Disputa de memorias en tierras de frontera*

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Rosa Torras Conangla

CEPHCIS, UNAM

En el proceso de definición de un límite entre dos Estados-nación, mucho más allá de las negociaciones diplomáticas, se vuelve objetivo de cada Estado integrar ese espacio a la dinámica nacional, con el objetivo de garantizar un efectivo control territorial que legitime su soberanía. Ya sea cuando la línea separa realidades socio-culturales de poblaciones con arraigo de larga data en ese espacio, por lo que se accionan dispositivos que creen referentes identitarios diferenciadores del otro, o cuando este límite atraviesa espacios considerados vacíos y por ello sujetos preferentes de sucesivos proyectos de colonización.

Dentro de la segunda variable se encuentran las selvas del Petén, atravesadas por el paralelo 17° 49’ que en 1895 fijó oficialmente la separación entre el estado mexicano de Campeche y el departamento guatemalteco de Petén. En ese espacio de gran riqueza forestal, se sitúa el actual municipio campechano de Candelaria, cuyo límite sur se asienta sobre dicho paralelo y que nació como resultado de la expansión de la economía maderera impulsada a lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX. Del corte de palo de tinte y maderas preciosas en manos de las élites de Ciudad del Carmen -en pleno Golfo de México- a la explotación chiclera traspasada a compañías estadounidenses, esa es un área marcada por el impulso gubernamental de proyectos económicos extractivos, con una histórica movilidad de asentamientos humanos en condiciones de vida precarias, y vital geoestratégicamente por estar situada en el límite con otro Estado-nación.

Sucesivas oleadas de colonos, al son de ciclos de colonización, han ido conformando el imaginario territorial actual de los candelarienses no sin conflicto, cuyo eje conductor se debate entre el afán por pertenecer a un espacio determinado y las contradicciones inherentes a los permanentes flujos de población llegados a merced de lógicas económicas nacionales y globalizadas. Pero esa realidad histórica, ¿cómo ha impactado en los sentidos de pertenencia de la población?, ¿existen diferencias en la experiencia migratoria entre los distintos flujos de colonos?, ¿cómo se configuran identidades territoriales cuándo el desplazamiento ha sido una constante de vida, lo que implica una gran discontinuidad en la percepción histórica referida al territorio?

Hoy en día, las familias más “antiguas” de la región de Candelaria llevan viviendo en el área no más de tres generaciones. La mayoría de grandes propietarios, primero carmelitas y luego estadounidenses, de las tierras candelarienses que a lo largo de todo el siglo XIX y primera mitad del XX explotaron sus bosques residían en Ciudad del Carmen o en el extranjero, por lo que Candelaria se fue habitando con una población compuesta por jornaleros sin tierras oriundos de la región, migrantes chicleros y pequeños comerciantes o trabajadores ferroviarios que llegaron con la construcción del Ferrocarril del Sureste, inaugurado en 1950.[1]

¿Cómo entender de qué manera se conjugan –o confrontan- las necesidades gubernamentales de fijar un territorio de frontera frente a Guatemala con una realidad de sociedad en desarraigo, cuya base productiva (maderera, comercial, con regímenes de propiedad latifundistas y uso de mano de obra temporal) no ha propiciado asentamientos históricamente duraderos que permitan la apropiación territorial? ¿Parecería, como gustan mencionar algunos estudiosos de la globalización, que nos encontramos frente a identidades desterritorializadas?

Una vía posible para empezar a responder preguntas me llevó a buscar cómo analizar la memoria territorial en el desarraigo, la construcción de identidad asociada a un territorio en permanente disputa tanto de recursos como de referentes culturales, contrastándola con las políticas gubernamentales de nacionalización de la frontera y las prácticas colonizadoras de agentes privados. De ello, presento a continuación un botón de muestra.

Entrevistando a ancianos candelarienses que habían dedicado su vida al chicle, y a sus hijos y nietos, emergió una fuerte disputa con la oleada migratoria que les sucedió. Dentro del imaginario compartido de “colono”, la voluntad gubernamental de fijar la memoria sobre quiénes fueron los “primeros colonos” ha desplazado la experiencia chiclera en favor de los proyectos colonizadores oficiales de la década de 1960.

Agotado el ciclo productivo del chicle, basado en la atracción de fuerza laboral temporal llegada de otros puntos de la región, la administración del presidente Adolfo López Mateos impulsó, en 1962, un nuevo ciclo de colonización en este territorio selvático con población del norte de la República, sobre todo de Coahuila, para que se dedicaran –esta vez- a la ganadería. Tenemos un testimonio de dicha experiencia en la publicación Chan-colona. Imagen del pasado, orgullo del presente, escrita por Maritoña Quiriarte Rodríguez quien, en sus propias palabras, se define como “Chan-colona, nombre que doy a los hijos de colonos que como yo, nacimos o crecimos en Campeche”. Cuenta que el programa de colonización estaba destinado a “poblar los márgenes del Río Candelaria con 700 familias del Norte del país, que emprendieron el éxodo al Sur de Campeche con la promesa de que tendrían suficientes tierras” (Quiriarte 2009, 13). De hecho, fueron 600 familias, todas de la Comarca Lagunera, integrantes del Plan de Colonización coordinado por el Gobierno Federal y los gobiernos de Coahuila y Campeche que llegarían a Candelaria desde Torreón en 1963, en coherencia con las políticas post-revolucionarias de –cito a la autora- “reacomodar a los campesinos sin tierra, aumentar las producciones agrícola y ganadera y promover la creación de nuevos centros de población para evitar conflictos limítrofes con Guatemala” (Quiriarte 2009, 13). En el relato de las vicisitudes pasadas por los colonos, se convierte en logro el objetivo de las políticas colonizadoras: “una nueva cultura nacía. El Norte y el Sur se fusionaban, se homogeneizaban” (Quiriarte 2009, 49).

