Benjamín Marín Meneses[1]
UAM-Iztapalapa
Resumen
El texto se propone analizar el discurso del anarquismo histórico o primer anarquismo (el patentado por Proudhon y Bakunin), y las producciones teórico-filosóficas que edificó para combatir la desigualdad social de su tiempo, partiendo de una reconstrucción del mundo que el anarquismo quiso cambiar: la Europa en vísperas de las revoluciones de 1848, en la que, con la industrialización, había aparecido un nuevo tipo de pobreza, colectiva y estructural. Para ello, recurro al estudio de textos médicos, de salubridad, y filosóficos, que dieron cuenta de la miseria y las condiciones paupérrimas en que vivían los obreros europeos a mediados del siglo XIX. Los socialistas y anarquistas plantearon eliminar la pobreza, la mala educación, la esclavitud, la disparidad sexual, la explotación infantil, y demás bastiones de la desigualdad, desde diferentes aristas; el movimiento ácrata fue el más radical en sus postulados contra la desigualdad. A continuación, y mediante una hermenéutica de los textos de Proudhon y Bakunin, principalmente, desgloso las proposiciones anarquistas para modificar la desigualdad industrial. En un ejercicio de contraste, presento las diferencias que tenían con otros sistemas de pensamiento, y señalo las cuestiones que no les interesaron a los fundadores del movimiento libertario, para demostrar que, aunque se trataba del discurso más incendiario nacido en las experiencias revolucionarias de 1848, estaba permeado por otras desigualdades, por lo que la igualdad y la libertad soñada por el primer anarquismo no era universal, sino obrera y masculina. Con ello, se pueden advertir las incongruencias del anarquismo histórico y desmenuzar los puntos evolutivos del discurso libertario que lo llevaron, más adelante, a ser más inclusivo.
Palabras clave: Desigualdad, Anarquismo, Pobreza obrera, Bakunin, Proudhon

Mural de Ricardo Flores Magón, representante del anarquismo mexicano, en la Universidad Autónoma de Chiapas. Fotografía del autor, 2014
Introducción
Para iniciar, es importante aclarar qué entiendo por anarquismo histórico. Considero que, en el siglo XIX, se pueden identificar a cuatro intelectuales que confeccionaron y difuminaron el ideal ácrata por el mundo. Estos son: Pierre Joshep-Proudhon, Mijaíl Bakunin, Élisée Reclus y Piotr Kropotkin.[2] Sin embargo, centro el presente estudio en los dos primeros por un par de razones: primero, temporalmente son los iniciadores concretos del anarquismo; segundo, conocieron y participaron activamente de las revoluciones europeas de 1848. El anarquismo histórico, en consecuencia —y para fines de este artículo—, es la filosofía socialista-radical gestada por Proudhon y Bakunin a partir de mediados de la centuria decimonónica.
Precisamente, las revoluciones del 48, también conocidas como “la primavera de los pueblos” ofrecieron una experiencia a Proudhon y Bakunin que Reclus y Kropotkin no disfrutaron: los acercaron a la vida marginal de los obreros y de los pobres, hecho que los lanzó a combatir la desigualdad en varias direcciones. Proudhon y Bakunin participaron activamente en los enfrentamientos en las barricadas, las asambleas obreras, y las discusiones parlamentarias (aunque Reclus peleó en la Comuna de París, lo hizo desde una posición antimonárquica y no extrajo sensaciones positivas del comunalismo parisino). Posteriormente, ambos intelectuales desarrollaron gran parte del corpus ideológico del anarquismo con base en sus vivencias revolucionarias.
En consecuencia, planteo que, tanto la situación previa a la revolución como su participación en la primavera de los pueblos, legaron a Proudhon y Bakunin un referente empírico de lo que era la desigualdad y la represión. La exposición teórica de ambos autores, posterior a 1848, incrustó en el devenir socialista la identificación del Estado como máximo responsable de la opresión política de las personas. Además, construyeron críticas alrededor del capitalismo y de la religión, los otros dos pilares del dominio económico y moral que pesaba sobre los individuos. Por ende, la hipótesis a desarrollar es que la experiencia revolucionaria creó una bifurcación en el socialismo, al que radicalizó, permitiendo el surgimiento del anarquismo como una propuesta más combativa, incendiaria e insurrecta que pudiera destruir los bastiones de la desigualdad humana. Algo similar acaeció con el marxismo, pero al enfocarse este en el vanguardismo obrero para la lucha de clases, marginó de sus campos de estudio al llamado lumpemproletariado, por lo que existió, de origen, una perpetuación del sistema jerárquico, en pro de garantizar una revolución científica más eficiente.
