Berenice Vargas García[1]
UAM-Iztapalapa

Pensamientos encarnados. Dibujo de Laura Antonio Viquez, 2022. Cortesía de su autora.
Agradezco
a esas mentes-cuerpos indóciles que sobreviven en las aulas
y que me han compartido sus sentires
Resumen
“Neurodivergencia” es un término político, no una etiqueta diagnóstica. Surgida en el año 2000, pero con una historia que se remonta a la década de 1990, es una categoría que nombra las experiencias que se escapan al mandato de la neuronorma, ese régimen que clasifica, jerarquiza y corrige las mentes encarnadas y los afectos que no convergen en el ideal hegemónico de normalidad. Con este término se buscó señalar la violencia del capacitismo y el cuerdismo, pero también abrir grietas de fuga y de desacuerdo frente a sus imposiciones. Al mismo tiempo, la neurodivergencia no existe aislada: se imbrica con otras desigualdades y con distintas formas de opresión. En la actualidad es un término de amplia circulación que nos pone sobre aviso de preocupaciones vigentes que no competen exclusivamente a las disciplinas psi —psiquiatría, psicología, psicoanálisis—; también es tarea de la antropología pensar la neurodivergencia como una experiencia de identificación política y como un lugar legítimo de resistencia desde donde también se hace quehacer antropológico. En este escrito presento algunos apuntes, a manera de invitación a una antropología sensible, respetuosa y atenta a esta dimensión de las asimetrías.
Palabras clave: neurodivergencia, interseccionalidad, movimiento social, capacitismo, cuerdismo
Introducción
Cada día y con más frecuencia, la palabra neurodivergente circula con libertad como parte del vocabulario para nombrar diferencias, identificaciones y opresiones imbricadas. En México, para el 2025 ya no es inusual encontrarla en carteles y pancartas levantadas en las marchas por el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, el 8M, el Orgullo LGBTQIA+, o las manifestaciones contra el genocidio en Palestina. Se instala en los pliegos petitorios de los paros estudiantiles de universidades mexicanas, en stickers y pintas que intervienen el concreto y los muros de las ciudades, en el material informativo del Consejo Nacional para Prevenir y la Discriminación (Conapred), en grupos online y offline de apoyo mutuo, en parlamentos abiertos de la Cámara de Diputados, y aparece también tanto en estrategias de mercadeo como en trabajos académicos.
Este escenario hace evidente su polisemia como categoría de identificación contrahegemónica y, al mismo tiempo, su uso retórico que perpetúa formas de injusticia epistémica, testimonial y hermenéutica. Ante ello, en este texto me propongo elaborar algunos apuntes críticos desde la antropología que también sirvan como una provocación para tomar en serio la neurodivergencia no en su tematización como objeto de estudio, sino en su potencial para revelarnos ciertas dimensiones de la opresión, así como formas-otras de resistencia y lucha por la justicia social demandadas hoy en día. Asimismo, es una invitación para que las, les y los investigadores neurodivergentes tomen y reclamen el espacio académico antropológico como un lugar desde donde pueden cambiarse narrativas y discursos capacitistas y cuerdistas, y en donde nuestras existencias son legítimas y necesarias.
Las reflexiones anotadas en este escrito no provienen de perspectivas psicopatologizantes y tampoco desde los acercamientos de la antropología médica o la neuroantropología. Más bien, es un abordaje que entrelaza los estudios críticos en discapacidad, los estudios locos, los estudios críticos animales y las epistemologías feministas discas-crip-lisiadas, en una antropología encarnada —como propone Mari Luz Esteban (2013)— que nos lleve a comprender que la neurodivergencia y lo neurodivergente son inherentemente políticas: se refieren a un derecho por ser-hacer-sentir-estar-pensar plenamente en este mundo compartido.
