Esteban Ruiz Velasco Bazán
Resulta un ejercicio complicado escribir sobre mi madre de forma póstuma, hablando del pasado, de lo que ya no es. Casi igual de complicado es elegir un lugar, momento o recuerdo por dónde empezar, habiendo tantísimas experiencias de su vida —y la de la familia— que se entrelazaron con el CIESAS. Por lo mismo creo que será más sencillo ir de manera medianamente cronológica aunque sin atarme completamente a ello, como un reflejo de mi propio tren de pensamiento mientras traigo de vuelta a mi madre en el transcurso de unas páginas.
Desde que tengo memoria, mi mamá y el CIESAS eran partes inseparables de lo mismo. Nunca conocí una versión de ella que no estuviera ligada al centro, y hasta hace algunos meses, nunca conocí una versión del centro que no tuviera a mi mamá ahí. Tenía la enorme fortuna de que su trabajo estuviera a unas cuadras de la casa, y disfrutaba mucho el ir y venir a pie, paseando por el centro de Tlalpan. Recuerdo ir desde muy pequeño a visitarla en Juárez #87, cuando su trabajo todavía era de investigadora (siempre su parte favorita) y era vecina de cubículo de Margarita Estrada (a quien por cierto agradezco mucho la coordinación de este número). Todavía no hacían su doctorado y cuando pregunté por qué sus placas decían “Mtra.” antes del nombre, me respondieron que era por “muy trabajadora, responsable y amable”. Mirando hacia atrás, creo que faltó una letra “c” en ese acrónimo: curiosa.
Mi mamá siempre estaba empapada de curiosidad por conocer sobre la vida y las rutinas de la gente que conocía. Veía el mundo con otros ojos que el resto de la familia, y podía convertir cualquier viaje en un pretexto para aprender algo, para acercarse a alguien, aunque fuera un momento fugaz. Recuerdo en un viaje a Michoacán que le preguntó a una vendedora de corundas si toda su familia se dedicaba al negocio, si había aprendido la receta de su madre (que a su vez lo había aprendido de la suya), si se despertaba temprano para cocinar o si cocinaban desde el día anterior, en fin. Como ese ejemplo hubo muchos, donde aprovechaba el tiempo mientras nos despachaban los marchantes, y tras esa breve plática se despedían con una sonrisa compartida. Mientras, yo podía ver en mi madre cómo se le iluminaban los ojos y giraban nuevos engranes en su mente.
Recuerdo haber ido a su examen de doctorado cuando yo todavía era un niño. No tengo muchos detalles claros, sólo visualizo un cuarto con mucha madera, varias filas de sillas con gente seria, y una mesa larga con gente aún más seria. Lo que sí me salta en la memoria es el final del examen. Después de lo que se sintió como demasiadas horas de tener que estar quieto al lado de mi hermano y mi papá, recuerdo un momento de mucho júbilo entre todos los presentes, muchos aplausos y por supuesto una sonrisota en la cara de mi madre. Recuerdo ir a abrazarla en la mesa del jurado (Margarita también estaba ahí, ¿quizás era un examen en conjunto?) y colarme en las fotos del final. Había una sensación de mucha cercanía entre los presentes, como si en lugar de un evento solemne estuviéramos en una especie de fiesta familiar. En retrospectiva, no me extraña recordarlo así, mi mamá tenía una segunda familia en el CIESAS.
Ella y su trabajo eran inseparables. Cuando era joven pasaba más tiempo en la oficina y saliendo a congresos, pero si estábamos en casa era casi una garantía que estaba en su estudio leyendo o trabajando en su computadora. Alternaba ratos de responder correos, jugar solitario, hacer pagos, revisar alguna publicación reciente o venidera, jugar mahjong, y leer trabajos de tesis, todo mientras escuchaba radio de música clásica o cantaba con Sabina o Serrat (a veces más afinado, a veces menos). De niño no entendía por qué le dedicaba tanto tiempo a pensar en otras personas, muchas veces desconocidas, pudiendo ver la tele o mejor aún, jugar a las escondidillas conmigo y mi hermano.