Para comprender contra qué combatía el anarquismo es menester arrancar analizando el contexto en el que nació el movimiento libertario: la desigualdad social de las décadas anteriores al estallido revolucionario de 1848 y la represión propiciada por las reacciones gubernamentales, tras las revoluciones. Para esto recurro a documentos de la época, que dan cuenta de las condiciones hostiles de la vida proletaria en las primeras décadas decimonónicas, como los tratados médicos de Guépin, Bonamy y Villermé, incorporando también textos socialistas como Oganisation du travial, de Blanc. Posteriormente, para el estudio de las revoluciones, aprovecho la historiografía más reciente, que presta atención a los éxitos conseguidos en la primavera de los pueblos; en específico, utilizo los libros de Christopher Clark y de Jonathan Beecher, ambos de 2024. A continuación, recurro a la propia prosa de Proudhon y Bakunin para identificar directamente sus inquietudes en torno a la desigualdad, sus posiciones y aprendizajes de la revolución, y la mutación de su discurso en el marco del devenir socialista. Con ello me permitiré contrastar la teoría ácrata con el marxismo.
La desigualdad en la Europa previa a 1848
Gonzalo Pontón (2018) analiza los efectos de la pobreza y la miseria en el mundo occidental durante el siglo XVIII ofreciendo un preludio bien confeccionado de la desigualdad europea decimonónica. Cincuenta años antes de las revoluciones del 48, la población había aumentado un 70%, pero el crecimiento demográfico no significó una mejoría en la calidad de vida apetecida por las teorías mercantilistas (en las que se imaginaba que, a mayor población, mayor producción): el 50% de los europeos eran labriegos menesterosos. En la Europa posterior a la Revolución Industrial, la pobreza se hizo endémica y propició una tasa de mortalidad altísima entre mendigos, vagabundos, huérfanos e inadaptados. Para entonces, la desigualdad se podía medir en los aspectos más básicos de la vida: la alimentación, la vestimenta y la vivienda eran sumamente asimétricas entre los acaudalados y los marginados.
Pasando al siglo XIX, la desigualdad, según Scheidel (2018), se exacerbó gracias a la industrialización: los salarios se dispersaron, las casas habitadas se redujeron (pero en las que sí estaban ocupadas aumentó la cantidad de inquilinos). En contraste, crecieron los patrimonios de los más adinerados, por lo que la élite económica se garantizó un mejor nivel de vida, mientras los pobres tenían menos poder adquisitivo. En Francia, gracias a los estudios de Milanovic (2024), sabemos que la desigualdad social alcanzó picos muy altos antes de la Gran Revolución. Posteriormente descendió durante los primeros años del siglo XIX para, a partir de la década de 1830, volver a acrecentarse a un ritmo acelerado. Es decir, para 1848, cuando el anarquismo histórico se consolidó, la desigualdad avanzaba plena en el país galo.
Lo anterior lo podemos constatar no sólo a través de la historiografía. Textos médicos y de salubridad de la época dan cuenta de las condiciones deplorables en que vivían los trabajadores franceses. En Nantes, los hogares de los proletarios miserables fueron descritos como pozos negros y húmedos, con piso de lodo, con mal olor, cuyos únicos muebles eran colchones de paja con mantas rotas y sin lavar. El sol no entraba a las casas durante el día y no había chimeneas para prender fuego en invierno; la luz que alumbraba las paredes sucias provenía exclusivamente de velas. Tras una jornada de catorce o más horas, los obreros regresaban a sus habitaciones para encontrarse con sus familias, amargadas por la pobreza. Los infantes de clase baja tenían la piel pálida, ojos rojos y lagañosos, y las barrigas hinchadas por la mala alimentación: pasaban todo el día jugando en arroyos de agua sucia hasta que alcanzaban la edad de emplearse por unos centavos. Por su parte, las mujeres estaban condenadas a la prostitución para poder sobrevivir. En contraste, los niños de las clases acomodabas retozaban pacíficamente en los colegios, con su piel rosada y sus vientres delgados (Guépin y Bonamy, 1835: 485-491). La diferencia entre barrios pobres y ricos se podía verificar en la esperanza de vida: los menesterosos apenas alcanzaban los 31 años, y los acaudalados llegaban a prolongar su existencia hasta los 59 años, en promedio (Clark, 2024).
