Irais Alquicira Escartín[1]
Secihti – CIESAS Peninsular
Imagen 1. La catedral y el mercado de Santiago de Guatemala

Fuente: Imagen proporcionada por Bob Schalkwijk
La pintura, más allá de su valor estético, constituye una herramienta fundamental para el trabajo histórico. En tanto documento visual, ofrece testimonios que permiten adentrarse en las realidades, ideas y tensiones de una época determinada. Muchas obras fueron concebidas con fines conmemorativos, destinadas a registrar acontecimientos relevantes como batallas, coronaciones, ceremonias religiosas o actos políticos. Otras, en cambio, capturan escenas de la vida cotidiana, desde mercados y vestimenta hasta utensilios domésticos y paisajes, proporcionando indicios valiosos sobre la economía, las costumbres y las relaciones sociales.
El potencial de la pintura como fuente histórica se incrementa cuando se analiza en diálogo con otras evidencias: documentos escritos, registros administrativos, crónicas o hallazgos arqueológicos. Esta comparación permite confirmar, matizar o incluso contradecir la información visual, construyendo una visión más completa del pasado. Sin embargo, debe reconocerse que la pintura no es una reproducción objetiva de la realidad: responde a convenciones artísticas, a los intereses de quien la encargó, a la intencionalidad del pintor y a las circunstancias de su producción, incluyendo el público al que iba dirigida y el espacio donde fue concebida o incluso en el lugar que se exhibiría.
Un ejemplo elocuente de la pintura como documento histórico es el lienzo que representa la Catedral de Santiago de Guatemala y el mercado de la plaza principal,[2] realizado entre 1678 y 1679, cuando el edificio se encontraba en la etapa final de su construcción. En ese momento, las torres, la fachada principal y las cúpulas estaban aún en proceso de terminación, y la obra plasma con minucioso detalle las labores y el movimiento que rodeaban a la edificación. Este óleo sobre tela, montado en bastidor y de considerables dimensiones (1.57 metros de ancho por 1.65 metros de alto), se conserva en excelente estado, lo que permite apreciar con nitidez su riqueza compositiva y técnica (Luján, 1969: 7). La autoría se atribuye a Antonio Ramírez Montufar quien, aunque no figura entre los maestros pintores más reconocidos de la época, logró una pieza que, más allá de su destreza artística, destaca por un minucioso detallismo narrativo en el que se combinan el registro arquitectónico y las escenas de la vida urbana. Actualmente, el lienzo forma parte de una colección privada en México, y su estudio ha sido posible gracias a las imágenes de alta resolución proporcionadas por el fotógrafo Bob Schalkwijk, las cuales han permitido examinar con precisión aspectos técnicos, iconográficos y constructivos que de otro modo resultarían difíciles de observar.
En el plano compositivo, la obra ofrece una vista frontal de la Catedral, cubierta por un intrincado entramado de andamios que, a modo de esqueleto de madera, envuelven la fachada y las torres en construcción. La imagen capta un momento de intensa actividad constructiva: albañiles y canteros se distribuyen en distintos niveles, algunos subidos en los andamios tallando capiteles o colocando bloques, otros a ras de suelo cortando piedra o mezclando materiales. Varios obreros manipulan poleas y cuerdas para izar canastos con herramientas o fragmentos arquitectónicos hacia las partes altas, mientras que en las puertas principales se aprecia el tránsito de trabajadores que entran y salen cargando tablones, vigas y cestas. Al pie de la obra, animales de carga, bueyes y caballos arrastran carretas repletas de piedra, madera y otros insumos, evidenciando la logística necesaria para una empresa de tal magnitud. El conjunto transmite una sensación de dinamismo y coordinación, donde cada personaje cumple una función específica dentro de un proceso colectivo. La plaza frente al templo, lejos de ser un espacio vacío, se convierte en un lugar de interacción entre el mundo de la construcción y el de la vida cotidiana: mientras unos trabajan en la edificación del símbolo religioso más importante de la ciudad, otros se dedican a vender y comprar en un animado mercado que convive con el bullicio de las obras.
