David A. Varela Trejo[1]
Instituto de Geografía, UNAM
Cazadores sobre fondo de animales muertos. Fotograma tomado de Safari por Ulrich Seidl, 2016.
Palabras clave: Turismo cinegético, especismo, estudios críticos multiespecie, colonialismo, racismo.
Es inocente pensar que las sociabilidades múltiples entre humanos y alter-humanos tienen el mismo valor. Estudios críticos multiespecie es una manera de explicitar una postura antiespecista, antirracista, descolonial y contracapacitista ubicada en el sur global. Desde esta posición se analiza el documental Safari (Austria, 2016) del director austriaco Ulrich Seidl, que toma al turismo cinegético como eje para exponer una contundente crítica al colonialismo, al especismo y el racismo europeo instalados en el continente africano, mismos que están objetivados en su placer y su autoproclamado derecho de asesinar animales, a través de la actualización de relaciones neocoloniales con las personas nativas, racializadas negativamente como “negras”.
Namibia, país africano que fue colonia alemana de 1884 a 1919, es el territorio donde el director sigue a un cazador solitario, a los dueños de un rancho cinegético y a una familia tradicional que caza junta, todos de habla alemana. Equipados con potentes armas de altísimos calibres, estos turistas le declaran la guerra a hermosos animales que llevan sus vidas marcadas por el signo abstracto del valor económico y la propiedad. El turismo cinegético es una forma de experiencia turística elitista que, por mera diversión y la experiencia estética de la muerte, paga por cazar animales salvajes en su “entorno natural”. Estos animales no son agentes ni individuos con un mundo propio, sino especies-valor cuya razón de existir, su ontología, es ser matables a cambio de algunos cientos o miles de euros.
El discurso cinegético sostiene que esta práctica ayuda a la conservación de las especies, el mantenimiento ecológico y a las economías locales. No obstante, este discurso no es sino la continuación histórica de relaciones coloniales. Siguiendo a Shanguhyia (2024), las políticas de protección a la fauna silvestre en África surgieron a finales del siglo XIX, con la promulgación de ordenanzas por parte de los gobiernos coloniales. Estas ordenanzas eran una manera de ejercer control político y social sobre las comunidades multiespecie africanas, humanas y alter-humanas. Neumann (2002) y Sapolsky (2015) señalan que quienes estaban detrás de las medidas de conservación iniciales en distintos países de África eran cazadores europeos aristocráticos interesados por preservar la fauna salvaje para mantener la caza deportiva europea de élite dentro del continente. De hecho, este modelo de conservación de la naturaleza ha sido empleado como una estrategia para el desplazamiento y el despojo territorial de las comunidades locales, bajo el argumento de que ellos son incapaces de gestionar de manera adecuada sus propios territorios. Esto se revela en aquellas escenas donde los blancos opinan desvergonzadamente sobre la política interior del país, aludiendo a que los namibios son incapaces de administrarse a sí mismos.
Capturando las palabras de la antropóloga Anna Tsing (2023), mientras los humanos sigamos imaginando que nos hacemos gracias al progreso, los animales quedarán condenados a ese marco imaginativo especista. El especismo es una manera jerárquica y opresiva de ordenar nuestras relaciones con los llamados animales para discriminar sus intereses en beneficio de “lo humano”. Así, los “cazadores” pueden matar impunemente, sin cometer asesinato; justifican sus actos apelando al aporte monetario que hacen a naciones como Namibia, “en vías de desarrollo”. Matar animales es una manera de rescatarlos, especialmente cuando son viejos o están enfermos. Antílopes, jirafas, ñus, impalas y un horrible etcétera, pasan a ser subsumidos por una estructura económica y social que, sin mayor argumento que el placer de una experiencia, quita la vida a innumerables existentes.