Otras observaciones, como las de Louis-René Villermé (1840), acusaron los impactos de la industrialización en la vida de los tejedores: las mujeres y los niños se sumaban a las jornadas laborales y salían de las fábricas descalzos, sucios y demacrados. Las habitaciones eran compartidas por dos o más familias, obligando a los obreros a vivir en hacinamiento. Esta era la principal causa de la asimetría, según Villermé, en la longevidad de los parisinos: el 50% de los infantes acomodados llegaba a los 21 años sin problema; mientras que el 50% de los hijos de obreros moría antes de alcanzar los dos años. Christopher Clark (2024) señala que los talleres tenían un poder transformador sobre las personas que trabajaban en ellos: sus cuerpos se volvían raquíticos, sus extremidades se deformaban, las mentes se fatigaban por el mal dormir y el estrés al que se les sometía.
Los primeros socialistas conocieron estas condiciones de vida, y trazaron propuestas teóricas para revertir la situación. El ejemplo más emblemático fue el folleto Organisation du travial, en el que Louis Blanc (1845) analizó las consecuencias del sistema de competencia capitalista. Los proletarios estaban reducidos a tener que aceptar salarios injustos, señalando que los trabajadores más pobres vivían para no morir: su única aspiración era conseguir unos pocos francos para comer pan y comprar vino (pensado como una suerte de antídoto que les removía, temporalmente, el dolor de sus mentes). El análisis de Blanc arrojó como resultado que el 10% de los parisinos vivía en pobreza extrema (aproximadamente 33 mil trabajadores). Su solución era organizar el trabajo de la siguiente manera: que el gobierno regulara la producción, con la intención de crear talleres sociales en las ramas más fundamentales de la industria. Los salarios se jerarquizarían de acuerdo con los roles desempeñados, pero siempre se debía asegurar que las ganancias garantizaran la existencia digna de los trabajadores. Asimismo, Blanc postuló un sistema de ahorros destinado a satisfacer necesidades específicas de los obreros: la adquisición de herramientas y un fondo común para asistir a ancianos, inválidos y proletarios caídos en desgracia. Otros socialistas utópicos, como Fourier, clamaban por un cambio armónico, que incluía reformas arquitectónicas (para evitar el hacinamiento), para que los burgueses y las clases bajas pudieran convivir y compartir alimentos, permitiendo superar los crímenes del comercio, en oposición al individualismo económico (Beecher, 1986).
Pero el ritmo de acelerado de la desigualdad industrial no se pudo contener más allá de los primeros meses de 1848. Una prohibición de los banquetes populares, en los que los reformistas franceses compartían alimentos con los más pobres, motivó que los trabajadores parisinos alzaran barricadas en la última semana de febrero. En su Declaración del Pueblo Soberano, los amotinados implantaron la república y solicitaron derechos armamentísticos, sufragio universal (varonil), libertad de prensa y derecho de asociación. En la Ciudad Luz se patentó la construcción de un nuevo orden social, basado en una agenda política que respetó y reconoció las necesidades de los trabajadores (Sewell, 1992).
Las revoluciones de 1848
En los días siguientes a la Declaración del Pueblo Soberano, la insurgencia parisina ocasionó una convulsión global. 1848, para Beecher (2024), fue el gran año revolucionario del siglo XIX, con barricadas erigidas por todas las calles de las principales ciudades europeas. La revolución abarcó desde Portugal hasta Ucrania y se extendió de los Balcanes al Mar Negro. Para Clark (2024), la de 1848 fue la auténtica revolución europea porque ninguna otra (ni la Gran Revolución, ni la Comuna de París o la Revolución Rusa de 1917) tuvieron un impacto transcontinental. En cuestión de semanas, observó Hobsbawm (2019), se derrumbaron los gobiernos de Francia, Alemania, Austria, Italia, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Yugoslavia y Rumanía.
