Lucía y el trabajo de campo. Los inicios de una antropóloga

Patricia Arias
Antropóloga

Gracias a las colegas que participaron en su homenaje aprendí mucho sobre Lucía en los años en que dirigió proyectos de investigación ligados a la pobreza o en su calidad de directora a diferentes niveles en el CIESAS. Cuando Margarita Estrada me invitó a participar en el número de Ichan Tecolotl dedicado a Lucía acordamos —de inmediato y con facilidad puesto que ella nos conoce bien a las dos— que yo podría contarles algo de ella en un periodo muy anterior, de aquellos tiempos y lugares donde Lucía se formó y se convirtió en antropóloga.

Hay que decir que a los estudiantes de antropología de la década de 1970 nos tocó vivir una etapa luminosa, la más brillante de la disciplina de la segunda mitad del siglo XX. El respeto y la confianza que inspiraban Angel Palerm, Gonzalo Aguirre Beltrán, y Guillermo Bonfil eran lo suficientemente poderosos como para que los gobiernos y los políticos de la época los dejaran diseñar y echar a andar, con enorme respeto y libertad, las instituciones académicas que crearon, modelaron y, durante algún tiempo, encabezaron. Pero, claro, en ese momento no lo sabíamos. Ahora sí.

Como recordamos, Angel Palerm, como Director del flamante CIS-INAH, pudo poner en práctica varias de sus convicciones respecto a las maneras de hacer investigación antropológica: determinar que los proyectos colectivos eran la manera más adecuada de hacer investigación social, promover la investigación regional en espacios y sobre temas novedosos, e insistir en que la antropología era una disciplina de investigación que se basaba en el trabajo de campo. Varias veces comentamos con Lucía cuánto extrañábamos esa manera de hacer antropología, no sólo por nostalgia, sino porque estábamos convencidas de que había sido un gran modelo de formación de investigadores y de generación de conocimientos.

Con base en esos principios en el CIS-INAH se armaron múltiples proyectos de investigación en diversos lugares de la geografía nacional. A uno de ellos, en el extremo noreste del estado de Morelos, nos integramos Lucía y yo. Como estudiantes de la licenciatura en Antropología Social en la Universidad Iberoamericana y ayudantes de investigación en CIS-INAH, nos distribuyeron en diferentes comunidades de la microrregión: Juan Pérez y Elizabeth Henschel en Ocuituco, Elena Bilbao y Jorge Serrano en Jumiltepec, Lourdes “Luli” Pérez y Elsa Rodríguez en Metepec, y Lucía y yo en Tetela del Volcán, cabecera municipal del municipio del mismo nombre donde, de acuerdo con el censo de 1970, vivían menos de cuatro mil habitantes. Un mundo rural pequeño, más o menos fácil de recorrer, de conocer a la gente y de ser reconocidas por los vecinos.

Se trataba de un proyecto regional y colectivo con una temática común: la antropología política, especialidad de Roberto “El Flaco” Varela, director del proyecto. El resultado serían nuestras tesis de licenciatura que deberían ser publicables. Ahí fue donde descubrimos algo que Lucía y yo valoramos siempre: la investigación colectiva como forma de trabajo, aprendizaje y colaboración.

Cada miércoles en la mañana nos reuníamos en Tetela del Volcán, donde se instalaba el tianguis más grande de la microrregión. Mientras Roberto leía nuestros Diarios de Campo íbamos a la plaza a hacer nuestras compras semanales. Hay que decir que el mayor producto comercializable de Tetela era la cecina (ahí aprendimos que ésta no sólo se elaboraba en Yecapixtla). Más tarde, teníamos una larga sesión de seminario donde comentábamos hallazgos, planteábamos dudas, hacíamos preguntas, compartíamos contactos. La generosidad sería la mejor definición del ambiente del seminario. Nadie escatimaba ideas ni escondía información ¿Para qué?

