El canto comunal de las chicharras

Fernando Mino Gracia[1]
CIESAS Pacífico Sur

Imagen que contiene Calendario El contenido generado por IA puede ser incorrecto.

Las chicharras conforman por sí mismas un paisaje sonoro, el de un espacio rural, abierto, tórrido, cubierto de vegetación. Su sonido característico envuelve las tardes. Los pequeños insectos no se ven fácilmente, pero su intenso canto arrulla, al tiempo que hace sentir su presencia colectiva. La omnipresencia de las chicharras es alegoría de la fuerza colectiva de la comunidad en Chicharras, una película de Guelatao (Oaxaca, 2024), largometraje de ficción que permite acercarse al despliegue coral de eso que llaman comunalidad.

La película fue dirigida por Luna Marán, cineasta zapoteca de Guelatao de Juárez, Oaxaca, que ha destacado por sus trabajos documentales previos: el cortometraje Me parezco tanto a ti (2011) y el largo Tío Yim (2019), una exploración intimista de la figura de su padre, el antropólogo Jaime Martínez Luna, autor de Eso que llaman comunalidad (2010).

Breve recuento de la visualidad serrana

A lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, el cine indigenista mexicano tuvo interés etnográfico —desde perspectivas de observación asépticas y distanciadas— por documentar la vida tradicional de las comunidades indígenas de Oaxaca, con la consigna de preservar una memoria que, se consideraba, estaba en vías de desaparecer bajo el peso de la modernidad. Sólo la emergencia de la tecnología del video permitió una apropiación comunitaria del audiovisual como medio de representación. Los primeros pasos datan de 1982, cuando en la Sierra Norte oaxaqueña un grupo de jóvenes zapotecos “de 18 a 25 años, entre profesionistas y gente con experiencia en su comunidad […] creamos un lenguaje y una manera creativa de tratar nuestros propios asuntos y de cómo vernos a nosotros mismos” (Medios de comunicación, 1993: 1).[2] Pocos años después, el Instituto Nacional Indigenista implementó el proyecto de Transferencia de Medios Audiovisuales a Organizaciones y Comunidades Indígenas que, en Oaxaca, desarrolló un taller piloto con mujeres ikoots de San Mateo del Mar, en 1985, del que surgieron tres cortometrajes escritos y dirigidos por el mismo grupo de mujeres, encabezadas por Teófila Palafox.

El citado proyecto de transferencia de medios permitió —pese a su interrupción pocos años después— que un puñado de jóvenes indígenas se familiarizaran con la nueva tecnología, la llevaran a sus comunidades y comenzaran a integrarla a sus prácticas de representación y memoria. En Guelatao, por ejemplo, al inicio de los años noventa se fortaleció el interés por el video y se lanzó un proyecto de televisión comunitaria, Canal 12, que consiguió grabar algunos programas y mantenerse hasta 1996 (Martínez Luna: 122-123).

La siguiente generación se nutrió de aquel trabajo y germinó en un notable interés por el cine y, en general, por la cultura visual. Luna Marán (1986) pertenece a esa segunda generación de cineastas indígenas. Creció en un entorno propicio para desarrollar sus aptitudes para el arte, desde una perspectiva de (re)apropiación de la identidad indígena y de afirmación de la autonomía comunitaria. Luego de participar en su infancia en el programa de televisión “Teleprimaria”, grabado en Guelatao como parte del proyecto del Canal 12, decidió estudiar cine en la Universidad de Guadalajara. Terminada y encaminada su carrera cinematográfica, regresó a Guelatao para desarrollar un proyecto personal y colectivo de formación audiovisual que ha sido pionero: el Campamento Audiovisual Itinerante, que durante varios años ha recorrido comunidades de su región con talleres de realización cinematográfica, fotografía, actuación y, en general, formación en lo que significa la cultura visual.