El primer momento donde internalicé la magnitud del tema que tanto la absorbía —y el por qué del centro— fue un verano en el que pude trabajar en la Biblioteca de Casa Chata como ayudante de Yadira Lazcano. Fue mi primer trabajo, y durante mes y medio me tocó revisar inventarios, mover cosas de aquí para allá, y sobre todo aprender a descifrar el sistema Dewey para poder catalogar, guardar y encontrar los libros que los investigadores fueran necesitando. Fue un trabajo más polvoso de lo que esperaba, y por supuesto había mucho qué hacer, pero también había tiempos muertos de vez en cuando. A veces los usaba para jugar solitario en la computadora (también en eso había que hacer honor al apellido de mi madre), y a veces me ponía a explorar los anaqueles. Me resultaba impresionante la granularidad con la que los temas se dividían en subtemas, y aquellos se ramificaban de nuevo, una y otra vez. Pasa con todas las disciplinas, y hasta el hobby más inocuo puede convertirse en un pozo sin fondo —lo sé de primera mano—, pero me dio gusto conocer el pozo que mi mamá decidió abrir y explorar.
Hubo una época en particular, mientras yo estudiaba la carrera, en que después de comer, ambos nos subíamos a tomar una siesta viendo la tele, tras lo cual, si tenía tiempo, la acompañaba en su estudio un rato. Me divertía mucho escucharla despotricar cuando le tocaba revisar una tesis. Tenía un ojo fino y una mano feroz: que si la oración no tiene sentido, que si el párrafo está incompleto, que si la fuente no está bien, que si esto ya lo dijo, que si aquello no, pero vaya que hace falta. Se apasionaba tanto que uno sólo podía sentir empatía por aquel pobre estudiante. Mientras leía y se agarraba la frente con desesperación, era difícil saber si iba a reír o gritar, aunque en general era lo primero. Aún así, nunca la escuche siendo cruel con alguno de los revisados, sino que siempre les señalaba por dónde podían mejorar, aún si era dura al hacerlo.
Es curioso que nunca se haya dedicado a la docencia (siempre dijo que no era lo suyo), porque tenía muy clara esa veta de enseñanza, y le parecía importante —o, mejor dicho, trascendente— preparar lo mejor posible a las siguientes generaciones. Tras muchos años como investigadora por eso fue que aceptó el puesto de coordinadora de posgrado. Para la familia eso no significó un cambio tan grande: seguíamos comiendo juntos, seguía tomando siestas y trabajando toda la tarde en casa, y seguía despotricando por los problemas que tenía que resolver. Pero para ella sí que cambiaron muchas cosas. Su foco dejó de ser su propio trabajo y sus búsquedas personales, y aunque no lo dejó por completo, nunca volvió a tenerlo como única meta. No puedo sino preguntarme qué hubiera hecho si se quedaba en la investigación, cuál otro pozo hubiera abierto.
Durante esos años en que era coordinadora (y luego directora regional) me tocó colaborar en algunas ocasiones en proyectos de revisión de bases de datos y encuestas de becarios, en general aprovechando de nuevo los tiempos flexibles de las vacaciones de verano. Esta vez fue un trabajo mucho menos solitario que el de Casa Chata, y junto con varios amigos trabajábamos en equipos pequeños que en distintas ocasiones lideraron Tere Wong, Claudia Suárez, Armando Alcántara y Toña Gallart —amiga entrañable de mi madre y de la familia—.
Eran trabajos como quien dice talacheros, en donde el CIESAS estaba encargado de emitir algún dictamen o comunicado sobre proyectos federales muy grandes, y necesitaban de gente que digitalizara documentos, o hiciera un primer filtro sobre diversos campos de las enormes bases de datos, para que los investigadores tuvieran a mano información útil sobre la cual sacar conclusiones. Aún así, de vez en vez teníamos momentos en donde esas conclusiones se asomaban desde que el material pasaba por nuestras manos y era realmente muy interesante ver patrones generales en distintos tipos de poblaciones. Más interesante aún era leer algún detalle que dejaba entrever una verdad personal de quienes llenaban las encuestas, como una probadita de la sensación que mi mamá sintió al platicar con la vendedora de corundas. Aunque nunca consideré estudiar antropología en serio, me gustaba que estos momentos me acercaran a mi mamá y a su comunidad, aunque fuera brevemente.