Un día, Juan comentó que en una reunión de Comisariados Ejidales de la región el Presidente del ejido de Tetela del Volcán había dicho que había puesto en marcha un gran plan de sembrar frutales. Nosotras, que habíamos hablado con ese presidente, no habíamos visto nada de eso en el ejido. Bastante enojadas fuimos a preguntarle y él, muerto de risa, nos dijo que no era cierto, pero era lo que “los del gobierno” querían escuchar y no se iban a tomar la molestia de verificar.

En otra ocasión, yo, acompañada de una amiga del pueblo, conversaba con Evaristo, un expresidente municipal. De repente, sin venir al caso y alegando que yo era “maestra”, me preguntó si no me llamaba la atención que sus hijos, un par de gemelos, no se parecieran en nada a él. Una patada de mi amiga por debajo de la mesa me alertó y fui muy cuidadosa con la respuesta. Luego me dijo que Evaristo siempre había sospechado que los gemelos no eran hijos suyos. Cuando lo comenté con Lucía, ella, riendo, me dijo: ¡Ah, sí, ya me habían dicho eso! ¿No te lo había contado? De episodios como esos aprendimos, entre risas y bromas, que lo mejor era compartir.

Aunque el tema común era la antropología política, cada miembro del equipo, de acuerdo con Roberto, tuvo libertad para encauzar sus pesquisas hacia asuntos que le parecían más relevantes en la comunidad donde estaba.

Además de ser colectivo, el proyecto supuso hacer trabajo de campo durante varios meses ininterrumpidos en las comunidades de estudio. Lucía y vivimos en dos distintas casas en Tetela del Volcán, una en la brecha que iba a Hueyapan; la otra, más grande, en el camino al volcán Popocatépetl. Desde el principio, empezamos a aprender cosas. Por ahí subían, eso lo supimos pronto, los que iban a comprar hongos alucinógenos en las cercanías del volcán. En los patios traseros de ambas casas crecían lo que a nuestros ojos urbanos parecían infinidad de “hierbas”. Cuando las vecinas empezaron a pedirnos hojas, flores, ramas, raíces supimos que las mujeres cultivaban y reconocían una gran variedad de plantas medicinales y de “olor”, que se usaban en la elaboración de diferentes platillos que mejoraban la calidad de una gastronomía muy sencilla. Eran parte de los saberes femeninos que ni ellas mismas valoraban.

Una vez instaladas, estuvimos listas para empezar a desplegar el arsenal de técnicas de investigación que nos habían enseñado. Pero, claro, hubo cuestiones imprevistas que resolver de las que nadie nos había hablado y sobre las cuales llegamos a acuerdos orientadas, básicamente, por el sentido común. ¿Quiénes éramos? ¿Qué hacíamos en Tetela? ¿Teníamos permiso de nuestros padres para estar allí? Como mujeres jóvenes éramos difíciles de clasificar en las categorías locales. Decidimos que siempre íbamos a decir la verdad, es decir, que éramos estudiantes, que estábamos haciendo investigación para nuestras tesis. La gente prefirió llamarnos por nuestros nombres o, con ciertas dudas, maestras.

Muy pronto, tuvimos que tomar otra decisión. Nos dimos cuenta de que había personas que si bien aceptaban hablar con nosotras, de inmediato comenzaban a preguntarnos para qué servía lo que nos decían. Acordamos entonces que a la tercera vez que nos preguntaran lo mismo, era el momento de agradecer y dar por terminada la entrevista. Podía tratarse de la persona más adecuada para la investigación pero resultaba inapropiado, además de inútil, forzarla a mantener una conversación. Así hicimos siempre en las investigaciones que compartimos: respetar el derecho de la gente a negarse a participar.

También descubrimos cuándo y cómo usar nuestros instrumentos de trabajo. No usamos grabadoras. Tuvimos varias razones. Como no éramos muy hábiles con artefactos que eran rudimentarios e incómodos, de repente se grababan mejor los cacareos de las gallinas que las palabras de los entrevistados. Eso tenía un costo muy alto: confiadas en la grabación descuidábamos tomar notas o memorizar. Además, suponía horas de transcripción con otro aparato igual de ineficiente. Pero sobre todo, nos dimos cuenta de que había dos tipos de personas: las que se intimidaban y enmudecían ante la posibilidad de ser grabadas y a las que les encantaba el micrófono, lo que significaba que podían hablar de cualquier cosa.