Nombrar lo que ya existía: algunas precisiones terminológicas
Contrario a lo que suele argumentarse como crítica, las neurodivergencias y las personas neurodivergentes no son algo nuevo que no existía en generaciones pasadas. Pero es cierto que ambos términos son neologismos surgidos a finales del siglo XX para nombrar experiencias existentes desde mucho antes, desde el surgimiento de las disciplinas psi —psicología, psiquiatría, psicoanálisis— o inclusive antes. Y también es cierto que su aparición contribuyó al tejido de procesos de identificación subjetiva, comunalidad, movilización política e identitaria que se materializan desde entonces.
Hoy en día, difícilmente podríamos negar la importancia de estos términos para comprender las complejidades de los campos políticos y las acciones de resistencia de miles de jóvenes, quienes también están en las aulas para formarse en antropología y en otras ciencias sociales. Esta amplia circulación de los términos, especialmente con las redes sociodigitales, ha contribuido a generar una mayor familiaridad y cercanía con el tema. Pero, al mismo tiempo, ha suscitado confusiones que llevan a una comprensión errada de sus significados e intenciones primarias y, sin el peso de su sentido original, se neutralizan con más facilidad.
Entender la neurodivergencia y lo neurodivergente requiere del re-conocimiento de lo planteado por el paradigma de la neurodiversidad, con el que comparte genealogías ontoepistémicas, éticas y políticas. En un sentido muy amplio —recordando lo planteado por Thomas Kuhn—, un paradigma es un conjunto de ideas y valores que orientan cómo explicamos el mundo y nuestras relaciones con las otras. Pero también orienta y muchas veces define qué tipo de preguntas nos hacemos y qué tipo de respuestas podemos dar.
Con relación a lo que aquí planteado, la investigadora Nick Walker (2021), una voz importante dentro del movimiento de la neurodiversidad, nos plantea la existencia de al menos dos paradigmas que orientan nuestras comprensiones de las mentes y los cuerpos en las sociedades occidentalizadas. El primero es aquél que ha prevalecido históricamente: un paradigma de la psicopatología. Este concibe que las mentes y los cuerpos que “no encajan” o que se “desvían” del ideal regulatorio sobre lo que se supone que es una mente y un cuerpo “normales” deben ser corregidos, una corrección que suele estar en manos de expertas de la medicina, pero también de otras figuras como los profesores, las instituciones familiares y religiosas, los ámbitos laborales, jurídicos, etcétera. Esto es así porque ese paradigma también se hace presente en los imaginarios de las sociedades, se normaliza y naturaliza como “sentido común”, como el orden natural de la vida y del mundo.
Es desde esta perspectiva desde donde surgen las definiciones peyorativas, hegemónicas y violentas de la discapacidad y la locura, en tanto esas existencias que se salen del surco son leídas desde nociones de déficit y anormalidad propias de modelos biomédicos y de las disciplinas psi y sus saberes moderno-coloniales con sus respectivas técnicas de normalización (Foucault, 2000). Esta intención normalizadora y homogeneizante es parte sustancial del capacitismo y el cuerdismo. Como cualquier otra lógica opresiva, ambos son sistemas estructurales que se expresan también en lo cotidiano; que no son necesariamente conscientes y que, muchas veces, son más bien afectivos: una respuesta a lo que otras nos provocan con su diferencia.
Desde abordajes críticos, el capacitismo y el cuerdismo se entienden como sistemas opresivos que operan desde el paradigma psicopatologizante, marcando a ciertos cuerpos-mentes como correctos, normales, deseables, sanos, productivos, inteligentes, completos, capaces, racionales y cuerdos. Quienes no encajen, son apartados a un espacio de sospecha, desagrado, menosprecio, inferiorización, tutelaje, encierro y exterminio. Se les mide a partir de su déficit, su falta de algo —capacidad y cordura— que les permita ser humanos-plenamente-humanos: normales, sanos, completos. Por tanto, son términos que también permiten nombrar a las violencias materiales, afectivas y simbólicas que atraviesan estas personas sistemáticamente.
