La pedagogía sororal y afectiva de Luz Elena Galván: Tres décadas de historias compartidas

Oresta López Pérez

El Colegio de San Luis, S.L.P.

Por fortuna, lo que voy a escribir ya debe estar,
sin duda y de algún modo, escrito en mí.
Tengo que copiarme
con una delicadeza de mariposa blanca.

Clarice Linspector, La hora de la estrella (1977: 22)

Marzo 2019

Pocas personas logran integrar en sus carreras, todas sus ideas, sus emociones y sus intuiciones. Generalmente somos pasivamente fragmentados, jugamos los roles de académicas o de científicas al ritmo que nos marcan. No era el caso de Luz Elena Galván, quien logró una personal forma de ser académica, maestra, madre, abuela, hermana, colega y amiga, así en forma horizontal, sin arrogancias ni narcicismos, sin bifurcaciones. Esta forma de vivir la vida, de Luz Elena, que representa esfuerzos por integrar en un único mundo todos los mundos, sus liderazgos, sus afectos, sus sueños y sus saberes; esta forma de caminar con soltura en esferas que idealmente se quisieran separar, eran actos de autonomía, de comunidad, de familia, actos humanos cotidianos que tienden a desaparecer. Era de algún modo su propia pedagogía, sororal y afectiva, en la que varios nos formamos; era su forma de inscribirse en nuestras vidas.

Recuerdo que cuando Luz Elena hablaba, en sus libros y presentaciones, de los maestros y maestras de la educación pública del siglo XIX y XX, y cuando lo hacía de los niños y niñas, lograba una etnografía histórica que tejía voces del pasado con los documentos y podía hacer visible “en las palabras de los sujetos del estudio” su soledad, su desamparo y sus expectativas. Hasta los pies descalzos de los niños se abordaban con una gran dignidad en sus historias.

Me decía: “mira cómo estos pequeños tratan de que no se vean sus pies descalzos” y era cierto. Tenía una foto en mi librero de un grupo escolar de la Huasteca y no había reparado en ello, sólo veía un numeroso y heterogéneo grupo de estudiantes de una escuela rural, bajo el comando de una maestra.

Vuelvo a leer su texto Una soledad compartida, cuando analizaba centenares de cartas de los maestros, y dice: “Al dirigirse a Díaz enfatizaban que aún cuando ellos eran ´gente pobre´, eran muy honrados e incapaces de cometer algún robo”.[1] Siempre trató con dignidad y respeto a los maestros y maestras de las historias que escribía. Luz Elena tenía ese temple analítico que dan los años de trabajo en los archivos para comprender las posibilidades humanas en otros periodos históricos. Pero también tenía mucho afecto por sus sujetos de estudio, de la misma forma que por sus colegas, por sus alumnos o por sus hijas o hermanas.

La conocí por su libro Los maestros y la educación pública en México, y percibí la erudición de alguien que había revisado muchos repositorios documentales para comprender el papel de los profesores en este país. Hacía referencia a todos los estados y a casi a todas las normales y sindicatos, asimismo tocaba muchos de los problemas que tenían en cada entidad. Luce los estudiaba a la vez con rigor, con respeto, y hasta diría que con afecto. Me preguntaba quién era esta investigadora que trataba así a los maestros. Esta forma de hacer conocimiento histórico, con afecto hacia su sujeto de estudio, me parecía muy honesta y humana.

Esa obra ha inspirado y ayudado a muchos que como yo, no sabíamos ni por dónde empezar. Por entonces los maestros estábamos muy divididos, entre la CNTE y el SNTE, los disidentes éramos descalificados por la prensa y por la ciudadanía que se incomodaba con los bloqueos.