Entonces privilegiamos dos modalidades: tomar notas en libretas de campo, por lo regular con autorización de los entrevistados. Si sentíamos que eso les incomodaba, guardábamos las libretas. Y entonces a seguir con la opción de memorizar. Esto suponía un enorme esfuerzo y, si la entrevista o conversación había sido muy buena, después nos sentábamos en una banca de la plaza o en el atrio de la iglesia a escribir notas. Ahí nos encontramos muchas veces e íbamos a tomar un refresco en alguna de las tiendas, momento que aprovechábamos para platicar con los dueños y sus hijos, que muy pronto se convirtieron en informantes.

Porque no hacíamos todo juntas. Más bien, compartíamos lo que cada quien pensaba hacer: iniciar un contacto, volver a entrevistar o platicar con alguien, ir a observar alguna reunión o actividad. La verdad, éramos incansables. Al principio del trabajo de campo, recurrimos mucho a las conversaciones informales y las entrevistas intencionadas pero de aplicación flexible. Y poco a poco, día con día, afinamos y pulimos nuestras habilidades en ambas técnicas de investigación. Eso se notó en el Diario de Campo.

De cualquier modo, como la investigación era sobre antropología política, hubo limitaciones y alguna oportunidad. Nuestra tarea primordial era entrevistar a las autoridades políticas de Tetela de todos los tiempos y niveles de poder. Ese ámbito era predominantemente masculino, lo que hizo que los políticos fueran bastante reticentes a hablar con nosotras. Lo que mejor podíamos hacer era observarlos en público: su comportamiento en reuniones, festejos, cuando llegaban visitantes. Pero algunos, precisamente porque consideraban que éramos incapaces de entender “la política” se dejaban llevar por la vanidad y alardeaban de sus saberes y movidas.

Con el tiempo, la gente dejó de preguntarnos y preguntarse por nosotras y empezaron a invitarnos a eventos privados: bautizos, primeras comuniones, bodas, la instalación de altares de muerto, la ida al panteón, bailes. Si no hubiéramos vivido en Tetela ese paso de lo público a lo privado hubiera sido imposible.

Nos ubicaban siempre, claro, en el sector de las mujeres, apartado del de los hombres, a los que había que atender. Ahí descubrimos que las mujeres también bebían alcohol (llevaban botellas y refrescos cubiertos por los rebozos) mientras recibían y cuidaban el arroz, el mole, los frijoles, las piezas cocidas de pollos y guajolote, las tortillas, los atoles, las galletas. Pero no sólo eso.

Era el momento de la observación que daba lugar a conversaciones y recuentos acerca de quiénes y por qué unos acudían y otros no habían sido invitados, por qué unos llevaban ciertos productos, por qué algunos, a su vez, llevaban invitados. Al principio, nos tenían que explicar de quiénes se trataba y los motivos de la inclusión o exclusión. Pero luego empezamos a comprender, por nosotras mismas, las relaciones, tensiones, y explicaciones que justificaban las decisiones. Y ese fue el momento en que entendimos que habíamos dado un gran paso: habíamos transitado de la observación a la observación participante, es decir, que podíamos entender y seguir las conversaciones acerca de la trama de relaciones que le daban sentido a los acuerdos que definían comportamientos. Ahí entendimos que no buscábamos verdades, sino versiones; que no queríamos escuchar discursos sino entender conductas.

Estoy convencida de que fue en Tetela donde Lucía aprendió y pulió habilidades que la convirtieron en una excelente observadora de la vida social a través de sucesos cotidianos y eventos especiales, y en una excelente entrevistadora que sabía llevar el ritmo, respetar los silencios, entender las pausas de las conversaciones. Así entendimos que entrevistar es una destreza que se adquiere y se pule con la práctica.