Frente a esto, lo que buscó plantear el paradigma de la neurodiversidad es que la normalidad es una ficción, pero enfatizando la contundente realidad de las violencias cuerdistas y capacitistas. El término neurodiversidad surge en 1996 como propuesta de comunidades virtuales de grupos de personas expertas por experiencia, específicamente como una elaboración colectiva de integrantes de los grupos Independent Living on the Autistic Spectrum y Autism Network International (Botha et al., 2024). En analogía con la biodiversidad, este paradigma nos recuerda que hay una enorme variabilidad de mentes-cuerpos y que esa diversidad es lo realmente “natural”. En un inicio, la neurodiversidad también fue llamada “diversidad neurológica” para hacer énfasis en que la diversidad y la diferencia son intrínsecas a nuestro mundo, incluyendo a la especie humana. Desde esta apuesta, al cambiar de paradigma también se modifican las orientaciones de la ciencia, la medicina, la pedagogía y los imaginarios, normas y afectos de la sociedad en general, lo que contribuiría a generar relaciones más horizontales y justas. Por ello, el paradigma de la neurodiversidad devino en un movimiento social contrahegemónico que, aunque surgido en contextos del norte global, hoy está presente con fuerza en Latinoamérica.
Este cambio de paradigma es una forma diferente de contar la historia y de pensar pensamientos, como dice Donna Haraway: “Importa qué ideas usamos para pensar otras ideas”, “importa qué historias contamos para contar otras historias […] qué pensamientos piensan pensamientos” (Haraway, 2019: 34-35). Uno de los aportes del paradigma de la neurodiversidad y del movimiento de la neurodiversidad es que posibilitaron la aparición de palabras, y con ello acciones, para pensar y nombrar expresiones específicas de la opresión y contribuir a su desmantelamiento. Unas de estas palabras fueron los términos neuronorma y neuronormatividad.
Es decir, el régimen hegemónico, regulatorio y normativo, sobre lo que se supone que es una “mente” normal. Así como la exigencia social, explícita o no, pero siempre internalizada y colectiva, de encajar, performar, comportarse y relacionarse de acuerdo con esa norma. Esto es parte de lo que Alfonsina Angelino, Carolina Ferrante y otras han llamado más recientemente “ideología de la normalidad” (Yarza de los Ríos et al., 2019), que a su vez es parte sustancial del cuerdismo y el capacitismo entendidos como sistemas de dominación con base en esa ficción opresiva y encarnada de “lo normal”. Lo cual, además, se imbrica con otras estructuras: el racismo, el clasismo, el sexismo, la cisheteronorma, el edadismo, el especismo y demás.
La difusión de esta forma otra de pensar llevó a que Kassiane Asasumasu, activista autista, bipolar y birracial —como ella misma se nombra—, propusiera el término neurodivergente en el año 2000. Con él, quería hacer referencia a quienes divergen del estándar hegemónico de normalidad neurológica, es decir, quienes no convergen —o no del todo ni todo el tiempo— con la neuronorma. Como en un principio la neurodiversidad se asoció más a personas autistas, la propuesta de Asasumasu (2015) funcionó como un término paraguas para incluir a personas autistas, con atención divergente, con dificultades de aprendizaje, epilépticas, con estrés postraumático, con esquizofrenia, con esclerosis múltiple, con parálisis cerebral, con apraxia, disléxicas, con depresión, con ansiedad, etcétera. A partir de entonces, se entiende como una categoría de identificación y de autoadscripción de personas con discapacidad psicosocial y con sufrimiento psíquico, sin importar (la existencia de) el diagnóstico.