Documentales, fotografías, relatos testimoniales o recreados, editan y reeditan la idea fundacional de esa gesta colonizadora concebida, cuál imaginario decimonónico, como “el asalto a las tierras vírgenes, colonizar, descubrir y explotar nuestras riquezas abandonadas”.[2] Idea de espacio vacío contrastada por los mismos testimonios que consideran “nativos” a los pobladores que se encontraron habitando esas tierras prometidas cuando llegaron a Candelaria.

La disputa empezó con las recientes acciones gubernamentales destinadas a fijar en la memoria local el papel de “los colonos” de la década de 1960 como los fundadores del pueblo, cuando de hecho fue en 1945 cuando quedó establecido sobre lo que antiguamente era un campamento chiclero conocido por ‘San Enrique’ que contaba, desde 1938, con una importante estación ferrocarrilera.[3] Así describía “el problema de Candelaria” un poblador del municipio, hijo de un español que llegó a esas selvas como empleado de tienda en los tiempos del auge de la extracción de chicle en las primeras décadas del siglo XX.

“Aquí en Candelaria hay tres sociedades: los naturales, los colonos y digamos los de importación. Primero los naturales de aquí de Candelaria, entre ellos estoy yo y un montón de amigos de acá que vimos crecer este pueblo. Nuestros padres fueron los fundadores. Luego hay otros que son los colonos, los norteños. La mayoría ya nació aquí en Candelaria, son hijos de colonos, pero se sienten muy orgullosos de su descendencia del norte de la República. No se sienten candelarienses. Y últimamente ya nos invadieron los de Guerrero y los michoacanos, […] Esa es la división que tenemos aquí en Candelaria. […] El problema es la forma de conducirse de ellos, es que se sienten muy orgullosos de no ser de acá. Y la culpa es del gobierno, que sigue tratando a los colonos como norteños, no como campechanos” (Entrevista personal, Candelaria 2015).

Él y sus paisanos se mostraban indignados por los actos que tuvieron lugar en mayo del 2014 en los que los gobernadores de Campeche y de Coahuila inauguraron la estatua del coahuilense Francisco López Serrano, responsable del proyecto Candelaria de 1963 como Secretario General de Colonización y Terrenos Nacionales, erigida frente a la antigua estación de ferrocarril que se estaba rehabilitando como Museo de la Colonización. Un año antes, los mismos gobernadores habían develado una placa en el parque central del pueblo de Candelaria, en la que quedaba asentado que con dicho Programa llegaron los primeros colonos al sur de Campeche, cuando los que fueron chicleros llevan años reivindicando un monumento recordatorio del médico Hernán Vargas Flores que los atendía en los estragos de su vida en la selva.

Placas en el parque central, museos, estatuas, una cancha de fútbol bautizada “Los colonizadores”. ¿Por qué esa insistencia gubernamental en imprimir el evento de la colonización de 1963 en el espacio público y sellar una versión histórica sobre la “fundación” de la localidad que implica el olvido de su pasado reciente y vívido como asentamiento neurálgico durante la época chiclera?

Con la llegada de “los norteños”, los chicleros –también migrantes y muchos de ellos también norteños– pasaron a ser “los nativos” y así se consideran ellos mismos; no obstante, las particularidades de su inserción en las tierras de la selva, provocadas sobre todo por las políticas gubernamentales, han roto el estatuto de homogeneidad pretendido. Viven como grupos opuestos, enfrentados por el apoyo gubernamental diferenciado, por haber recibido o no ayuda gubernamental en el momento de su llegada a Candelaria o por ser parte o no de la memoria oficial del estado y del municipio.

No es un detalle menor que las nuevas colonias rebautizaran espacios que tenían nombres reconocidos localmente, con otros de personajes de significación nacional o de referencia a otras localidades de la República (Nuevo Coahuila, Estado de México, Venustiano Carranza, Lic. Miguel Alemán, Monclova, Benito Juárez, etc.).