Pero sin el Diario de Campo hubiera sido imposible darnos cuenta de lo que sucedía en Tetela y de los cambios que experimentábamos en nuestra formación como antropólogas. El Diario de Campo —insistían Roberto todo el tiempo y Palerm cuando nos visitaba—, se escribe todos los días y se registra todo lo que sucedió o se hizo ese día, sin seleccionar ni discriminar. Llegar a hacer el Diario de Campo después de horas de conversaciones, entrevistas, observación y caminatas era una práctica prolongada y cansada. Terminábamos tarde cada noche.

Pero era mejor así porque muy pronto comprobamos que dejar de hacer el diario un día significaba que al siguiente tendríamos el doble de entrevistas, conversaciones, y observaciones. Además, constatamos que la memoria es muy frágil, que de un día para otro empezábamos a olvidar nombres o confundir situaciones. Y además, ahí estaba Roberto y nuestros compañeros para recordarnos que esa era una obligación del oficio. Y lo aceptamos, hasta convertirlo en una segunda piel.

Con todos esos materiales y saberes regresamos a la Ciudad de México, a las clases, a contrastar lo encontrado con la bibliografía, a ordenar y clasificar nuestros materiales y a hacer la tesis, en la que tanto nos ayudó Margarita. Lucía, como sabemos, escribía muy bien y tenía la virtud de ser muy clara y precisa; planteaba con claridad argumentos complejos, y muchas veces también confusos. Eso nos ayudó mucho en la confección de nuestra tesis, ejercicio que fue el primer ejemplo de una tesis colectiva en la licenciatura. Gracias a ese trabajo de campo y con la elaboración de la tesis creo que ambas nos habíamos convertido en antropólogas.

Aunque en ese momento no lo supimos ver, el mundo rural que habíamos conocido en Tetela del Volcán había comenzado a estar en crisis; crisis se me manifestaba de muchas maneras, entre ellas en la demografía. Las parejas jóvenes ya no querían tener más hijos porque no podían mantenerlos: la agricultura de temporal ya no daba para sostener las necesidades de los hogares durante todo el año y casi no existían otras fuentes de empleo en la microrregión. Pero padres, suegros y la comunidad entera se oponían de manera bastante violenta al control de la natalidad. Las parejas tenían que acudir al Centro de Salud de Cuautla en busca de anticonceptivos. No podían hacerlo en Tetela porque allí eran inmediatamente reprimidas por sus familiares. Eso contribuyó sin duda a intensificar la migración a la ciudad de México.

Berna, la joven —tan joven como nosotras— que nos aliviaba las tareas domésticas, tenía dos pequeños hijos y su marido estaba en la cárcel. Ante la falta de tierra y opciones laborales, Vicente había migrado a la capital donde trabajaba como cargador en el mercado de La Merced. En un pleito, alguien fue acuchillado, Vicente fue culpado, condenado y encarcelado. Berna, estigmatizada por ambas familias, tuvo que empezar a trabajar para mantener a sus hijos y enviarle dinero a Vicente a la cárcel. Nunca pudo visitarlo.

Cuando Vicente quedó en libertad, la pareja y sus hijos se fueron a vivir a Ciudad Nezahuacóyotl, al principio, en un pequeño cuarto en un entorno donde abundaban los terrenos baldíos pero, al mismo tiempo, empezaban a multiplicarse las vecindades. Durante algunos años, nos invitaron a las celebraciones de los niños y Lucía y yo los acompañábamos en los festejos y vimos, impresionadas, los rapidísimos cambios en ese poblamiento al que cada día llegaban migrantes de muchos estados y desplazados de la ciudad de México. Poco a poco, con el trabajo de los dos, mejoró la calidad de vida de Berna y Vicente en la ciudad. Luego les perdimos la pista, pero hasta donde supimos no pensaban volver a Tetela. La migración como opción de vida se reflejó en el escaso crecimiento de la población: en 2020 en el municipio de Tetela vivían apenas 14.853 personas y la tasa de crecimiento entre 2010 y 2020 fue negativa: -2.56.

Muy poco después volvimos a Morelos, para una nueva estancia prolongada de trabajo de campo, esta vez con base en Jiutepec, cabecera del municipio del mismo nombre. El nuevo proyecto de Roberto Varela trataba también sobre antropología política, pero con nuevos integrantes en el equipo: Rossana Filomarino en Jiutepec, Esteban Krotz en Emiliano Zapata y, un poco más lejos, Agustín Escobar, en Jojutla.