Busqué a Luz Elena en 1987, yo era alumna del octavo semestre de Licenciatura en Historia de la ENAH. Jorge Aceves, quien entonces me daba la clase de Seminario de Investigación, me animó a buscarla. El teléfono del CIESAS estaba en la hoja legal del libro. Cuando la recepcionista me comunicó con ella, escuché su voz juvenil; me trató con afecto aún sin conocerme y me dijo que era posible contar con su asesoría para hacer mi investigación. No sabía que esa llamada iniciaría una relación tan importante en mi vida, no sabía que la iba a querer tanto y que íbamos a trabajar juntas en muchos proyectos. Apenas me enteré hace poco que fui su primera tesista titulada. Ella festejaba todos mis logros y mis avances. Fue mi directora de tesis de licenciatura, de maestría y fue parte de mi comité tutoral de doctorado.

Luce me enseñó el oficio de historiadora, aprendí a consultar los archivos y a narrar historias. Gracias a sus enseñanzas me aproximé a una historia cultural de la educación con una apertura hacia la interdisciplina que no era muy común en los espacios de historiadores. Puedo afirmar que aprendí a investigar en su Seminario de Educación, al que asistí desde su fundación.

Para Luz Elena el Seminario debía ser un espacio cálido donde debíamos ser retroalimentados y motivados a convertirnos en investigadores. Además, nunca faltaba el café y las galletitas de las monjas de San Jerónimo y a veces un pastelito para los cumpleaños. Con su pedagogía afectiva, Luz Elena hacía parecer fácil escalar esa montaña de la profesión académica, nos decía que todo era posible. Que hiciéramos proyectos, libros, ponencias y redes. En su Seminario todos teníamos oportunidad de presentar nuestros avances y de recibir sus tarjetitas de sugerencias, escritas con su letra manuscrita arredondeada. El Seminario reunía a un grupo muy diverso y nos motivaba a pensar en formas de investigar; tenía una gran apertura, pues otros seminarios de educación de otras instituciones eran cerrados para los jóvenes.

Además, compartí con ella la experiencia de ver crecer y transformarse a las redes de historia de la educación, desde que éramos un Comité Interinstitucional de Fomento a la Historia de la Educación, hasta la fundación de la Sociedad Mexicana de Historia de la Educación, de la que ella fue, por unanimidad, su primera presidenta fundadora.

Desde los inicios del Comité Interinstitucional se iniciaron reuniones científicas, encuentros y primeras publicaciones, eventos que nos reunían a quienes hacíamos historia de la educación y que por ese entonces no pasábamos de ser unas cuatro docenas. Muchos de los participantes éramos estudiantes de maestría y de doctorado, pues había muy pocos investigadores con plazas académicas.

Estoy convencida de que el carácter incluyente de Luz Elena, su desapego al poder y su calidad humana, contribuyeron a generar la cohesión para lograr una red académica que logró presencia nacional e internacional.

Con ella aprendí de la sororidad[2] entre colegas para enfrentar las adversidades de la desigualdad de género y las miserias cotidianas que también permean en nuestra vida académica.

A la distancia veo que nos abrió muchas oportunidades, que nos acogía en su Seminario y en su vida. Que nos daba tiempo valioso, como lectora y maestra. Aun y cuando no teníamos las mejores condiciones “o quizá por ello”, nos apoyaba totalmente. Para mí, por ejemplo, que trabajaba como maestra de escuela en Tlalnepantla, recuerdo que escaparme al archivo histórico de la SEP que estaba en San Cosme, o ir a la biblioteca del Colmex o al AGN, implicaba una complicada logística doméstica y laboral, además de un diseño de movimientos en metro y combis, pues yo vivía en el norte de la ciudad de México y los archivos tienen horarios matutinos. En algunas ocasiones iba conmigo Alaíde, mi hija, que hacía dibujos, mientras yo revisaba expedientes.