La normalización de la matanza está fuertemente cargada de elementos ritualizados. El director nos muestra actos específicos, performances, de purificación sobre la violencia ejercida a los cuerpos animales. La tecnología que comprenden las armas, en su versión más servil, se incrusta en este escenario postnatural como el medio para hacer ilegible la crueldad. Cuando se encuentra a un animal, se le acecha; lo siguen, buscan ángulos de visión adecuados y luego, ¡pum!, un potentísimo disparo que lleva a quienes están alrededor del tirador a cubrirse los oídos. La distancia y otras características geográficas dificultan una óptima visión, así que, después de un tiro que se presume bueno, van a la búsqueda de su víctima. Si el tiro fue exitoso, el animal sensible yace en el piso, inerte. En ese momento se evalúa la calidad del tiro: debe de ser limpio, es decir, en el acto de asesinar no puede derramarse mucha sangre. No se trata de matar por matar, como si de salvajes se tratara, sino de un asesinar civilizado, desconcertantemente preocupado de que el animal abatido no sufra demasiado en su tránsito de ser vivo a trofeo.
Ya muerto, se elabora un ensamble fotográfico. Al cadáver se le da la “última mordida”, es decir, le colocan hojas en el hocico, como muestra de respeto. “Buena caza”, se dicen mientras se abrazan sonrientes. En el primer plano, el cadáver-trofeo; en el segundo, el autor del asesinato, todo un humano moderno que se hace a sí mismo y, de fondo, en tercer plano, la tierra colonizada dispuesta como un paisaje pasivo que el turista activa. En la fotografía no hay sangre ni rastros de violencia. Solo se delata la atrocidad por las armas largas que aparecen en la fotografía y que se cargan con orgullo, y por la antinatural postura del animal. El objeto de la fotografía es purificar la muerte del animal: hacerla aparecer como un acto de despojo que ocurre sin violencia, sin maldad, ni crueldad.
La cacería que nos muestra el documental no tiene lugar en la naturaleza: ocurre en condiciones controladas, burocráticas, altamente artificiales, y bajo el cuidado de personas racializadas como negras que llevan las armas de los blancos y buscan a las presas. Los turistas ni siquiera son buenos cazadores, por eso en los ranchos se producen animales salvajes para su consumo. Ellos pueden matar civilizadamente porque quienes se encargan del “trabajo sucio”, de desaparecer a sus comunidades multiespecie, son los trabajadores namibios que se entregan a sí mismos, a su mundo y a los seres con quienes han convivido históricamente para sobrevivir.
Un aspecto intrigante del documental es el modo en que las y los namibios aparecen. A diferencia de los blancos, nunca externan opinión alguna sobre el turismo o la caza, carecen de diálogos; aunque no son mudos en absoluto, nunca hablan; diríamos que son ininteligibles para el público. Si esta es la intención del director o no, cumplen con el tropo criticado por Binyavanga Wainaina (2005) acerca de cómo los cuerpos negros africanos son representados por occidente: cuerpos hambrientos, que no cuentan nada acerca de sí mismos, y andan semidesnudos en medio de noches espesas y oscuras sin más luz que una fogata.
Escenas memorables del filme son aquellas que muestran secuencias de los trabajadores namibios en un primer plano simétrico, rodeados de cabezas de animales disecados, “embellecidos trofeos”. El director nos muestra animales humanos y alter-humanos como cuerpos de los que el sistema turístico dispone y que consume. Podríamos decir que, para el colono blanco, ambos son animales, en tanto, siguiendo a Aph Ko (2021: 249), “animal es una categoría en la que arrojamos a ciertos cuerpos para justificar la violencia contra ellos”. En Safari, las personas locales son quienes se encargan de sostener las relaciones cadavéricas producto de esa necropolítica cinegética, o sea, de ese ejercicio de poder de ciertos humanos para decidir cómo debe morir el otro.