En Francia se instauró un gobierno provisional, llamado Asamblea Nacional, que atendió, de inmediato, la cuestión social: buscó combatir la pobreza endémica de las clases bajas y el desempleo masivo. Con la implementación de estos principios rectores, Sewell (1992) considera que la revolución de 1848 abandonó la coloración burguesa de 1789 y se transformó en una revolución social. La incipiente Asamblea Nacional delegó a Louis Blanc las peticiones proletarias, comprometiéndolo a garantizar la existencia del obrero mediante el trabajo, y a emplear a todos los ciudadanos ociosos. Para ello se crearon los Talleres Nacionales, cuya finalidad era habilitar puestos de trabajo, con salario digno.
No obstante, con el paso de los meses, los Talleres se consideraron una merma de las arcas gubernamentales, ya que se pagaba, incluso, a los desempleados: la Asamblea, los empresarios y contribuyentes les retiraron su favor económico. A lo anterior se sumó un clima de miedo por el actuar violento de la izquierda. En consecuencia, se prohibieron las reuniones públicas y el 21 de junio el gobierno abolió los Talleres Nacionales que, hasta entonces, eran percibidos por los obreros como la materialización del derecho al trabajo. Los proletarios pasarían a ser empleados en el drenado de pantanos o adheridos al ejército (Clark, 2024). Tal medida desató la insurrección conocida como las jornadas de junio: cuatro días de batalla, con el saldo de más de 1500 insurgentes muertos y 12 mil presos (Sewell, 1992).
Louis Pujol fue el principal promotor de la batalla. Publicó un panfleto en el que exaltó el poder purificador de la violencia revolucionaria y comparó el sufrimiento de los pobres con el cuerpo sangrante de Cristo. Excitados por Pujol, 40 mil hombres y mujeres tomaron las armas. Un experimentado general de la Guerra en Argelia, Louis-Eugène Cavaignac, fue designado para la represión. Cavaignac aplicó las tácticas colonialistas en París, iniciando con campañas periodísticas de desprestigio para que la sociedad percibiera a los proletarios como bárbaros. Posteriormente barrió las barricadas, inclementemente, y realizó fusilamientos sumarios masivos entre los rendidos. En la lucha final, las mujeres participaron activamente acarreando las municiones y preparando las armas; incluso ellas fueron las últimas en rendirse, ya que continuaron peleando cuando los hombres se sometieron (Clark, 2024).
A entender de Tocqueville (1984), las jornadas de junio no trataron de cambiar la forma de gobierno, sino el orden de la sociedad. Los obreros se habían empeñado, ciegamente, en una guerra imposible de ganar: querían escapar de la miseria y buscar con las armas un bienestar ilusorio, prometido por las tendencias socialistas. Estas falsas teorías, según Tocqueville, hicieron creer a los pobres que los ricos obtenían su fortuna mediante el robo. En la Asamblea General se festejó, efusivamente, la derrota insurgente. La destrucción de las “doctrinas salvajes” que defendían la idea de que la propiedad era un robo (en referencia a Proudhon), fue motivo de una solemne celebración (Beecher, 2024).
La desinformación y las campañas de desprestigio pasaron a ser de uso corriente y fundamental dentro de los artilugios de la contrarrevolución. Después de junio se confeccionó una suerte de purga de los izquierdistas más prominentes: Albert, Blanqui, Raspail, y más tarde Proudhon, cayeron presos; Blanc y otros más tuvieron que exiliarse. Las sensibilidades políticas, que en febrero se cargaron a la izquierda, se volcaron a la derecha y permitieron el triunfo electoral de Luis Napoleón Bonaparte (Clark, 2024). Para fines de 1850, la revolución ya había sido destrozada por la reacción, que recuperó el poder en todos los territorios insurrectos. Sin embargo, el sufragio universal peleado por los obreros se mantuvo en Francia y, con excepción de Rusia, las revoluciones abolieron todos los vestigios del régimen señorial/feudal (Duroselle, 1974). La geopolítica europea se sacudió en sus pilares.