Por entonces Luz Elena escribía que el CIESAS tenía que dialogar con los maestros como parte de una estrategia para entender la cultura magisterial:

El año de 1983 nos sorprendió con una nueva problemática educativa: el movimiento magisterial de los ochenta. En ningún momento podríamos ignorar lo que estaba sucediendo con el actor social de nuestras anteriores investigaciones, y nos abocamos a su estudio. En primer lugar la posibilidad de poder dialogar con varios de los maestros involucrados en este movimiento, y en segundo el poder analizar documentos, periódicos y volantes producidos por ellos.[3]

Era un gran momento constructivo del área de educación del CIESAS, se estaba construyendo uno de los espacios más importantes del país para la historia y la antropología de la educación. Me presentó y compartió a sus amigas del área de educación: a Beatriz Calvo con quien ella había trabajado los archivos de Atlacomulco para un proyecto de maestros rurales y escuelas mazahuas; a María Eugenia Vargas, quien nos hablaba de los maestros intelectuales purépechas; a las invitadas del DIE y del Colmex, de la UNAM y de la Ibero, que incursionaban en sus tesis doctorales y nos presentaban sus hallazgos. Recuerdo que un día llegó al seminario Susan Street, quien estudiaba a los maestros disidentes, y con quien de inmediato tuve un diálogo sobre mi experiencia político-sindical; conocí a Mireya Lamoneda, estudiosa de las formas de enseñar historia, cuya tesis de maestría dirigía Luz Elena. Más tarde ingresó María Bertely, llena de entusiasmo y de proyectos sobre la educación indígena. Con todas ellas se creaba un ambiente sororal de mujeres investigadoras, que hablaban con la mayor rigurosidad y honestidad de sus investigaciones, con discusiones teóricas potentes y a la par, en los descansos, también compartían libros, autores, tanto como sus historias, sus saberes de la crianza de los hijos, de sus viajes y de sus vidas. Aprendí con estas maestras a pensar en un vínculo entre pasado y presente de la educación, a nadar en aguas interdisciplinarias muy vitales. Compartían además estrategias para lidiar en el día tras día con las cotidianidades en sus instituciones. Luce contagiaba la generosidad en ese grupo, hacía de todo con una gran sonrisa, como si no pesara, sus consejos eran siempre optimistas.

Por entonces el Seminario ya era nacional, con investigadores de Veracruz, Estado de México, Puebla, Morelos, Guadalajara, y de instituciones y universidades, como la Universidad Iberoamericana, la Universidad Pedagógica, la Universidad Autónoma Metropolitana, el ISCEEM, UNAM, entre otros. Por entonces yo anduve buscando un lugar para dedicarme a la investigación y exploré en la UACH, ISCEEM, la SEP, la UMSNH y posteriormente ya radiqué mi trabajo en El Colegio de San Luis, donde hasta la fecha permanezco.

Luce me acompañó a crear y fortalecer los seminarios y redes que fundé tanto en Morelia como en San Luis.

Justo en San Luis realizamos el Primer Congreso Internacional sobre los procesos de feminización del magisterio, que reunió a 80 investigadores de diversos países y del cual salieron tres importantes libros, en inglés, portugués y español. Compartimos la coordinación del libro Entre imaginarios y utopías: historias de maestras, en el cual se reunieron valiosas historias de las maestras mexicanas.

Para Luz Elena era muy importante hacer comunidad, muchos acudíamos al CIESAS, a su Seminario, para buscar algo de ese sentido comunitario que se deshacía ante la avanzada neoliberal en la academia “que en muchos casos era algo que desaparecía en nuestras propias instituciones”. Para ella era muy fácil integrarnos a todos sus colegas, con su familia y amigos, sin fronteras, sin distinciones. Me he preguntado qué tipo de construcción académica es ésa, y encuentro algo de resistencia al neoliberalismo, incluso no es coincidencia que muchos de mis profesores de la generación de Luz Elena no se entendieran nunca con las convocatorias, reglas y plataformas del Sistema Nacional de Investigadores. Luz Elena, sin embargo, articulaba su productividad y sus afectos, publicó 32 libros (muchas obras colectivas) y más de 100 artículos y capítulos de libros. Pero además creaba espacios académicos estables y cálidos, que venían de otras certezas cognitivas y de otras formas de hacer comunidad.