El contraste entre Tetela del Volcán y Jiutepec era abismal y era evidente que las comunidades campesinas, incluso en el mismo estado, vivían procesos de cambio muy distintos. En Jiutepec nos llamó la atención lo que hoy llamamos la diversificación de la economía rural. Se trataba de un fenómeno antiguo. En Jiutepec, la mayor parte de las parcelas ejidales eran de riego, lo que permitía cultivos comerciales; en la microrregión había antiguas agroindustrias e industrias que daban empleo a la población local; la cercanía con Cuernavaca, el buen clima, y la abundancia de agua, lo habían convertido en un municipio atractivo para el desarrollo de casas de fin de semana, donde también trabajaban los vecinos. En Jiutepec, a diferencia de Tetela, había opciones de trabajo para los vecinos e incluso, como averiguamos muy pronto, para migrantes. Entre 1970 y 1980 —cuando estuvimos allí— la tasa de crecimiento fue de 13.06, década en que la población pasó de 19.567 a 69.687 habitantes.

A fines de la década de 1960 se echó a andar un gran proyecto de desarrollo industrial: CIVAC (Ciudad Industrial del Valle de Cuernavaca). Se ubicó muy cerca de la cabecera municipal pero en las tierras comunales —que fueron expropiadas— del poblado de Tejalpa. Cuando llegamos, en 1975, estaban vendidos 97 lotes, había 37 empresas en operación y más de tres mil obreros. Eran empresas de muy diferentes giros, pero la que más llamaba la atención y tenía más trabajadores era NISSAN Mexicana, primera planta armadora de coches fuera de su sede en Japón.

A diferencia de Tetela, en Jiupetec y CIVAC se dejaba sentir la presencia de un actor político no habitual en el mundo rural: los sindicatos, la mayor parte de ellos afiliados a la CTM. Lo más novedoso era que en NISSAN los trabajadores se habían separado de la CTM y habían formado un sindicato independiente, apoyado por el FAT (Frente Auténtico del Trabajo) y cercano al Obispo de Cuernavaca, don Sergio Méndez Arceo, personaje omnipresente en el escenario socio-político de la época, no sólo en Morelos.

Eso nos llamó mucho la atención; en realidad, nos fascinó. Y esa fue la vía de entrada a lo que nos dimos cuenta que más nos interesaba, que era el trabajo en un sentido muy amplio. Roberto nos permitió, con gran libertad, acercarnos a ese mundo raro, entre campesino e industrial, de obreros y empresarios, de líderes y luchas obreras, de población local y migrantes que llegaban atraídos por la oferta de empleo industrial, el autoempleo y las estrategias de ingresos que generó CIVAC. En diez años, de 1970 a 1980, la población de Tejalpa, la localidad más cercana a CIVAC, se duplicó: pasó de 4.112 a 8.374 habitantes.

No sabíamos en lo que nos metíamos. Menos aún que eso definiría nuestras vidas académicas. Obtener información sobre CIVAC y, más aún, sobre las empresas, fue una tarea que nos obligó a inventar estrategias de investigación. Las habilidades cualitativas y la fácil participación en la vida social que habíamos aprendido y practicado en Tetela resultaban claramente insuficientes para acercarnos a un universo muy grande de empresas diversas y trabajadores dispersos.

Pero estábamos decididas a seguir adelante. Hay que decir que nos costó mucho trabajo, solicitudes, mil vueltas y tiempos de espera en oficinas conseguir información oficial que nos permitiera trazar la historia de CIVAC. Muchos años después, en 2010, cuando nos pidieron que escribiéramos sobre CIVAC para la Historia de Morelos, nos sorprendió la facilidad con que conseguimos información en Internet, incluso mejor que la que obtuvimos en el trabajo de campo.