Para cuando aceptó el puesto de Directora Académica del CIESAS, yo ya me había ido a vivir solo, y algo que ambos extrañábamos eran esas tardes de rutina en donde ella trabajaba en su estudio y yo practicaba piano, y en más de una ocasión quedamos en que alguna vez se vendría toda la tarde a replicar esa rutina (más fácil moverse ella que llevarme yo el piano). Entre la pandemia, sus enfermedades en los últimos años, y la enorme carga de trabajo como directora, es algo que nunca pudimos concretar. Ese puesto la absorbió más que nunca, y se lo tomó con la misma seriedad —o más— que cualquier investigación o revisión de tesis, aunque ahora desatinaba por razones más burocráticas que antes.
Algo que nunca entendí bien y en ocasiones hasta le reproché, es que aceptó el puesto justo cuando supuestamente pensaba jubilarse. Ella y mi papá habían hablado muchas veces de retirarse para viajar juntos, pero cuando él había hecho lo propio, Fernando Salmerón le ofreció el puesto a mi mamá, y dada una vida de colaboración y amistad, decidió entrarle al ruedo. Incluso tras su salida como Director, guiada por su compromiso con la institución, mi mamá se mantuvo en el cargo hasta que las aguas se calmaran, y cuando eso finalmente pasó y Carlos Macías asumió el cargo, decía cosas como “bueno, mejor me espero al fin de año”, “no puedo irme en medio de tal proyecto”, “urge entregar X o Y a CONACYT”, “mejor cuando sea el cambio de sexenio”. Supongo que así como no nos hubiera dejado a nosotros, en el fondo no quería dejar esa segunda familia, sabiendo que todavía podía hacer algo por ella. Y estuvo trabajando hasta el último día que su cuerpo se lo permitió.
Cuando le rindieron un homenaje póstumo en CIESAS hace unos meses, me llamó la atención que en más de una ocasión los participantes dijeron que la forma de ser de mi madre le había ganado más de un enemigo. Comentaban que nunca se callaba las cosas, ni en su rol de investigadora ni en sus varios roles administrativos. Además, su tenacidad —y terquedad— la hacía empujar temas potencialmente incómodos. Visto así, no es de extrañar que haya hecho algunos enemigos, ¡y qué bueno que no hizo más!
Todas estas actitudes frente al trabajo son cosas que heredé sin darme cuenta, a lo largo de esos veranos de talacha, esas tardes de tesis con Serrat, muchas pláticas nocturnas con una copa de vino, y son cosas que justo puse a prueba varias veces durante los últimos años dando clases de licenciatura. Despotriqué igualito que ella al leer trabajos mal hechos, me confronté con directivos y colegas si algo no estaba funcionando, tuve que ser duro con varios alumnos que escribían con las patas o no se daban cuenta de dónde estaban. Fue algo que hice sin pensarlo dos veces y me consta que así como mi madre, me gané algunos enemigos. Aún así, lo haría de nuevo (aunque una segunda pensada de vez en vez no vendría mal), casi por el puro gusto de sentir su presencia en mi forma de ser.
Voy a extrañarla mucho. Así como al inicio del texto, me cuesta escribir esto. Siento que al redactar estas palabras estoy cerrando un capítulo de mi vida, del cual no me quiero despedir, otra vez. De los pozos que abrió mi madre brotaron borbollones de aprendizajes. Para el CIESAS y la comunidad académica, se configuran en forma de textos que sólo puedo esperar que sigan siendo útiles y vigentes por muchos años más. Para mí, aunque vivan sólo en mi memoria, son aprendizajes que me forman como ser humano, por lo cual le estaré infinitamente agradecido.