En un viaje que compartimos a Costa Rica, confirmé cuánto amaba Luce la música clásica, pasión que inició muy joven en su estancia en Londres. El grupo de congresistas mexicanos, íbamos con ella a degustar los conciertos, las bibliotecas y los museos. En particular buscábamos los museos de las escuelas o de la educación y siempre acariciábamos el deseo de construir un museo de la educación para México, sueño que no pudimos concretar.

Fue en Costa Rica, donde nos propusieron que realizáramos en México el Congreso Iberoamericano de Historia de la Educación (CIHELA). Luce, me animó a que la sede fuera en San Luis, y así lo hicimos. Fue en el contexto de este congreso que iniciamos la formación de la Sociedad Mexicana de Historia de la Educación.

El CIESAS y el Colsan se hicieron aliados para organizar varios proyectos, desde el tejido de acuerdos y trabajo que podíamos construir Luce y yo para publicaciones, congresos y redes. Nos escribíamos correos electrónicos todos los días. Además, también nos veíamos de vez en cuando en Guadalajara durante las asesorías para mi tesis doctoral, y recuerdo que seguíamos platicando en las sobremesas, donde incluso le pedía algún consejo para mi carrera académica o para entender a mis hijos adolescentes.

Hacíamos viajes constantes, yo al Seminario del CIESAS y ella a San Luis para trabajar en los detalles de los congresos, porque también hicimos otro de mucha importancia, la XXXIII International Conference for the History of Education (ISCHE). Se trataba de un congreso que reunía a unos tres centenares de investigadores de la comunidad internacional de historiadores de la educación.

A todo ese intenso trabajo, Luce sumó también su incursión en los proyectos con impacto social y nacional que promovía el CIESAS. Esa fue mi nueva escuela: nos salimos de los archivos por un momento para hacer trabajo de campo antropológico y enfrentar problemas de investigación del presente. Así trabajamos en torno a indagar con nuevas metodologías, una mirada a la infancia más vulnerable de nuestro país y su vínculo con el Programa de Educación Inicial del Consejo Nacional de Fomento Educativo (Conafe). Ella dirigía un equipo grande e interdisciplinario de investigadores. Este proyecto nos reunía constantemente, incluso en su casa, para organizar cientos de archivos de información. Mis estudiantes de maestría también se sumaron al proyecto para realizar el estudio en el noreste de México. El impacto formativo fue relevante. Algunos de este grupo de jóvenes, ahora, doctores(as) e investigadores(as), son los que actualmente conforman el Consejo Directivo de la Sociedad Mexicana de Historiadores de la Educación.

No todo fue alegrías, recuerdo bien que en uno de sus viajes a San Luis, me brindó un abrazo tan necesario y lloró conmigo por la muerte de mi hijo Francisco, a quien ella conoció desde pequeño. También, no hace mucho, lloramos juntas por la dura pérdida de su pequeña nieta Victoria.

Lo cierto es que esto siempre lo hacía Luce “ser buena académica y buena amiga” en el contexto de los grandes desafíos que le implicaba su propia salud. Sacaba la mejor de sus sonrisas y la fuerza interior muy de ella, con la que siempre nos hacía sentir que todo era fácil y posible.

Era una líder querida en la comunidad de historiadores de la educación y nos deja un legado valioso con sus libros y sus aportes.

En estas líneas sólo quisiera decirle gracias por todo el cariño que siempre me dio y por todo lo que compartimos en la vida. Gracias querida maestra, por tres décadas de historias compartidas.


[1] Luz Elena Galván, Soledad compartida. Una historia de maestros, Ediciones de la Casa Chata, núm. 28, México, CIESAS, 1991, p. 222.

[2] Este término enuncia el principio ético político de equivalencia y relación paritaria entre mujeres. Se trata de una alianza entre mujeres que propicia la confianza, el reconocimiento recíproco de la autoridad y el apoyo. Véase Amelia Valcárcel (1997), La política de las mujeres, Madrid, Cátedra.

[3] Luz Elena Galván, Soledad compartida, op. cit., p. 14.