El mercado de Santiago se ubicaba justo frente a la Catedral, en lo que constituía la plaza mayor de la ciudad, un espacio urbano articulado por una fuente central que servía como punto de encuentro y referencia visual. Allí, la actividad comercial se desarrollaba de manera cotidiana, convirtiéndose en un escenario de gran vitalidad donde se reunían no solo los vendedores sino también pobladores que acudían a abastecerse, arrieros que transportaban mercancías, viajeros de paso y transeúntes de muy diversa procedencia. La pintura permite distinguir con claridad la presencia de distintos estratos sociales y grupos étnicos, identificables por la variedad de indumentarias que, además de reflejar la moda de la época, marcaban jerarquías y roles dentro de la sociedad colonial. Así, la escena no funciona únicamente como telón de fondo para la monumentalidad de la Catedral, sino que se erige en un verdadero documento etnográfico, capaz de transmitir el dinamismo económico y social de Santiago de Guatemala en el siglo XVII, así como la interacción constante entre la vida religiosa, la actividad mercantil y el tránsito urbano.
El mercado se instalaba cada mañana y estaba organizado por zonas, de acuerdo con el tipo de producto que se comercializaba. En 1697, el fiel ejecutor, tras una inspección del lugar, lo describió dividido en “calles” y mencionó tres principales: la calle de los mazorqueros, la de los salineros y frijoleras, y la de los cacaoteros.[3] Esta descripción documental encuentra un claro correlato en la pintura. Al observarla detenidamente, y comenzando por la parte superior izquierda, se distinguen los puestos de telas; en el mismo sector, pero hacia la parte inferior, aparecen los vendedores de semillas, seguidos por quienes ofrecían alimentos preparados. Debajo de la fuente central se ubican las vendedoras de pescado, y a continuación las que expendían frutas y verduras. Finalmente, en el extremo inferior derecho se advierte la presencia de comerciantes dedicados a la venta de leña.
También se advierte la gran diversidad de géneros que se comercializaban diariamente en el mercado: melones, plátanos, uvas, chiles, ajos, calabazas, miel, gallinas, conejo, carne enchilada, manteca, pan, rosquillas, tamales, vino, entre muchos otros. Entre todos estos productos, el cacao destaca como uno de los más importantes, pues no solo era consumido de forma habitual “porque los habitadores de estas partes, así españoles como indios, tienen por uno de los principales sustentos el chocolate, bebida que se hace del cacao al que están habituados”,[4] sino que también una parte significativa de su producción se destinaba a la comercialización hacia la Nueva España. La plaza mayor funcionaba como el espacio privilegiado para su adquisición, tanto al por mayor como al menudeo. En la pintura, hacia la parte inferior izquierda, se observan cinco vendedores de cacao que, a juzgar por su vestimenta, sombrero, camisa blanca y una especie de chaparreras, parecen ser mestizos. Frente a ellos, dos mujeres indígenas adquieren el producto, lo que revela no solo la importancia económica del cacao, sino también su papel como bien de consumo transversal en la sociedad colonial.
En la pintura se aprecia que, además de los vendedores de productos, el mercado congregaba a una amplia diversidad de personas y actividades. A un costado de los puestos de telas se ubica un grupo de músicos, cuya presencia añade un matiz festivo a la escena. No muy lejos, varios hombres sentados en media luna parecen participar en tratos comerciales, con un individuo que actúa como mediador; junto a ellos, un par de muchachos juega animadamente a la pelota en la calle principal, entre la iglesia y el bullicio del mercado. También se distingue a un joven mulato que, aparentemente, ha sustraído algunas verduras y huye con ellas en las manos, perseguido por un hombre armado con un palo, ambos situados al lado izquierdo de la fuente. En ese mismo sector, bajo los puestos dedicados a la venta de maíz, varios hombres se sientan en círculo jugando a las cartas, lo que evidencia que el mercado era también un espacio de socialización y entretenimiento, más allá de su función estrictamente comercial.