Ante ese mundo tan vasto se nos ocurrió diseñar una pequeña encuesta, muy básica, para obtener información de las empresas. De las 37 que existían en CIVAC 31 nos contestaron. En NISSAN fue donde mejor nos fue: los gerentes nos proporcionaron toda la información que les pedimos y más: nos permitieron ingresar a la fábrica, a la planta, a las oficinas, nos proporcionaron espacio y escritorios para transcribir datos de los ficheros de los trabajadores. De las 15 industrias que había en Jiutepec, 10 contestaron nuestros cuestionarios. En total, se trataba de un universo de alrededor de 4.500 obreros.

De esa manera, obtuvimos datos acerca de la trayectoria de las fábricas, así como información cuantitativa sobre los trabajadores de las empresas de Jiutepec y de CIVAC: lugares de origen y de residencia, edades, salarios, etc., lo que nos permitió hacer ejercicios comparativos. Compartimos tanto la elaboración como los resultados de los cuestionarios.

Pero además llevamos a cabo 90 entrevistas a profundidad —en realidad, historias de vida— de hogares obreros de Jiutepec, Tejalpa, y Cuernavaca. El trabajo de campo nos permitió conocer la existencia de vecindades e infinidad de cuartos de renta en Cuernavaca. De paso, nos volvimos expertas en escapar a toda velocidad de las mascotas caninas, las mejores guardianas de las vecindades.

De nuevo, nos dividimos las entrevistas, pero solíamos ponernos de acuerdo para ir juntas a los lugares de residencia de nuestros entrevistados. Además, fieles a lo que sabíamos hacer mejor, dedicamos muchas horas a hacer recorridos, a platicar y a hacer observación en las cercanías de las fábricas de Jiutepec y sobre todo de CIVAC, así como en el pueblo de Tejalpa. Así advertimos, por ejemplo, la tensión que existía en NISSAN respecto a la comida. NISSAN ofrecía servicio de comedor, de buena calidad y a muy bajo costo, a los trabajadores. Pero a ellos no les gustaba lo que les ofrecían, de manera que, a mediodía, bajo un sol inclemente, llegaban esposas e hijas a pasarles tortillas con guisados por las rejas de la fábrica. Algo que evidentemente resultaba incomprensible para los ejecutivos de NISSAN.

La observación y las conversaciones nos permitieron descubrir la variedad de estrategias de vida, trabajo y negocios que desplegaban los obreros pero también los vecinos de la microrregión, diversidad que nos hacía difícil aceptar la idea de categorías dicotómicas, como las que se proponían en ese tiempo sobre el trabajo y la proletarización; hallazgos que eran complicados de dialogar con los sociólogos en ese tiempo.

El trabajo de campo en Jiutepec nos enseñó a usar y a combinar estrategias de investigación cualitativas y cuantitativas. Desde luego que la generación y el procesamiento de datos cuantitativos no fue nada sofisticado, pero resultó muy útil para los propósitos de una investigación que había transitado de una sociedad rural pequeña, muy abarcable con técnicas cualitativas, a un poblamiento mucho más numeroso, impersonal, diverso y disperso. De la investigación en Jiutepec salimos, creo, mucho mejor preparadas para acercarnos y entender los mundos del trabajo que se transformaban de manera acelerada en el campo, en las ciudades, en esas primeras periferias que anunciaban la conformación de lo que hoy son enormes espacios metropolitanos.

Al regreso a la ciudad de México nos esperaba una gran sorpresa. Quiero pensar que Ángel Palerm consideró que ya éramos antropólogas y que podíamos dar un siguiente paso. Pero eso no lo sabremos. El hecho es que él había decidido que era el momento de separarnos. Para empezar, no quería que siguiéramos en el estado de Morelos. Consideró que Lucía podía seguir en el siguiente proyecto de Roberto Varela. Y así fue como tuvimos que seguir diferentes caminos.

Pero estuvimos en contacto, siempre respetando y admirando lo que cada quien siguió haciendo en el sendero que habíamos trazado y recorrido juntas en Tetela del Volcán y en Jiutepec: el trabajo, los hogares y las estrategias de los y, cada vez más, las trabajadoras. La Lucía que siguió, la conocieron ustedes mejor que yo.