Si la neurodiversidad se refiere a la enorme variación de mentes y formas cognitivas-afectivas-sensoriales, neurodivergencia es entonces una forma de nombrar a los modos de existencia, experienciales, afectivos y epistémicos, que no están en el surco de la “normalidad” y la “neuronorma”. Además, es importante anotar que el prefijo “neuro” no se refiere cerebros o sistemas nerviosos en un sentido determinista, biologicista y antropocéntrico, sino que se habla de una mente encarnada, lo que implica formas de sentir, pensar, estar, ser y relacionarse —de humanos y más que humanos—. En ese sentido, decimos que un grupo es neurodiverso, o una sociedad, o un planeta, porque se integra de variaciones intra e interespecie.
Pero enunciarse neurodivergente implica el reconocimiento de la existencia de una neuronormatividad frente a la cual nos experimentamos permanentemente fuera de lugar, o cuyos mandatos, que intentamos acatar, nos lastiman, violentan o excluyen sistemáticamente: el estigma social, el cuidado como forma de control, la internación y medicalización forzadas, la falta de ajustes razonables en un aula, las representaciones estereotipadas, la puesta en duda de nuestras capacidades intelectuales, etcétera. Por eso, ese acto de enunciación —como hacerlo desde la locura o desde lo disca— podría entenderse en sí mismo como una acción disidente (Rodríguez, Taborda y Toscano, 2021: 48).
Veinticinco años después de su aparición como término, ha perdido mucha de su potencia crítica y subversiva. Debido a eso, es cada vez más necesario enfatizar que la neurodivergencia y lo neurodivergente no son categorías diagnósticas ni clínicas. Es una identificación política contranarrativa, un nombrarse desde la experiencia compartida de vivir la opresión de la neuronorma y sus mandatos. Pero también nombrarse desde las grietas, las resistencias y las posibles formas de emancipación de sus violencias. Precisamente por ello, cada vez es más común que las, los y les activistas en Latinoamérica se enuncien desde otros vocablos, como la neurodisidencia, con urgencia de remarcar la renuncia deliberada a las técnicas de normalización de las sociedades y de reconocer el desacuerdo con la neuronormatividad como un derecho de decisión.
Como cualquier forma de identificación viva, neurodivergente o neurodisidente son formas de devenir, como anota Diana Vite sobre lo disca (2025), existencias con potencia para transgredir el deber-ser naturalizado. Sin embargo, al ser neologismos sin el peso histórico del estigma —a diferencia de loca o discapacitada — ha sido más sencillo desplegar estrategias de cooptación que contribuyen a neutralizar y disolver su cualidad subversiva. En el caso de la neurodiversidad y la neurodivergencia hay un evidente proceso de pink washing: una instrumentalización de símbolos —como el infinito multicolor—, causas, e identificaciones. Son palabras que, además, comienzan a asociarse con determinadas clases sociales, estatus económicos, niveles educativos y fenotipos privilegiados estructuralmente.
Este fenómeno de cooptación es tal que ha llevado a que se proponga el término de “neurodiversidad lite” (Neumeier, 2018) para referirse a esas estrategias de uso retórico de la neurodivergencia como una forma “políticamente correcta” de decir —o más bien no decir— “locura” y “enfermedad mental”, lo que hace más sencillo entenderla como marca registrada y como eufemismo que deja intacta la lógica opresiva del cuerdismo y el capacitismo y que, además, replica prácticas extractivistas y de injusticia epistémica, hermenéutica y testimonial.
Con estas formas de injusticia me refiero a que, pese a que se trata de una identificación política en torno a la experiencia compartida de la opresión de la neuronormatividad, las disciplinas psi parecen haber reclamado un monopolio y una autoridad sobre su sentido: que solamente un especialista de estas áreas pueda hablar de la neurodivergencia y la exigencia de que la identificación como neurodivergentes esté acompañada del respaldo de un diagnóstico o certificado oficial. A eso se suma su creciente aparición en la institucionalidad que opera en el mismo sentido vertical. Condiciones que, en la actualidad, parecerían impensables e inadmisibles para otras formas de disidencia. Esta pérdida de control sobre el sentido de las identificaciones es a lo que llamamos injusticia hermenéutica.