Estas relaciones interespecie con la muerte se expresan en el levantamiento de los enormes cadáveres del lugar donde se les quitó la vida, para transformarlos en trofeos mediante técnicas de taxidermia. En una escena prolongada, los trabajadores preparan a una jirafa para su embellecimiento taxidérmico en una sala de despiece donde se desmembra y desolla al animal. Quitan hábilmente la piel, diseccionan el cuerpo, retiran las vísceras con pulcritud para embellecer un cuerpo inerte que pretenden hacer lucir aterradoramente más animal que cuando estaba vivo. La acentuación de rasgos, el falso brillo en los ojos, la fuerza aparente del cuello y, en fin, una falsa belleza producto de un colonialismo especista que captura así a las comunidades namibias multiespecie fuera de lo que Frantz Fanon (2012) llamó la zona del ser, donde habitan aquellos seres superiores en la línea de lo humano impuesta por Occidente.
El especismo y el colonialismo, abiertamente denunciados en este documental, son una muestra de cómo, parafraseando a Aimeé Césaire en su Discurso sobre el colonialismo, así como el negro es una invención de Europa, también los animales salvajes lo son. Es decir, no es que el colonialismo sea una fuerza natural o evolutiva que ha inventado animales o humanos con características específicas como el bipedismo o el color de la piel o los patrones del pelaje. Se trata, más bien, de una invención conceptual para administrar y gobernar otras comunidades vitales multiespecie de humanos y otros que humanos. Lo salvaje, así como lo negro, se vuelve la antítesis de lo moderno y, por ende, de lo plenamente humano. Los turistas, evocando a Bruno Latour, son los auténticos modernos: quienes performan esos dualismos entre lo salvaje/civilizado, el atraso/progreso, y la naturaleza/cultura, al hacer de la cultura un dispositivo para dominar a una naturaleza que está constantemente haciéndolos a ellos mismos.
En Safari presenciamos lo que Achille Mbembe (2016) llamó el “devenir negro del mundo”. Para este autor, el capitalismo y el colonialismo se sostuvieron en una matriz de explotación que convirtió a los cuerpos negros en herramientas generadoras de plusvalor. En este momento histórico del Capitaloceno necropolítico, los cuerpos cosificados y explotables ya no son solo los “negros”: otros humanos, otros animales y la tierra misma al servicio del capital que los pone a trabajar de manera gratuita. Safari es, en resumen, una pieza valiosa para analizar la imbricación de opresiones, como el racismo, el colonialismo y el especismo y cómo son producidas por la máquina blanco-moderna-colonial y, a su vez, capturadas por su política que anula ciertas vidas para la diversión de unos cuantos. Asimismo, es un ejemplo de cómo las relaciones multiespecie se dan en fricción y en escenarios de disputa por los valores atribuidos a “la naturaleza”.
Referencias
Césaire, A. (2006). Discurso sobre el colonialismo. Akal.
Fanon, F. (2010). Piel negra, máscaras blancas. Akal.
Ko, A. (2021). Creando nueva arquitectura conceptual. En A. Ko y S. Ko, APHRO-ISMO Ensayos de dos hermanas sobre cultura popular, feminismo y veganismo negro. (pp. 243-260). Ochodoscuartro Ediciones.
Latour, B. (2007). Nunca fuimos modernos. Ensayo de antropología simétrica. Siglo XXI.
Mbembe, A. (2016). Crítica de la razón negra. Nuevos Emprendimientos Editoriales.
Neumann, R. P. (2022). The postwar conservation boom in British colonial África. Environmental History, 7(1), 22-27.
Sapolsky, R. (2015). Memorias de un primate. La vida nada convencional de un neurocientífico entre babuinos. Capitán Swing.
Shanguhyia, M. (2024, 17 de abril). Politics of Colonial Conservation in Kenya. Oxford Research Encyclopedia of African History. https://oxfordre.com/africanhistory/view/10.1093/acrefore/9780190277734.001.0001/acrefore-9780190277734-e-1252
Tsing, A. (2021). La seta del fin del mundo. Sobre la posibilidad de vida en las ruinas capitalistas. Capitán Swing.
Wainain B. (2005) How to write about Africa. Granta. 92. https://granta. com/how-to write-about-africa/
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