre sí, revelan el importante y gran esfuerzo que hubo detrás de esa práctica. Sin duda, el proceso fue paulatino, pero logró llegar a todos los rincones del planeta y condujo -dependiendo del medio físico-, como en el caso de América Central, a cultivos específicos como el maíz, el frijol y la calabaza, que abrieron el camino para la sedentarización. Fue un momento en el que los grupos humanos comenzaron a producir más alimentos de los que podían consumir y, con seguridad, más de los que eran recolectados. Se inauguraba por vez primera la transformación y la alteración medioambiental.

Harari (2016:117), tomando como referente la obra de Angus Maddison, La economía mundial, menciona cómo “hacia el año 10 000 a.C. dio comienzo la transición hacia la agricultura. La Tierra era el hogar de entre 5 y 8 millones de cazadores-recolectores nómadas. En el siglo I d.C., solo quedaban de 1 a 2 millones de cazadores-recolectores, principalmente en Australia, América y África, pero su número quedaba empequeñecido comparado con los 250 millones de agricultores en todo el mundo”. La agricultura creaba una nueva forma de vida al sujetar a los seres humanos a la tierra al tiempo que las poblaciones y sus asentamientos crecían. La necesidad de organizar el trabajo jerarquizó las sociedades y en el vértice de la pirámide social se estableció una pequeña élite de gobernantes, sacerdotes y funcionarios, que controlarían la producción, como también el acceso al suelo, mientras que en la base se localizaba una vasta clase de campesinos y esclavos quienes trabajaban sin descanso para mantenerse a sí mismos, a la familia y a la clase dirigente que regía sus actividades y administraba sus excedentes alimentarios a través de los tributos.

Con este paso, las sociedades, durante milenios, fueron asegurando su alimento, transformando su estilo de vida, acumulando saberes y conocimientos, desarrollando nuevas herramientas e implementando la organización, la parcelación de tierras y las actividades agrícolas en determinados ciclos del año. En definitiva, se fueron apropiando de las mejores condiciones para sobrevivir y crecer numéricamente en población. Sin embargo, esta situación que pudiera en un inicio ser ideal, en realidad sometió a todos aquellos que cultivaban la tierra, pasando a ser menos libres que aquellos cazadores recolectores de antes de la Revolución Neolítica. La enorme movilidad que practicaban éstos últimos sobre un vasto territorio, ahora quedaba reducida a unas pocas hectáreas. El trabajo agrícola requería de mucho tiempo y disponía de la fuerza de casi todos los miembros de la familia para realizar las tareas necesarias de limpieza de la tierra, arado, sembrado, irrigación -en el mejor de los casos-, hasta finalmente, llegar a la cosecha de los cultivos. Si bien por lo general eran abundantes (a excepción de escenarios de inseguridad provocados por sequías, plagas, etcétera), los campesinos en esta etapa se alimentaban peor, ya que dejaron de consumir proteína producto de la caza, y, debido a eso, su salud se deterioró, creciendo la mortandad especialmente entre los más pequeños.

La segunda etapa fue la Revolución industrial, auspiciada por la economía capitalista. A partir de la mitad del siglo XIX, las poblaciones rurales fueron atraídas por la industria naciente de las zonas urbanas. Este fue un nuevo momento de ruptura ya que la agricultura inició un proceso de grandes transformaciones. Para entonces la tierra dejó de ser un bien de uso (para la manutención del grupo familiar y la venta de los excedentes en el mercado local) y pasó a ser un valor, al generar a través de la agricultura intensiva una gran productividad que se destinaría a la demanda de alimentos de las ciudades y para un mercado internacional que procedía a controlar los precios, algo que según Hobsbawm “comenzó a desorganizar las relaciones sociales tradicionales y desestabilizó la economía” (1998:189-190). Para entonces se procedió también a abrir nuevas tierras al cultivo, muchas de ellas a expensas de bosques o praderas, al tiempo que se produjo la mecanización del campo.

De nueva cuenta el campesino fue el que sufrió las consecuencias, al pasar a un segundo plano donde ya no se requería su mano de obra y, por el contrario, era liberada para ir a trabajar a las fábricas. En otras palabras, el agricultor se convirtió en un obrero industrial. Se iniciaba una nueva era desde el momento en que se iban conformando los cimientos de la producción de bienes en masa.

El siglo XIX también se caracterizó por los grandes avances que se hicieron en disciplinas como la biología o la química, entre otras, y que contribuyeron a un conjunto de innovaciones, de tal suerte que se comenzó a investigar en fertilizantes artificiales (potasio, nitratos), mientras se comercializaba con fertilizantes naturales como el guano con objeto de lograr un mayor rendimiento por hectárea.