Por otro lado, aunque en México es menos notorio que en otros espacios de producción de conocimiento, los proyectos académicos también han contribuido en el extractivismo de las experiencias neurodivergentes. Ya sea para emplearlas como mero dato anecdótico o testimonio subsumido al lenguaje especializado —injusticia testimonial— o concibiéndolas como menos valiosas que los saberes expertos y credencializados —injusticia epistémica—. Aunado a ello, a las personas neurodivergentes que ponemos el cuerpo en sus investigaciones sobre el tema se nos exige una traducción articulada que convierta la experiencia sensible y encarnada de quien escribe/investiga en una forma apropiada e inteligible, disciplinada y dócil, para ser tomada académicamente en serio. Y para no ser leída como expresión re-sentida, exagerada, anecdótica o hipersubjetiva por quienes no están atravesadas por nuestras particulares opresiones/resistencias. Una especie de “luz de gas” que se traslada al campo de producción de conocimientos y que, como tal, deviene en violencia epistémica en la que se conjugan variados “ismos”: cisheterosexismo, androcentrismo, racismo, capacitismo y cuerdismo.
De ahí que la neurodivergencia, como lugar de enunciación y emancipación, no solo plantee posibilidades de florecimiento en las grietas de esas estructuras opresivas. Estos agrietamientos son deseables, posibles y necesarios en la disciplina antropológica porque el paradigma de la neurodiversidad está irrumpiendo en los centros educativos —pese a los auges del conservadurismo y la derecha— donde se forman las siguientes generaciones de personas antropólogas. Más aún, porque estas generaciones están tensando los presupuestos de la normalidad disciplinar y no temen remarcar sus particulares lugares de enunciación, por nebulosos, fragmentados o confusos que puedan ser para otras.
Lo que quise mostrar aquí es que, como anota Nick Walker, la neurodivergencia no es una etiqueta diagnóstica, sino una contraetiqueta de identificación sujeta “a las mismas dinámicas sociales y políticas que otras formas de diferencia” (Walker, 2021: 22, traducción mía). Y, como ya había escrito Claude Levi-Strauss (2008: 46): “mientras el modo de ser o de actuar de determinados seres humanos plantee problemas [incomodidad] a otros, siempre habrá lugar para una reflexión sobre esas diferencias”. Especialmente, cuando esas diferencias están haciendo un estruendoso —o a veces tímido y callado— reclamo de ratificación de su existencia plena.
La neurodivergencia irrumpe en la antropología
Dau García y Grecia Guzmán escriben que, en el mundo de la política y sus campos, “la ira de los oprimidos es una voz fundamental y transformadora. El discurso indignado afirma que se ha cometido una injusticia y reclama un cambio” (2024: 13). Gran parte de las consignas, carteles, pintas y stickers que irrumpen la escena pública en México, desde la neurodivergencia, están marcados por el peso de la rabia, la indignación y el hartazgo. Aunque no se trata de una comunidad armónica y hay diferencias importantes en las políticas contraidentitarias que se adoptan —o que se decide no adoptar—, el colectivo de jóvenes neurodivergentes está reclamando un cambio que se demandaba incluso antes de que nacieran, hacia mediados de la década de los noventa del siglo pasado.
Cada vez de forma más orgánica, la neurodivergencia se hace patente como una de las hebras de la matriz de dominación de nuestras sociedades. No para sumarle un vector a la simplificada metáfora de interseccionalidad con que entendemos muchos de los movimientos sociales de hoy, sino para lograr una comprensión mucho más compleja, imbricada y con más pliegues de la maquinaria de asimetrías que vamos encarnando y resistiendo. Así, aunque siguen siendo marginales respecto de otros intereses investigativos, en la antropología mexicana de hoy nos hallamos frente a la germinación de unos estudios críticos en neurodiversidad y neurodivergencia, que se suman a las apuestas de las antropologías críticas que producen conocimiento situado. Por otro lado, aunque no necesariamente la neurodiversidad sea su línea de investigación, muchas estudiantes neurodisidentes están torciendo el sentido común disciplinar para dejarse ser en el quehacer etnográfico y antropológico que decidan.