El anarquismo histórico y su experiencia en el 48
Proudhon, llegado febrero de 1848, ya gozaba de cierta notoriedad en la izquierda francesa debido a la publicación de ¿Qué es la propiedad?: dentro de las páginas de su obra, Proudhon había sido el primer intelectual socialista en autoproclamarse anarquista. Pero fue hasta el estallido revolucionario que su figura cobró una importancia mayor: pasó a ser el representante del pueblo y el objeto de las más fieras críticas gubernamentales. La primavera de los pueblos lo dotó de audiencia, tanto favorable como enemiga (Beecher, 2024).
Proudhon redactó ¿Qué es la propiedad? en condiciones de penuria extrema, por lo que el autor manifestó su solidaridad con los proletarios explotados, al mismo tiempo que hizo fuertes llamados a la igualdad social. Desde 1839, en su discurso Célébration tu dimanche, clamaba por eliminar la desigualdad, para que todos los humanos vivieran en plenitud. Su intención, en palabras de Winock (2004), era acabar con el acaparamiento de los medios de subsistencia y fomentar la equidad de los trabajadores. En principio, Proudhon fue reacio a la violencia y se mantuvo al margen de los movimientos que desencadenaron la revolución. Pero, al alzarse las barricadas, empatizó con los insurgentes: les ayudó a imprimir folletería, movió escombros en la edificación de parapetos y reclutó gente para ayudar a la causa proletaria. Nunca terminó de confiar en las élites que manejaban los designios rebeldes, pero concurrió a los clubes revolucionarios en abierta simpatía con las clases marginadas (Beecher, 2024).
Proudhon, paradójicamente, se presentó como candidato a la Asamblea, a la que se integró el 10 de junio ocupando un escaño vacío. Previamente, sus artículos se leyeron ampliamente en los barrios obreros. Ocupado en quehaceres legislativos, las jornadas de junio lo tomaron por sorpresa. Pero recorrió las barricadas y fraternizó con ambas fuerzas de combate (reconociendo que el ejército de la reacción también estaba compuesto por gente pobre, que defendió al gobierno por obligación de la leva). Cuando los insurgentes fueron derrotados, la Asamblea aplaudió y vitoreó el triunfo. Todos los diputados se pusieron de pie, excepto Proudhon, quien permaneció sentado. Con la represión, el filósofo anarquista aprovechó para convertirse en el portavoz de los derrotados y pobres parisinos: justificó la insurrección, ante el parlamento, aludiendo que fue la consecuencia del abandono sistemático de los obreros al desempleo. Estos, no encontrando otra vía de expresarse, se rebelaron y tomaron las armas. El 31 de julio, en sesión asamblearia, Proudhon ofendió a la derecha política por defender la propiedad privada a toda costa, y a la izquierda por sus falsas promesas con los proletarios. Por sus discursos fue expulsado de la Asamblea, bajo el argumento de ataque a la moral pública. Proudhon, en adelante, pasó a ser considerado una amenaza social: Donoso Cortés, literato español, publicó un ensayo en el que se decía que a Proudhon lo poseyó un demonio (Beecher, 2024). Por ataques proferidos contra Luis Napoleón, desde su periódico La voix du peuple, Proudhon fue sentenciado a tres años de prisión en 1849.
Bakunin, por su parte, en palabras de Carr (1970), emocionado por las noticias de la revolución de febrero, decidió abandonar Bélgica, donde radicaba, para dirigirse a Francia, y llegó a París el 26 de febrero. Aquellos días fueron los más felices y difíciles (en partes iguales) de la vida de Bakunin: aunque la revolución era su elemento, tuvo que trabajar hasta 20 horas diarias; recorría las barricadas y participó en todas las asambleas, reuniones, desfiles, marchas y manifestaciones que pudo, dedicándose a predicar la destrucción. Sin embargo, al paso de las semanas, notó que la revolución adoptaba matices internacionales y París dejaba de ser el centro de la insurgencia. En consecuencia, y percibiendo que Rusia seguía inalterada, Bakunin se trazó como objetivo iniciar el fuego en su patria.