Finalmente, la tercera transformación ocurre en pleno Antropoceno, de manera más precisa desde la década de los años ochenta, en que asistimos a cambios en la política económica y entramos en la etapa del neoliberalismo, las inversiones transnacionales, y, con ellas, la irrupción de las agroindustrias. A partir de aquí la mecanización se acelera aún más y se recurre a la agricultura intensiva con un amplio consumo de agua y una producción destinada a un mercado externo tan demandante que impone ciertos cultivos rentables (tal es el caso de las berries, el aguacate o el agave). En estas circunstancias, donde la desigualdad social tiende a manifestarse de manera más abierta, el pequeño campesino se encuentra en desventaja y deja de cultivar dado el alto costo de los insumos junto a la falta de subsidios por parte del Estado -ante las nuevas estructuras de poder-, y se ve obligado a abandonar sus tierras, a emigrar o a rentar su parcela.

De manera contraria, las grandes compañías multinacionales invierten en la renta de tierras a fin de crear agronegocios que requieren de la contratación de sectores de población indígena y campesina sin recursos, que serán empleados para trabajar por un salario o jornal diario, o a destajo, con lo cual la producción agrícola empieza a adoptar otra forma: ya no se trata de un trabajo familiar o de grupos de ejidatarios, comuneros o rancheros, sino que ahora ya es a partir de la contratación de jornaleros agrícolas, sin ningún derecho laboral ni de seguridad social.

Esta agricultura completamente tecnologizada, con implementos de precisión, uso de drones y otros procesos, resulta muy costosa, pero la inversión se hace rentable desde el momento en que hay grandes beneficios y un mercado internacional que demanda ciertos mono cultivos. Quedan atrás el conocimiento y los saberes acumulados a lo largo de generaciones por el campesinado sobre el manejo de ciertos cultivos, sobre todo el de granos básicos, al tiempo que hay una ruptura en la cohesión de los que formaban parte de la sociedad agraria.

Por otro lado, la agroindustria para alcanzar resultados óptimos requiere agua suficiente, manejo de plagas y manejo de suelos para optimizar la fertilidad de la tierra. Estos tres aspectos han debido de ser estudiados para dar una solución técnica y evitar que afecten los niveles de producción deseados. En el primer caso, se han construido importantes obras de retención de agua en los ríos como las presas, bordos y canales, construcciones hidráulicas que han permitido ampliar la superficie cultivable, en ocasiones en detrimento de las zonas húmedas, de áreas naturales de conservación o de los ecosistemas forestales. Esa infraestructura ha impactado negativamente, en la medida en la que ha alterado el curso de los ríos y las vertientes de las cuencas hidrológicas. Aunado a lo anterior, nos tropezamos con las estrategias de mercado que propician una búsqueda cada vez mayor de eficiencia en la producción. Para muestra un botón: un informe de Oxfam indica que “en 2022, las empresas energéticas y de alimentación duplicaron con creces sus beneficios, distribuyendo 257 000 millones de dólares en dividendos a sus ricos accionistas; todo ello mientras más de 800 millones de personas se iban a la cama con hambre cada noche” (Christensen et al. 2023:7) Ante este panorama convendría preguntarnos no sólo ¿de qué manera la producción de alimentos se ha convertido en un arma de poder y control económico y político?, sino también ¿qué consecuencias trae para la salud de la población y en especial la infantil?.

Por último, el manejo de pesticidas y fertilizantes en la agroindustria y su excesiva comercialización por grandes transnacionales ha generado un incremento considerable en el uso de dichos productos, así como también de fungicidas con el argumento de enfrentar las pérdidas provocadas por la presencia en los cultivos de microorganismos, hongos, insectos, malezas y otros agentes nocivos. Hay que insistir en que por más que quieran hacernos creer las compañías que los plaguicidas son inocuos, no resulta convincente para nadie tal aserto. La mayoría de ellos son elaborados a partir de sustancias muy tóxicas que tienen un impacto en el medio ambiente y en los seres vivos. En la actualidad la mayor parte de los científicos coinciden en que se ha rebasado ya el umbral razonable de aplicación de plaguicidas en el sector agrícola, lo que ha ocasionado un deterioro de las tierras de cultivo y la resistencia de algunas plagas, con lo cual se presenta una espiral interminable, pues entre más pesticidas se usan, más resistencia desarrollan las plagas y más pesticidas hay que emplear.[3] Hoy en día, el uso de fertilizantes por parte de las empresas que los comercializan los han convertido en un insumo indispensable que encarece la producción, y cuando su costo aumenta, hay quienes no pueden cubrirlo y son desplazados del mercado dados sus niveles de productividad no óptimos.