La irrupción de la neurodivergencia en el plano social y en la antropología nos muestra grietas e intersticios que nos permiten nombrar ciertas caras/dimensiones con otras palabras; términos que nos posibiliten prestarle atención a violencias naturalizadas y, especialmente, que puedan ayudarnos en la tarea de estudiar esta anatomía de la opresión como un todo, con sus contradicciones y sin aplanamientos. Lo que redunda, claro, en la urgencia de articular luchas y esfuerzos colectivos para des(cons)truirle, incluso en los espacios del aula y la academia.
En la marcha del 8M de este año se dieron cita contingentes en neurodivergencia, con consignas tan potentes como: “Lxs neurodivergentes existen porque resisten” o “Neurodivergencias en Resistencia”. Lo que he aprendido hasta ahora, a dos años de iniciada una travesía investigativa con estudiantes universitarias neurodivergentes —la mayoría estudiantes de antropología—, es que ya no basta con etiquetar o nombrar las violencias que vivimos. Aunque, claro, nombrarlas es fundamental para su exorcismo. Lo que buscamos ahora es, a través de la colaboración, la crítica, el derecho a los ajustes razonables, el apoyo mutuo y, sí, también la investigación, poner el cuerpo para lograr transformaciones más profundas y duraderas. Porque imaginamos un mundo —y una antropología— donde ya no tengamos que seguir resistiendo más, porque ya no será necesario.
Referencias
Asasumasu, K. (2015, 11 de junio). PSA from the actual coiner of “neurodivergent”. Tumblr. https://sherlocksflataffect.tumblr.com/post/121295972384/psa-from-the-actual-coiner-of-neurodivergent
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Esteban, M. L. (2013). Antropología del cuerpo. Género, itinerarios corporales, identidad y cambio. Bellaterra.
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García, D., y Guzmán, G. (2024). El valor epistémico de la ira/rabia: De la ira psicologizada a la rabia politizada. Teknokultura, 21(1), 7-17. https://doi.org/10.5209/tekn.90066.
Haraway, D. (2019). Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno. Consoni.
Levi-Strauss, C. (2008). ¿La antropología en peligro de muerte? El Correo de la Unesco, (5), 39-46. https://unesdoc.unesco.org/ark:/48223/pf0000162711_spa.
Neumeier, S. (2018, 9 de febrero). “To Siri with love” and the problem with neurodiversity lite. Rewire News Group. https://rewirenewsgroup.com/2018/02/09/siri-love-problem-neurodiversity-lite/.
Rodríguez, P., Taborda, A., y Toscano, N. (2021). Resistir para re-existir la discapacidad desde una perspectiva crítica. Ediciones desde abajo.
Vite, D. (2025). Vaivenes corpotextuales. Mi devenir disca en compañía de un bastón, prótesis oculares y lectores de pantalla. Revista Latinoamericana de Estudios Críticos Animales, 12(1), 144-171. https://revistaleca.org/index.php/leca/article/view/521/420
Walker, N. (2021). Neuroqueer Heresies: Notes on the Neurodiversity Paradigm, Autistic Empowerment, and Postnormal Possibilities. Autonomous Press.
Yarza de los Ríos, A., Angelino, A., Ferrante, C., Almeida, M. E., y Míguez, M. N. (2019). Ideología de la normalidad: un concepto clave para comprender la discapacidad desde América Latina. En Yarza de los Ríos, A., Sosa, L. M., y Pérez Ramírez, B. (coords.), Estudios críticos en discapacidad: una polifonía desde América Latina (pp. 21-44). Colegio Latinoamericano de Ciencias Sociales.
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