Un proceso muy parecido es el analizado por Ubaldo Dzib para la localidad de Chicbul, también en la zona maderera campechana, en el que los colonos llegados desde Baja California con ayuda gubernamental en 1965, llevaron como parte de su bagaje cultural la celebración de la independencia nacional: “Con el rito de reproducción en Chicbul del simbolismo nacional basado en héroes oficiales, los colonos incorporaban una localidad rural, anteriormente aislada en la selva, a la nación como comunidad imaginada”. (Dzib, 2004: 36-37). La misma lógica de nacionalización se encuentra, por ejemplo, en poblaciones fronterizas de la Amazonía cauchera, donde los llamados “antiguos” moradores de la frontera construyen su identidad con base en referentes locales (llamados “amazónicos”) frente a los inmigrantes que continuamente llegan y construyen el derecho al uso y explotación de las tierras en función de referentes nacionales (identificados como peruanos, bolivianos, etc.). (Arruda 2009). Los “antiguos” son considerados no nacionalizadores por no esgrimir claramente fidelidades a la nación en la dinámica transfronteriza que los define.

Al marcar el evento de la colonización de los 60 en el paisaje de Candelaria, topónimos y monumetos se convierten en lugares de memoria que fijan una versión histórica y, al legitimarla, la convierten en marcadora de identidad excluyente, claro reflejo de la dimensión territorializada del poder.

Con ello, entonces, deviene de mucha utilidad alejarse de la marcada tendencia de estudios que conciben las zonas de frontera como espacios desterritorializados, de desmemoria y ahondar en propuestas como la de Gilberto Giménez para la frontera norte de México, quien habla precisamente de todo lo contrario. De entender las franjas fronterizas en términos de multiterritorialidad, donde se produce la reactivación permanente de memorias fuertes y donde deviene la lucha constante contra el olvido de los orígenes (Giménez 2009). Siendo inexistentes las diferencias culturales entre ambos grupos de colonos, el mito fundacional y el apoyo gubernamental se vuelven los marcadores de identidad diferenciada, legitimadora de las relaciones de poder existentes.

Construirse una historia y una memoria que den cierta estabilidad a la autodefinición identitaria a partir de la diferencia con el otro grupo; marcar una frontera fuerte que permanezca a pesar de los cambios culturales internos inherentes a todo grupo social a través de la ideación del pasado (memoria histórica) construida con referentes patrimoniales nos recuerdan que la memoria no es sólo “representación”, sino sobre todo construcción constituyente. Y, la territorialidad, uno de los marcos sociales fundamentales para la construcción de memoria colectiva, memoria que necesita continuamente ser reactivada. Precisamente es en los lugares marcados por las migraciones, por la inestabilidad de asentamiento, por el desarraigo, donde se hace más imperiosa la necesidad de organización espacial de la memoria colectiva; allí dónde anclar los recuerdos, dónde recrear materialmente centros de continuidad social. Es por ello que, más allá de ser el caleidoscopio de las “culturas híbridas”, son lugares de densificación de los contactos interculturales entre culturas desiguales.

La identificación de “colono” expresada por los pobladores se va moviendo en función de las nuevas oleadas de migrantes que van llegando, siendo que el que fuera colono poco tiempo atrás, se considere “autóctono” o “nativo” frente a los recién llegados en un proceso acelerado de apropiación del territorio que lo oponga al extraño, pues siente amenazada su hegemonía cultural.

Y es allí, en las franjas fronterizas donde los estados invierten más recursos simbólicos para consolidar su hegemonía produciendo lo que Giménez llama, y encontramos en Candelaria, “el lugar de las identidades exasperadas en confrontación recíproca, donde las dominantes luchan por mantener su hegemonía, en tanto que las dominadas lo hacen para lograr su reconocimiento social” (Giménez 2009, 24-25 y 27).

 


Bibliografía

Arruda, Rinaldo et al. 2009. Historias y memorias de las tres fronteras. Brasil, Perú y Bolivia. Cuzco (Perú): Grupo Frontera.

Dzib, Ubaldo. 2004. “Diversidad cultural y poder en la formación del ejido Chicbul, Carmen, Campeche”. En Estudios Agrarios, número 10, 2004, pp. 36-37.

Giménez, Gilberto. 2009. “Cultura, identidad y memoria. Materiales para una sociología de los procesos culturales en las franjas fronterizas”, Frontera Norte, vol 21, nº 41, enero-junio.

Quiriarte Rodríguez, Maritoña. 2009. Chan-colona. Imagen del pasado, orgullo del presente. Campeche: Gobierno del Estado de Campeche.

 


[*] Una versión ampliada y dictaminada de ese texto fue publicado en la revista LiminaR bajo el título “La fijación de sentidos territoriales en una frontera en movimiento” (vol XIV, núm. 2, julio-diciembre de 2016, pp. 150-162).

[1] Archivo General Agrario, Campeche, Carmen, Candelaria, exp 6559 leg 1, 207 fs., fs. 36-45. “Censo General Agrario”, 1943.

[2] Extraído del Documental Del desierto a la selva, guionista Ermilo Carballido, editorial Diana, 1964. En: “Candelaria. Imágenes”, Blanco y Negro, nº 6, diciembre 2005, p. 21.

[3] Registro Agrario Nacional, Campeche, Candelaria (antes San Enrique), exp 23-6559, leg 2, f. 2.