A modo de cierre: La disyuntiva entre agroindustria y agroecología.

Los efectos negativos que comporta la agroindustria tienen graves consecuencias para la sociedad y la salud. A la brecha existente entre productores agroindustriales y jornaleros, se suman las condiciones laborales de éstos últimos, al tener que manipular una ingente variedad de productos químicos aplicados a la agricultura intensiva para evitar que las plagas arrasen con los cultivos que se comercializan a nivel internacional, o fertilizantes para lograr una mayor productividad. Las afectaciones de este tipo de insumos no solamente ocurren en la tierra, los cultivos, el agua o el aire, sino también en el ser humano y de manera especial en la población expuesta más vulnerable, como es la infantil. Es decir, en la medida en que, desde la Revolución Verde y su paquete tecnológico, los centros de investigación agrícola financiados por la fundación Rockefeller y las empresas agrícolas empezaron a usar y promover los plaguicidas como un remedio eficiente para combatir a las plagas, se inició un círculo vicioso en el que para cada plaga existe un plaguicida, pero dichas plagas se adaptan y se hacen más resistentes en cada generación, y así hasta crear un círculo vicioso interminable. Por tal motivo, los esquemas de transmisión de conocimiento y tecnología derivados de la Revolución Verde son ya inoperantes, y es necesario dar paso a nuevas concepciones y epistemologías que permitan decodificar los sistemas socio-ecológicos, de tal forma que se inicie y fortalezca un proceso colectivo de apropiación de los recursos naturales (Casas, 2022: 60).

Actualmente el paradigma de la postrevolución verde se da por agotado y superado, al tiempo que es sustituido por uno nuevo, el tecno-económico y organizacional generado a partir de los desarrollos de las tecnologías de la información y comunicación y de la biotecnología moderna. La agricultura vive una transición para apuntalar un nuevo paradigma que puede adaptarse al avance tecnológico en el contexto de una especie de “modernidad tardía” en la que hay ya una considerable acumulación de conocimientos generada en las décadas pasadas. Además, con el empuje de una organización social más participativa y no necesariamente dirigida por el Estado y sus agencias agrícolas, aquella empieza a hacerse cargo de los riesgos creados en esa época y atendiendo las nuevas demandas de la sociedad y de los consumidores en relación con los temas ambientales. Ante lo anterior se hace importante desarrollar tecnologías alternativas basadas fundamentalmente en la agroecología y las buenas prácticas de producción agrícola. Es tiempo ya de entender la relación de la humanidad con la naturaleza desde una perspectiva diferente que rescate una visión socio-ecológica y que permita la preservación de semillas nativas, el trabajo colectivo, la recuperación de saberes y conocimientos, así como de los ecosistemas que se han visto afectados, dañados y casi desaparecidos por la acción humana en las últimas décadas. Todavía estamos a tiempo, otra agricultura es posible.

Bibliografía

Casas, Alejandro
2022 “Sistemas socioecológicos: una perspectiva histórica”, en Alicia Castillo (Coord.), Apropiación social del conocimiento socioecológico, México, UdeG-Cucba, IIES-UNAM.

Christensen, Martin-Brehm, Christian Hallum, Alex Maitland, Quentin Parrinello y Chiara Putaturo
2023 La ley del más rico. Gravar la riqueza extrema para acabar con la desigualdad, Oxfam, en https://oxfamilibrary.openrepository.com/bitstream/handle/10546/621477/bp-survival-of-the-richest-160123-es.pdf.

Harari, Yuval Noah
2016 Sapiens. De animales a dioses, Barcelona, Penguin Random House.

Hobsbawm, Eric
1998 La era del capital, 1848-1875, Buenos Aires, Argentina, Crítica.

Wyckhuys, K. A. G., A. C. Hughes, C. Buamas, A. C. Johnson, L. Vasseur, L. Reymondin, J. P. Deguine y D. Sheil
2019 “Biological control of an agricultural pest protects tropical forests”, Communications Biology, vol. 2, núm. 10, disponible en https://doi.org/10.1038/s42003-018-0257-6


1- villa@colmich.edu.mx

2- mariar.nunog@academicos.udg.mx

3- Se trata de un grupo de investigadores de la Universidad de Agricultura y Silvicultura de Fujian (China) y el Centro de Cooperación Internacional en Investigación Agronómica para el Desarrollo (CIRAD) que comprende desde entomólogos —expertos en insectos—, hasta biólogos especializados en conservación de ecosistemas, agroecólogos y geógrafos (Wyckhuys et al., 2019)