Bakunin dejó París el último día de marzo. Estuvo en Alemania durante abril y, tras ser rechazado en Polonia, por considerársele espía, cambió su itinerario y posó su mirada al sur, en la Hungría liberada. Bakunin llegó a Praga el 3 de junio, justo a tiempo para participar en el Congreso Eslavo, en el que se puso como meta unificar a los pueblos eslavos bajo el sentimiento antigermánico. Siendo censurado en las reuniones del Congreso, Bakunin optó por integrar sociedades secretas (Carr, 1970). A mediados del mes, los obreros y estudiantes checos, radicados en Praga, iniciaron una revuelta. Bakunin, temiendo quedarse alejado de la batalla, se sumó a la lucha: corrió entre barricadas, animando a los revolucionarios, para que no se rindieran y pelearan hasta el final. No obstante, tras días de intenso combate, la insurgencia fue reprimida y Bakunin huyó para evitar la cárcel. Desde entonces comenzó a diferenciarse de Marx, a quien consideraba un defensor del orden, mientras que él se identificaba con el caos y la rebelión.
Propuestas del anarquismo histórico contra la desigualdad
Con el estallido revolucionario, Proudhon se ganó fama de ser un duro crítico del gobierno provisional. Se opuso al socialismo de Estado, impulsado por Blanc. En contraste, propuso una organización republicana de corte anarquista, donde cada quien interviniera en la circulación, producción, legislación y gobernanza, sin respetar rangos o jerarquías (Beecher, 2024). Para Proudhon (1973), 1848 significó el momento en que el proletariado intervino de la conflagración entre burguesía y Corona, haciendo escuchar “su grito de miseria”. A su entender, el principal factor que causa miseria y desigualdad entre los hombres es la falta de trabajo. De la experiencia revolucionaria, el anarquista francés extrajo que los obreros no pedían nada regalado: al contrario, solicitaban empleos dignos para ganarse el pan.
Proudhon reconoció que los socialistas fallaron en el 48, pero aseveró que los errores los hicieron avanzar, porque cuando la sangre se derramó en las jornadas de junio, la revolución se vivificó a través de la prensa y los clubes de organización obrera. En su evolución intelectual, dejó de lado su menosprecio a la violencia y advirtió que “una revolución, en el orden moral, es un acto de soberana justicia” (Proudhon, 1973: 24), que intenta cambiar el status quo para atender las necesidades próximas a los insurgentes y traer igualdad al mundo.
De acuerdo con Proudhon, el hombre, para conseguir la vía de satisfacción más rápida, se ciñe a la regla. Es decir, para agilizar su aparente bienestar, acepta la autoridad, sea del padre, del amo o del rey. Y, en su infinita ignorancia, se vuelve obediente y confía, plenamente, en el director de su vida. Pero si el hombre busca la causa de la voluntad regente, se vuelve un rebelde, y nace así un principio de desobediencia. El avance de la civilización, según Proudhon, acarrea consigo una máxima comprobada históricamente: la disminución de la autoridad real. Cuando el individuo, antaño irreflexivo, se encuentra en posición de cuestionar su propia existencia, se pueden crear leyes que los monarcas se ven obligados a respetar. Para ello el hombre se aboca a la ciencia: el estudio de los cuerpos inanimados y orgánicos, el estudio del espíritu humano y del mundo, lo que desemboca en el entendimiento del sistema social (Proudhon, 2010).