La lógica comunal

Chicharras es, en buena medida, una representación audiovisual de los postulados del libro de Martínez Luna (2010), una obra coral en la que se demuestra que “la naturaleza ofrece la sobrevivencia pero reclama su cuidado. Esto genera fórmulas de convivencia claramente precisadas” (p. 149). Para Marán, la comunalidad “es algo que está en un montón de comunidades y cada comunidad la vive de forma diferente. Yo he aprendido la forma de Guelatao, esa forma es la que está en mi ADN, es esa agua en la que he crecido” (Comunicación personal, 6 de junio de 2025).

El relato de la película es sencillo: un ingeniero pretende ingresar con maquinaria pesada a la ficticia comunidad de San Pablo Begu para la construcción de una carretera “de cuatro carriles” financiada con recursos estatales. Una mujer guardia comunitaria (cargo conocido tradicionalmente como “topil”) le impide el paso y consulta con los regidores municipales; sólo uno tiene conocimiento del proyecto. El presidente municipal niega el acceso de la maquinaria y comienza un largo proceso de diálogo, primero al interior del cuerpo edilicio, y luego con la comunidad entera para decidir si se permite, o no, la construcción de la obra. Está en juego el territorio: una naturaleza alegorizada con breves secuencias que juegan con las texturas de las paredes de una gruta, de las montañas boscosas, de las hojas de los árboles, de los líquenes de los troncos.

La descripción fílmica del sistema de cargos es un primer acercamiento a la lógica comunitaria indígena. En el modelo comunal, los puestos públicos no son remunerados y son, de hecho, una obligación escalafonaria para los integrantes de la comunidad (desde topil hasta presidente municipal, pasando por diferentes regidurías responsables de los servicios públicos básicos). Como señala Martínez Luna, “la representación política en una comunidad es el resultado de una convivencia directa y diaria, es el conocimiento profundo de cada ciudadano, pues éste demuestra sus capacidades desde niño” (2010: 48). En la película, la topila es una joven que estudió criminología y que, además de prestar servicio a la comunidad en las tareas de policía, se dedica a asesorar a otras comunidades en procesos legales.

Las y los regidores discuten los asuntos públicos y representan la diversidad de intereses dentro de una comunidad. Son todos vecinos que conocen las habilidades y las vulnerabilidades de sus pares y, en colectivo, buscan entender(se) (en) su relación con el territorio. Ese proceso no se visualiza de manera solemne o dramática. Por el contrario, todo está envuelto en una cotidianidad amable, divertida, lo que da ritmo a la película. “Creo que es una característica muy clara de cómo se asumen los problemas en la comunidad. La comedia es algo que habita el espacio público de mi comunidad” (Luna Marán, comunicación personal, 11 de junio de 2025).

Si bien este cabildo comunitario es parte de la estructura política estatal, el relato fílmico lo plantea autónomo y diferenciado, anclado a su propio territorio, y su región. Por tanto, es ajeno —y vulnerable— a las lógicas de la administración centralizada del Estado, un ente abstracto representado por la mole impersonal de la Ciudad Judicial de la capital de Oaxaca, a la que hay que recurrir, pero de la que siempre se desconfía. Cuando varios de los integrantes del cabildo de San Pablo se entrevistan con un funcionario, éste se sorprende cuando le anuncian que van a realizar una asamblea a propósito del proyecto; una sorpresa que se oculta en la condescendencia: “¿Para qué va a ser la asamblea?, para festejar, obviamente”. Este desfase entre órdenes de gobierno se explica, según Martínez Luna, porque el Estado-nación “se fundamenta en la individualidad, es decir, en la identificación de intereses individuales; y la región se fundamenta en la comunalidad, es decir, en una definición que comparten habitantes de un área geográfica específica” (2010: 25).