La fuente, ubicada en el centro de la plaza y rodeada por los puestos de venta, obligaba a quienes buscaban abastecerse de agua a atravesar el mercado. En la pintura se observa, hacia el lado izquierdo de la fuente, a un hombre llenando un cántaro, mientras que en el lado derecho una mujer negra se inclina para beber. Un poco más allá, una mujer indígena se aleja con un jarrón sobre la cabeza, y junto a ella un jinete permite que su caballo sacie la sed. Estas escenas sugieren que la fuente funcionaba como un punto estratégico para el suministro de agua, no solo para comerciantes y compradores, sino también para numerosos transeúntes y visitantes que, para acceder a ella, debían recorrer inevitablemente el bullicioso espacio del mercado.
En conjunto, esta pintura nos invita a detener la mirada y recorrer, casi como si paseáramos por sus calles, la plaza mayor de Santiago de Guatemala hacia finales del siglo XVII. Entre puestos abarrotados de frutas, verduras, carnes y flores, vendedores que ofrecen cacao tanto al mayoreo como al menudeo, músicos que amenizan el ambiente, hombres que negocian, juegan a las cartas o simplemente observan, mujeres que cargan cántaros de agua o eligen con cuidado los productos que llevarán a casa, y animales que sirven como medio de transporte o de carga, se despliega una ciudad viva, en constante movimiento. La fuente central, punto de encuentro inevitable, articula este espacio en el que confluyen comerciantes, vecinos, forasteros y transeúntes de todas las condiciones y orígenes, en un ir y venir que combina lo mundano con lo monumental: la Catedral, aún en construcción, se alza como telón de fondo y símbolo de poder.
Este lienzo, más allá de su indudable valor artístico, funciona como un documento histórico único. Nos permite no solo constatar datos presentes en fuentes escritas, sino también acceder a aquello que rara vez queda registrado en actas o crónicas: la gestualidad, el bullicio, los colores, la diversidad de rostros y oficios, las interacciones fugaces que tejían la vida cotidiana. A través de él, comprendemos que el mercado no era únicamente un espacio para el intercambio de mercancías, sino un verdadero centro neurálgico donde se cruzaban las economías locales y regionales, se reforzaban lazos comunitarios y se negociaban identidades sociales y culturales.
Así, la obra atribuida a Antonio Ramírez Montufar se convierte en una ventana privilegiada al pasado, capaz de transportarnos a un día cualquiera en la plaza mayor de Santiago de Guatemala. Es un recordatorio de que las pinturas, cuando se estudian con las herramientas de la historia, pueden devolvernos algo más que una imagen: nos devuelven un instante detenido en el tiempo, cargado de voces, aromas y texturas que siguen hablando, siglos después, a quien se detiene a mirarlas con atención.
Referencias
Archivo:
AGCA – Archivo General de Centroamérica
AGI – Archivo General de Indias
Literatura secundaria:
Alquicira, I. (2024). Entre víveres y otros vivales. El abasto de alimentos en el reino de Guatemala durante el siglo XVII. Calle 70.
Luján Muñoz, L. (1967). La catedral y mercado de la ciudad de Guatemala hacia 1680. Universidad de San Carlos.
- Correo electrónico: iraisae@ciesas.edu.mx o iraisae@gmail.com ↑
- Entre los estudios dedicados a esta pintura destacan el de Luján (1969) y el de Alquicira (2024). El primero responde a una aproximación descriptiva, centrada en la identificación visual de elementos arquitectónicos, urbanos y humanos representados en la obra, con un marcado énfasis en el registro minucioso de sus detalles y en la narración de la propia experiencia de observación directa del lienzo. El segundo, en cambio, adopta una perspectiva interdisciplinaria que combina el análisis de la imagen con el estudio de fuentes históricas, como documentos de archivo y crónicas de la época, para elaborar una etnografía histórica del mercado que funcionaba en la plaza mayor de Santiago de Guatemala, permitiendo comprender la pintura no solo como un objeto artístico, sino también como un testimonio de las dinámicas económicas, sociales y culturales del siglo XVII. ↑
- AGC, A1.2, L.2211. E.15793, Informe del fiel ejecutor, Guatemala enero de 1697. ↑
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AGI, GUATEMALA, 131, Auto de Diego de Avendaño gobernador y presidente de la Audiencia de Guatemala, Ciudad de Guatemala 4 de noviembre de 1643. ↑