Lo anterior es, para Proudhon, la genealogía de la ciencia política, que se desarraiga de la voluntad de los príncipes y de las voces vulgares y mundanas para patentar la anarquía. Cuando el hombre adquiere conciencia de sí mismo entiende dos cosas: por un lado, que es un ser sociable en la naturaleza; por otro, que la autoridad paternal finaliza cuando completa su educación, a partir de ese momento su padre se vuelve su socio. En consecuencia, el gobierno del hombre por el hombre es, en el microscopio del francés, una contradicción social, porque impide que la razón y el intelecto se desarrollen plenamente. Aquí es donde el pensamiento de Proudhon se vuelve más capilar y consigue plantar bandera filosófica:
La propiedad y la autoridad están amenazadas de ruina desde el principio del mundo, y así como el hombre busca la justicia en la igualdad, la sociedad aspira al orden en la anarquía. Anarquía, ausencia del señor, de soberano (el sentido que vulgarmente se atribuye a la palabra anarquía es ausencia de principio, ausencia de regla, y por esta razón se tiene por sinónima de desorden), tal es la forma de gobierno a la que nos aproximamos de día en día, y a la que, por el ánimo inveterado de tomar el hombre por regla y su voluntad por ley, miramos como el colmo del desorden y la expresión del caos. (2010: 273)
Hablando de Bakunin, una de sus propuestas teóricas extraídas del 48, y con la cual deseaba obtener igualdad entre las personas, es la concerniente al papel del lumpenproletariado, a quienes no les niega agencia política y los considera partícipes indispensables de la revolución, en abierta oposición del comunismo científico. Marx y Engels, a consideración de Bakunin, querían someter a su régimen a la “flor del proletariado” (el lumpenproletariado). Su sentencia es que esa flor, por su estado de miseria (compuesta por campesinos, artesanos y todos aquellos trabajadores que no cumplen con los criterios marxistas para ser considerados como obreros), puede albergar pasiones socialistas e insurreccionales. En ellos observó una fuerza necesaria para el triunfo de la revolución social (Bakunin, 2017).
Marx y Engels (1998), en cambio, piensan al lumpenproletariado como una putrefacción de las capas más bajas de la sociedad que, las más de las veces, suele ponerse al servicio de la reacción. El lumpenproletariado, para Marx, era aquella masa acéfala que ayudó a Luis Napoleón y se organizó bajo el nombre de la Sociedad del 10 de diciembre: “arruinados, con equívocos medios de vida y de equivocada procedencia, junto a vástagos degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores… carteristas y rateros, jugadores, alcahuetes, dueños de burdeles…mendigos” (Marx, 2003: 63 y 64).
Marx consideraba que la lucha sería entre dos bloques compactos y centralizados: obreros y capitalistas. Bakunin tenía otra propuesta: la revolución sería la disputa entre todos los opresores y todos los oprimidos. En el círculo de los oprimidos tendría cabida cualquier desposeído, más allá de la relación que tuviera con los medios de producción (Cole, 2020). Las ideas de Bakunin le parecían a Marx, algo anticientífico y romántico, fuera de la sensatez: “el sueño de un bárbaro que ignora las fuerzas que en realidad moldean el mundo moderno” (Cole, 2020: 267). Por su parte, Bakunin (2017) acusó a Marx de déspota, por intentar imponer su criterio, consistente en la conquista proletaria del poder.
Bakunin pensó que un verdadero programa de acción revolucionaria sería aquel que aspirara a destruir todos los cimientos del Estado: el político, el jurídico, el financiero y el administrativo. Sería pertinente, además, que todos los poderes fueran aniquilados y, sólo entonces, los obreros podrían tomar el capital, los edificios y las herramientas para erigir una comuna federal, mediante la unión de calles y barrios. Dicha comuna velaría por los intereses del pueblo, pero no gobernaría sobre él. Esto es a lo que Bakunin llamó anarquía revolucionaria, un medio de salvación para los proletarios regido por la fuerza colectiva. Era menester, para el ruso, que todo movimiento fuera radical, que permitiera a los partícipes de la transformación provocar la anarquía. También sería indispensable una activa propaganda de difusión de los ideales anarquistas, para sumar adeptos mediante el ejemplo y no con la imposición (Dressen, 1978: 97-99). Durante sus días en Praga, Bakunin motivó un proyecto de unión paneslavista basado en los tres principios rectores de la Revolución Francesa: igualdad, libertad y fraternidad para todos; además propuso abolir el régimen de castas y eliminar los privilegios de la aristocracia (Carr, 1970).