El género y la inequidad en los roles tradicionales también son parte importante del relato. “Quería hacer una película sobre la participación política de las mujeres, ese fue mi faro” (Marán, comunicación personal, 6 de junio de 2025). Una de las regidoras es una madre de familia absorbida por las tareas de su cargo, pero que se da tiempo para preparar de comer para su familia o para jugar a ratos con sus pequeños hijos, cuidados por la abuela pues el padre, si bien es comprensivo con la responsabilidad de su esposa, no participa de las actividades domésticas o la crianza. La topila-criminóloga apenas tiene tiempo para compaginar sus dos actividades, lo que le provoca el reproche de su pretendiente, un emigrado que recién vuelve a la comunidad (“¿estás muy ocupada o qué?”). Las más jóvenes, entre cervezas, se cuestionan si quieren quedarse en la comunidad y convertirse en madres, o mejor migrar (“estamos cerca de ser un pueblo fantasma”, “¿a qué te quedas?”). Son las mujeres también las que exigen, las que hacen evidentes los problemas más urgentes, como la falta de agua.

La vida en comunidad no es sencilla, está expuesta siempre a la presión externa, a la imposición, incluso internalizada, de “ser como los de afuera querían que fuéramos” (Martínez Luna, 2010: 120). En la película, uno de los regidores, el único que sabe del proyecto carretero, es acusado de anteponer sus intereses personales al colectivo, en gran medida por una adicción al alcohol; las únicas que lo confrontan son las mujeres que lo encaran por no hacer nada ante la carencia de agua. El presidente mismo es vulnerable al cohecho, representado por su asistencia a un bar con funcionarios del gobierno estatal el día previo a la asamblea decisiva.

Chicharras busca ser un mosaico representativo de los sentires y los pensares comunitarios en el ejercicio cotidiano de sus derechos y obligaciones políticas, y su convivencia. En tanto ficción, ese afán desemboca en una serie de personajes y viñetas arquetípicas, algunas más logradas que otras: la ONG independiente de asesoría a las comunidades, la autoridad que intenta abrirse a la participación de las mujeres, aunque sea “un poco incómodo porque tienen a sus hijos”; el funcionario condescendiente e impositivo, el contratista de labia fácil y engañosa que les llama “hermanitos” a sus interlocutores y promete “autos, carretera, progreso”; el regidor alcohólico que ve sólo para su beneficio y que actúa a espaldas de la comunidad; los ancianos sabios que representan la esencia de la comunidad y se reúnen alrededor de una hoguera. Lo más destacado del conjunto es el espléndido trabajo actoral (casi todo el elenco está compuesto por actores oriundos de Guelatao), que fluye y se sostiene en la improvisación.

Esta película de Guelatao dirigida por Luna Marán sintetiza de manera certera medio siglo de paulatina recuperación de una voz sepultada bajo discursos externos. “La lógica primaria que yo tengo es la lógica comunal […]. Yo soy de Guelatao, yo soy serrana y tengo toda la práctica de una persona que nació y creció en ese contexto. Pude haberme ido y ya, pero decidí regresar, integrarme a la asamblea y asumir los cargos” (Luna Marán, comunicación personal, 6 de junio de 2025). La persistencia del arraigo, a pesar de la migración temporal para profesionalizarse, alimenta nuevas maneras de expresar esa imprecisa comunalidad. Como señala Martínez Luna, “[e]s tiempo de ‘voltear la tortilla’ […], es urgente escribir nuestra propia historia, es necesario integrar nuestros valores y principios con base en nuestra oralidad e imagen”. (2010: 127).

Referencias

Marán, L. (directora) (2024). Chicharras. Yi hagamos lumbre.

Martínez Luna, J. (2010). Eso que llaman comunalidad. Dirección General de Culturas Populares – Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Oaxaca / Fundación Alfredo Harp Helú Oaxaca.

Medios de comunicación (1993). Topil, 50(XII), 1-3.


  1. Correo: mino.fernando@ciesas.edu.mx
  2. La revista Topil, en la que apareció el artículo citado, era una publicación de la Asamblea de Autoridades Zapotecas y Chinantecas de la Sierra (AZACHIS), colectivo formado, entre otros, por Álvaro Vásquez, Martha Colmenares, Fernando Hernández Mata, Inocencio Mena y Teófilo Carpio.