Consideraciones finales
El socialismo, el radicalismo democrático, el liberalismo, el nacionalismo, el corporativismo y el conservadurismo, gracias al 48, se reinterpretaron y adoptaron formas de organización más modernas. Dentro del nuevo panorama político, tras la contrarrevolución, el anarquismo figuró como el estandarte de lucha proletaria más incluyente. Como se dejó ver, a diferencia del marxismo, encontraba adeptos en todos los lugares posibles. Por ello, tras el cisma de la I Internacional, los seguidores y aliados de Bakunin tuvieron fecunda injerencia en los países que Marx no consideraba capacitados para la revolución: mientras el marxismo se afianzó en Estados Unidos, Inglaterra y Alemania, el anarquismo se diseminó por el resto de Europa y algunas regiones de Asia y Latinoamérica.
Sin embargo, dentro de la pluralidad libertaria existieron contradicciones. Proudhon, enteramente preocupado por el obrero varón, marginó de su pensamiento (y de la acción revolucionaria) a las mujeres: las pensaba como compañeras del hogar, no de la lucha. La libertad apetecida por el padre del anarquismo era, en esencia, varonil y no incluía a la mujer (ni a los infantes). Esto contrasta con el hecho de que 1848 significó el asalto de las mujeres a la vida política: no sólo pelearon activamente en las barricadas, también generaron órganos de prensa para posicionar sus intereses y necesidades. Pasarían más de 20 años (durante la Comuna de París), para que el anarquismo se interesara sobremanera en la emancipación y regeneración social de la mujer. En Bakunin podemos encontrar otra contradicción: su aferrada defensa de los pueblos eslavos le hizo potenciar un sentimiento antigermánico. En consecuencia, el anarquista ruso tampoco universalizó del todo su propuesta: expulsó del panorama político a los alemanes, a quienes consideraba elitistas y completamente adheridos a Marx. Pese a la radicalidad de sus propuestas, el anarquismo histórico no abandonó todos los esquemas de desigualdad: propuso subsanar la disparidad económica y moral de los trabajadores y campesinos; pero no incluyó a todos los oprimidos (aunque, en principio, sus planteamientos eran de carácter universal).
Es necesario rescatar los esquemas de lucha del anarquismo histórico, en el marco de las revoluciones de 1848, porque la diáspora ideológica de los años posteriores llegó a México. Plotino Rhodakanaty, por ejemplo, fue uno de los primeros y más importantes activistas socialistas en suelo mexicano. Y su divulgación doctrinaria venía de los discursos galvanizados y radicalizados por el 48. Francisco Zalacosta, uno de sus discípulos, adoptó la prosa de Proudhon y Bakunin para proponer la “anarquía social” como sistema de organización colectivo en el México decimonónico (al menos 25 años antes del surgimiento del magonismo).
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Sewell, W. (1992). Trabajo y revolución en Francia. El lenguaje del movimiento obrero desde el Antiguo Régimen hasta 1848 (E. Gavilán, trad.). Taurus.
Tocqueville, A. (1984). Recuerdos de la Revolución de 1848 (L. Rodríguez, ed.). Editora Nacional.
Villermé L. R. (1840). Tableau de l’état physique et moral des ouvriers dans les manufactures de coton, de laine et de soi soie. Paul Renouard.
Winock, M. (2004). Las voces de la libertad. Intelectuales y compromiso en la Francia del siglo XIX (A. Herrera, trad.). Edhasa.
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Compilaciones recientes, como Trilogia Anarchica (2024), plantean que el desarrollo del pensamiento anarquista, durante el siglo XIX, se debió, casi en exclusiva, a la publicación de tres obras: ¿Qué es la propiedad?, de Proudhon; Estado y Anarquía, de Bakunin; y La Anarquía, de Malatesta. Aunque no es erróneo realizar una historia intelectual trazando nexos entre publicaciones, lo cierto es que entre la obra de Proudhon y la de Malatesta pasaron cincuenta años. Pese a la existencia de una continuidad de pensamiento, la distancia temporal hace que Proudhon se posicione contra desigualdades que, en 1891, cuando Malatesta publica su obra más famosa, ya se habían transformado. Esto es otro motivo por el cual me decanto por estudiar a Proudhon y Bakunin: conocieron una desigualdad directamente influenciada por la Revolución Industrial. ↑